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AMLO podría ser recordado como el peor presidente —por la izquierda
COLUMN/COLUMNA

AMLO podría ser recordado como el peor presidente —por la izquierda

Alejandro Gonzalez Ormerod

Es interesante tener un presidente que se preocupa tanto por la historia. Y con toda razón: el presente a menudo se rige por el precedente, por lo que un buen entendimiento del pasado es esencial. Pero nosotros estamos viviendo un tiempo sin precedentes.

Llevamos ya un rato en esta nueva era inaudita y, hasta hace relativamente poco, incluso le pusimos nombre: el «Antropoceno», la Era humana. Sin embargo, fue hace apenas unos meses que algo pareció hacer clic en la psique global, algo que no pudo lograr ni Al Gore con sus verdades inconvenientes ni Leonardo Di Caprio abogando en pro de la vaquita marina. El mundo está entrando lentamente en pánico ante la realidad ineludible de que el tiempo ya se nos acabó; ya arruinamos el planeta y es innegable el desastre cataclísmico que nosotros mismos, como especie, le infligimos. Hace diez años decíamos casualmente: qué mal lo tendrían nuestros hijos y nietos… Lo que desmienten solo unos cuantos años.

En décadas que se cuentan con los dedos de una mano nuestra especie ha erradicado al 60% de toda la vida animal en el planeta. Cada mes y medio desaparece para siempre una especie más, representando una taza de extinción no vista desde el asteroide que mató a los dinosaurios. Cada vez que se hace cualquier estudio la noticia más común es el reporte que la degeneración del planeta es exponencialmente peor de lo que creíamos que sería.

México —siempre un caso trágico— no solo no es la excepción sino que constituye una de las principales víctimas. La crisis del agua empeora a diario gracias a una combinación de sobreexplotación, ineficiencia y la creciente escasez que apenas comienza a intensificar el cambio climático. Este mismo mes el país literalmente ardió en llamas y el gobierno habló volúmenes con su silencio ensordecedor mientras millones se ahogaban bajo una nube de humo.

La responsabilidad histórica de México

Gobiernos pasados le han entrado a la fanfarria del ambientalismo sin acercarse mínimamente a los resultados con los que teníamos que cumplir. Sin embargo, ellos tendrán una «ventaja» en el juicio de la historia que no tendremos nosotros; la ignorancia del grado del daño. Ahora que tenemos los resultados en mano y el pronóstico es mucho peor de lo que pensábamos, la negligencia del gobierno actual se ha vuelto criminal.

Si bien México produce solo el 1.4% del total de emisiones de carbono en el mundo y en el último lustro ha disminuido su tasa de crecimiento anual de emisiones (de 1.7% entre 1990-2015 a 0.8% desde 2015 hasta ahora), esto ya no basta. El imperativo de supervivencia de los próximos años ya no es volverse una sociedad de «cero emisiones» sino una de emisiones negativas. El planeta está en tan malas condiciones que la única solución que queda es extraer los gases de efecto invernadero de la atmósfera.

México tiene la responsabilidad adicional de ser un país megadiverso y selvático. Está entre los cinco países más biodiversos y, por ahora, en la posición número once en cuanto a superficie boscosa en el mundo; es una bóveda de riquezas biológicas y un pulmón planetario. Hoy, solamente sobrevive el 10% de sus bosques originales y ya es un hecho que el Sistema Arrecifal Mexicano, el segundo más grande del mundo, estará completamente muerto en los próximos años sin posibilidad de salvación. Nuestra responsabilidad como país la hemos asumido pésimamente.

Leyendo el sitio de la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, es imposible no asociar lo que apenas y vergonzosamente se podrían llamar políticas medioambientales con algunas de las peores artimañas peñanietistas de antaño, cuando el gobierno buscaba tapar el sol de graves problemas sistémicos con el dedo del marketing y el buenondismo. El gobierno actual pide a la ciudadanía no tirar colillas en los bosques para evitar incendios, mientras que por el otro lado comete ecocidios masivos en selvas y manglares para construir ferrocarriles turísticos y refinerías petroleras; pide no tirar el agua, mientras el 40% en la Ciudad de México se esfuma por fugas.

Todo esto denota, además de un desinterés y/o ignorancia de la gravedad de la situación ambiental, una confusión sobre qué es lo que se combate cuando se enfrenta al apocalipsis ambiental. Si los memes y los comunicados del gobierno son indicios de las causas, uno concluiría que los culpables somos nosotros; los asquerosos humanos que, como una plaga de langostas, llegamos, arrasamos y nos reproducimos. Sin embargo, esta interpretación esconde la realidad.

