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2001 cumple 50
COLUMN/COLUMNA

2001 cumple 50

Alberto Chimal

El 2 de abril de 1968, en el Uptown Theater de la ciudad de Washington, se estrenó 2001: odisea del espacio de Stanley Kubrick. Escribo estas palabras el 2 de abril de 2018, cincuenta años después, cuando la película –una de las más audaces de su tiempo, de las más influyentes de la historia del cine– está tan integrada en la cultura occidental que sus aportaciones son casi invisibles.

No hay que dejarse engañar por la fecha que aparece en su título, ni tampoco por su larga lista de descendientes en el cine y fuera de él: sigue siendo única como obra de arte, como artefacto de su propio tiempo y como anuncio, o sospecha, o crítica, de otros.

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La idea del progreso: el perfeccionamiento de la especie humana mediante la acumulación de conocimientos, fuerzas productivas, riqueza material y virtud moral, marca el ascenso de las sociedades capitalistas y se funda en los logros de la Ilustración durante el siglo XVIII. En Europa occidental, el pensamiento racionalista trajo numerosos descubrimientos y avances; el concepto del progreso implicaba la esperanza, o la certidumbre, de que semejantes logros podrían continuar indefinidamente. La noción se propagó al resto del mundo occidental y existe aún en mucho de nuestras culturas. Aún aprendemos, aunque no siempre se exprese con claridad en nuestras escuelas y medios, que los seres humanos somos imperfectos pero capaces de mejorar, que podemos controlar la evolución de nuestras sociedades y que la trayectoria deseable o hasta inevitable de esa evolución es ascendente: siempre hacia formas mejores de organización, hacia sociedades más prósperas y mentalidades más esclarecidas.

Durante el siglo XX, numerosos sucesos terribles, incluyendo las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial y de no pocos regímenes totalitarios, hicieron dudar que en verdad fuera posible ese avance perpetuo. Sin embargo, la expectación ante el futuro no cesó de tener influencia y de propagarse por la cultura popular de muchos países. Basta con examinar los discursos de la publicidad o la política: hasta hoy, los productos y los candidatos son muestras de un futuro mejor que siempre está a punto de llegar. Aunque ahora leemos las artes de entonces en busca de señales de advertencia, de textos que anuncien peligros latentes, el discurso optimista era más abundante que las narraciones que hoy llamamos distópicas, y entre las que se encuentran 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley o El cuento de la criada de Margaret Atwood. Incluso, el subgénero difuso en el que éstas suelen ser colocadas –science fiction, narrativa especulativa– se propuso en sus orígenes como un vehículo de promoción de la idea del progreso: un depósito de profecías y anuncios de avance, sobre todo material, con los que incitar al estudio de la ciencia y la tecnología.

2001 tiene una relación no menos compleja con los orígenes y la tradición de la science fiction, pero su punto de partida es diferente.

Realizada entre 1964 y 1968, la película, como el resto de la filmografía de su director, tiene en su fondo una crítica durísima: su blanco es la capacidad humana para la violencia, así como la ambición y la codicia desmedidas de individuos y sociedades, y a ella se agrega una mirada penetrante de la deshumanización, la erosión de los afectos que trae la tecnología. Además, la hechura de la película, obsesivamente cuidada, ofrece una experiencia visual –desligada de los elementos más obvios de la construcción de tramas, diálogos y personajes– nunca antes vista en el cine “de anticipación” y pocas veces en el cine en general, pues desemboca, en el último de sus cuatro segmentos, en un episodio no verbal y casi abstracto de trascendencia: una visión mística muy a la manera de las evocadas por la contracultura de los años sesenta.

Sin embargo, la estrategia elegida por Kubrick para atraer al público a este filme experimental fue vestir el conjunto entero con todos los rasgos visuales del optimismo futurista. 

El primero está en el título: el año 2000, que marcaría el cambio del segundo al tercer milenio de la era cristiana, era una fecha famosa, una especie de número mágico que se asociaba a impresiones como la de cruzar un umbral, una puerta simbólica que llevaría al futuro soñado. Kubrick y su guionista, el escritor Arthur C. Clarke, se situaban a propósito un año después del 2000 como para sugerir el futuro del futuro: el extremo definitivo, al menos por entonces, de la visión profética. A partir de 2001 se generalizó el uso de fechas futuras en la cultura pop, a veces más caprichosas y exageradas y a veces menos.

Clarke, además, suministró un argumento con muchos elementos conocidos de la narrativa especulativa, como el contacto con seres extraterrestres, las nuevas actividades e interacciones humanas que traen los cambios tecnológicos, o la posibilidad de la inteligencia artificial, todos presentes en su obra y desde luego en la fuente directa de la película: su cuento “El centinela” (1951), que contiene una versión temprana del encuentro de la humanidad con un artefacto alienígena.

Aparte, antes del lanzamiento de la cinta, una larga campaña publicitaria detalló la forma en que la producción había pedido ayuda de grandes compañías, como Boeing o IBM, para figurarse “con exactitud” el futuro de la tecnología y la sociedad que se proponían mostrar. En materiales que en varios casos no llegaron a la pantalla, pero se dieron a conocer por otros medios, se describieron y mostraron plumas que escribirían solas, radios o televisores para usar en la muñeca como relojes, moda, peinados, diseño de interiores y hasta comida; en el pietaje que sí llegó a la película terminada se dedica una gran cantidad de tiempo a exaltar y hasta hacer bromas con aparentes minucias de la “vida del futuro”, entre las que destacan qué calzado será necesario para caminar cuando se está en órbita, cómo comer alimentos sintéticos en el espacio o cuánto tiempo habrá que dedicar para entender las instrucciones del excusado de gravedad cero. En su libro The Making of Stanley Kubrick’s 2001: A Space Odyssey (2014), Piers Bizony relata el desconcierto inicial y las reacciones adversas que hubo contra la película en sus primeras semanas de exhibición, debidas en parte al contraste entre lo que 2001 parecía ofrecer y lo que daba en realidad a sus espectadores, y también el viraje de la opinión del público y la crítica cuando la visión de Kubrick, aunque siempre en tensión con las expectativas ya creadas a su alrededor, comenzó a ser apreciada por sí misma. La propia publicidad de la película cambió, según cuenta Bizony: los famosos carteles psicodélicos con el eslogan “El viaje definitivo” (The ultimate trip), en obvia referencia a la cultura de la droga de aquel tiempo, son posteriores al estreno.

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Una práctica común de nuestra época es juzgar las obras del pasado con base en una perspectiva cerrada de nuestro presente. Esto incluye la práctica periodística de recordar las “fechas profetizadas” por tales o cuales libros o películas cuando llegan y señalar todo lo que “no se ha cumplido”. Pero una profecía perfecta, totalmente acertada, es en realidad imposible, y no sólo porque los artefactos, entornos y vestuarios imaginados por la science fiction sean en general versiones hipertrofiadas de los de su presente, reflejos de las preocupaciones y anhelos de su propio momento. Además, las obras artísticas que inspiran a creadores y pensadores posteriores con diseños y representaciones influyentes los llevan a alejarse de ellas, a refinar y criticar sus propuestas a la hora de proponer nuevos objetos e ideas para la vida real. (Por ejemplo, los instrumentos de las naves espaciales en 2001 han sido estudiados por diseñadores industriales de décadas posteriores y cuestionados por razones de ergonomía.)

De forma similar, hoy se critica la ausencia casi total de personajes que no sean hombres blancos de origen europeo en 2001, pero en 1968 la película dejaba muy atrás los cánones de las “películas del espacio” de su tiempo al no incluir personajes femeninos sexualizados, sin otra función que ser rescatadas por un hombre de alguna catástrofe o algún alienígena agresivo, y al representar el mercantilismo, el conflicto político y las intrigas sociales y laborales en su mundo narrado como partes inevitables de la existencia en una sociedad capitalista, por muy del futuro que fuera.   