La auténtica verdad inconveniente es que el problema eres . Tú, quien lee este artículo, con una computadora o teléfono inteligente enfrente. Es un hecho que, de toda la población humana, el 10% más rico produce el 50% de todas las emisiones contaminantes de mundo, mientras que la mitad más pobre de la población humana produce apenas el 10% de esos contaminantes. Más allá de los clasismos y los racismos que apuntan indignadamente a «la plebe» por reproducirse demasiado: los principales culpables somos nosotros: los orgullosos numerarios de la clase media-alta global, o sea, tú que percibes más de $6,000 pesos mensuales.

El tema del desastre climático debería ser el tema número uno de un gobierno de izquierda porque es fundamentalmente un tema de desigualdad socioeconómica. Y es aquí donde el gobierno morenista de México no solo ha fallado, sino que ha desperdiciado una enorme oportunidad política.

La urgencia del Estado intervencionista

Este desastre ambiental y ecológico lo ha creado una porción minoritaria de la población pudiente cuya factura será pagada primordialmente por aquellos que con menos responsabilidad cargan y que menos tienen.

La narrativa parece mandada a hacer para la izquierda, poniendo la crisis ambiental en términos de injusticia socioeconómica en una sociedad globalizada en la que el libre mercado y las acciones tímidas de la «tercera vía» política han resultado calamitosos para nuestro planeta. El tamaño de la crisis convoca de manera justificable y moral el retorno del Estado intervencionista.

Recordemos que hay de intervencionismos a intervencionismos. Están aquellas políticas totalitarias como las maoístas (que por cierto también fueron un desastre ecológico) a las más progresistas, como el New Deal rooseveltiano o el Servicio Nacional de Salud británico. Y luego está el intervencionismo del actual Estado mexicano, que se distingue por su irresponsabilidad.

Tómese como ejemplo la política energética del actual gobierno, donde el Estado mexicano sí carga con una responsabilidad de trascendencia mundial, dado que solo 100 empresas producen el 71% de los gases de efecto invernadero, de las cuales, Pemex —empresa del Estado mexicano— es el séptimo emisor.

Claro, en realidad lo que emite Pemex en gran parte se debe a nosotros, los que consumimos gasolinas, pero el gobierno tiene la capacidad y la responsabilidad de incentivar a los consumidores a consumir menos y mejor —invirtiendo en energías renovables, transporte público masivo, densificación urbana responsable, etcétera. Por más que pida el gobierno que todos usemos menos el coche —como los consumidores-ciudadanos responsables que deberíamos ser—, esto se vuelve imposible si todas las alternativas son mucho menos efectivas o inaccesibles. Pero, en la práctica, el Estado mexicano está haciendo todo lo contrario —incentivando el uso excesivo de energías sucias no-renovables y deliberadamente evadiendo soluciones sustentables.

No hay peor ejemplo que el del director de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), quien recientemente comentó «se hace toda una campaña de que las energías limpias son las más baratas y es mentira», solo para regresar, semanas después, con 11 mil millones de pesos —monto que duplica la inversión de los últimos cinco años en energías renovables— para pagar toda la deuda eléctrica de los ciudadanos de Tabasco —uno de los estados que más sufrirán por los efectos del cambio climático. Conforme van avanzando las tecnologías renovables y desapareciendo las no-renovables, a diferencia de lo que dice el director de la CFE, muy pronto (y parecería que ya es un hecho) las renovables serán más económicas que las otras fuentes y, para cuando llegue el momento, México estará completamente rezagado en este ámbito, mientras que hoy invierte su capital en refinerías que, más allá de ser económicamente rentables o no, representan un enorme retroceso en lo que debería ser una batalla frontal en contra del colapso ambiental.

«El cambio está en ti»

Los recursos están ahí y, con este gobierno, existe el capital político para hacer algo al respecto. Sin embargo, lo que hay es una profunda falta de voluntad política. Ahí es donde frases del tipo «el cambio está en ti» revelan su auténtico significado. La solución no está en realizar acciones individuales como el ahorro de agua, el rechazo al popote o el uso de la bici, sino el la acción política concertada.

Nuestro cambio individual —ciudadano— debe enfocarse en volver sustentables no nuestros hábitos sino nuestros sistemas de producción, y para hacerlo con la rapidez necesaria se requerirá el poder del Estado. Por su parte, no se necesita movilizar a toda la población para influir sobre el gobierno: nada más pregúntenle a la CNTE, con sus 100 mil agremiados, el 0.0007% de la población del país —todo en un contexto donde el partido en el poder se dice comprometido con la izquierda.