Todo esto se ve no en las escenas más vistosas, las tomas espectaculares y complejas del espacio, sino algunas de las más sosegadas y en apariencia banales: aquellas que muestran el entorno, mayoritariamente masculino y blanco, deshumanizado y a la vez de un tribalismo feroz aunque encubierto, del gobierno de los países desarrollados. El personaje emblemático del futuro imaginado por Kubrick sería el burócrata Heywood Floyd (William Sylvester), que viaja por el espacio en naves de pasajeros contratadas sólo para él, hace bullying a sus subordinados, llama a su casa por teleconferencia para fingir que se relaciona con su familia, y no tiene ningún interés real en el descubrimiento abrumador –“la primera evidencia de vida inteligente fuera de la Tierra”– que impulsa la acción de la película, pues lo que en realidad le importa es el poder.

Y la escena más significativa de los astronautas (Keir Dullea y Gary Lockwood) enviados a investigar la intervención extraterrestre en el sistema solar sería aquella en la que ambos, mientras comen, ven, cada uno en su propia pequeña pantalla (que ahora llamaríamos tableta), el mismo video sobre su misión. Absortos cada uno en su propio ego, no se dirigen la palabra ni una vez. Lo anticipe o no, la visión de Kubrick converge con nuestro presente.

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El cine posterior ha prestado más atención a los logros técnicos de 2001, así como a imágenes y detalles visuales que hoy son clichés: de Kubrick y su equipo vienen las texturas irregulares en la superficie de las naves espaciales, la representación de cuerpos humanos en posiciones desconcertantes cuando se les sitúa en un entorno de ingravidez, el uso de ciertos planos cinematográficos precisos (y repetidos miles de veces desde 1968) para sugerir el gran tamaño de un vehículo o la complejidad de su interior, etcétera.

El éxito de todo este esfuerzo creativo significa que la superficie de 2001: su presunta orientación positivista, su tecnofilia, es la parte mejor integrada en la cultura popular, aquella por la que casi no se le percibe. Su aspiración última: el invitar a la reflexión sobre la transformación y la trascendencia de la misma especie humana, más allá de sus orígenes y de la misma tecnología, puede resultar difícil o imposible de comprender para las mentalidades y los valores actuales.

Pero su futuro limpísimo, puritano, de emociones reprimidas y pocas desigualdades evidentes, sigue siendo relevante porque es una imagen de racionalidad contaminada por impulsos violentos, instintos que no se dejan eliminar, insinuaciones constantes de horror escondidas bajo una cubierta de supuesta perfección. No se debe olvidar que esta es la película cuyo catálogo de nuevos aparatos e invenciones acaba por resultar amenazador, pues amplifica no sólo las virtudes o la riqueza de los seres humanos, sino también sus peores impulsos. 2001 apunta no sólo contra el progreso, sino contra el sueño mismo de la civilización –según el cual el ser humano “deja atrás” sus orígenes animales– cuando sus máquinas se vuelven tan refinadas… que sus desperfectos las llevan a neurosis, depresión y agresiones, como ocurre con la famosa computadora asesina HAL 9000. (En un artículo reciente en el New York Times, Gerry Flahive muestra la influencia de la voz de HAL, provista por el actor canadiense Doulgas Rain, en las voces sintéticas de Siri, Alexa y otros “asistentes electrónicos” de la actualidad. Por supuesto, no hemos de inquietarnos.)

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Si se va más allá de los lugares comunes acumulados en el último medio siglo, estas y otras posibilidades de sentido (y goce) de 2001 están intactas, disponibles para quien quiera verlas. La película exigirá hoy una atención y un interés que pueden no ser los que muchos espectadores estén dispuestos a dar. Pero muchos otros ven ahora 2001, aun si estamos en 2018, en pantallas por todo el mundo.

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: April 3, 2018 at 11:00 pm

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