El reto deberá ser la institución de políticas sustentables, inclusivas y equitativas, con la intervención estatal sirviendo de (des)incentivador y redistribuidor en un proceso de movilización socioeconómica similar a la que se requirió en los países combatientes de la Segunda guerra mundial.

México no se puede dar el lujo de ser verde y pobre; nuestra sociedad debe estar lista para asimilar a una cantidad mayor de personas con estándares más altos de vida, sin degradar aún más el medio ambiente. O sea, tenemos que combatir nuestros estilos de vida mientras combatimos la pobreza. Esto requiere de un trabajo serio de preparación, el cual requerirá la introducción variables ambientales a nuestros cálculos económicos, la (des)incentivación a empresas y consumidores a producir y consumir de manera sustentable, y la redistribución productiva (no clientelar), para que los costos de los incentivos y desincentivos anteriores no repercutan demasiado a los sectores más pobres (y que consecuentemente deberán recaer en parte sobre nosotros). Sobre todo, la agenda ambiental deberá volverse la prioridad, porque cuando el Estado legisla de manera «verde» pero simbólica, la legislación puede acabar siendo aun más nociva para el ambiente.

El Plan Nacional de Reforestación es un buen ejemplo de este fenómeno; una política para reforestar al país con árboles frutales y maderables que contratará, durante dos años, a miles de campesinos. Suena bien en teoría, pero la crisis rebasa las buenas intenciones y el plan, tal y como existe en la actualidad, la empeorará. Consideremos primero el millón de hectáreas reforestadas planeadas: estas apenas contrarrestarán los daños causados por la deforestación que se llevará a cabo durante el proyecto mismo —sin mencionar el hecho de que las hectáreas de selva y bosque autóctono que se pierden nunca se podrán reemplazar en términos de biodiversidad y absorción de CO2 en un tiempo tan corto y por monocultivos de árboles productivos. La reforestación debe dar un salto cuántico y permanente para ser efectiva; las zonas boscosas que nos quedan deberán ser protegidas como prioridad de seguridad nacional. Además, el Plan Nacional de Reforestación contiene una serie de incentivos siniestros y contraproducentes entre los cuales está el que insta a los campesinos a quemar y talar árboles para tener más área reforestable. Es crucial no perder de vista la perspectiva social del ambientalismo; el problema no es el pago a los campesino per se, sino la manera en que se condiciona y concede ese dinero. 

El enfoque redistributivo distingue a las intentonas ambientalistas de derecha de las de izquierda; el revuelo de los Chalecos Amarillos en Francia surgió inicialmente tras la introducción de una política ambientalista —un impuesto verde sobre las gasolinas. La idea, en teoría, funcionaba como un buen desincentivo al uso de un contaminante común, pero no sobrevivió la prueba de fuego política, dado que afectaba de manera desproporcionada a la clase trabajadora rural, no a los ricachones con acceso al Metro en el centro de París.

Una solución similar pero más equitativa sería emitir «bonos de carbono» a los mayores contaminantes, las empresas. Aquí el Estado puede ponerle una cifra en pesos y centavos a lo que vale cada emisión contaminante y, crucialmente, reinvertir redistributivamente los ingresos que perciba —tal vez mejorando el sistema de salud público; creando un ciclo virtuoso de menos contaminación, mayor salud y menor gasto por parte de los que menos tienen. La solución debería satisfacer a los obsesionados con el desenfreno poblacional, ya que no hay mejor reductor de la multiplicación de seres humanos que un coctel de reducción de la pobreza, empoderamiento de la mujer y un mejor sistema de salud.

El fin de la historia

No dependerá solo de México la resolución de este desastre pero, sinceramente, concuerdo con la frase del presidente en torno a este tema: «No se puede ser candil en la calle y oscuridad en casa». México debe poner presión internacional sobre otros países, pero sobre todo debe liderar con el ejemplo. El país, en un futuro a la vez utópico e imprescindible, deberá ser un exportador de energía y tecnologías sustentables, deberá ser un oasis de conservación natural y, dada la profundidad de la crisis ambiental, debería empujar en favor de un acuerdo internacional para imponerle un costo a las emisiones de carbono y cobrar las tarifas de importación consecuentes a los países que se rehúsen a cooperar. Esto requerirá valentía y capital político, así como mucha solidaridad internacional y coordinación regional (solo un bloque regional, tal vez latinoamericano, se podrá sentar a negociar al tú por tú con China, la Estados Unidos o Google).

Ya es demasiado tarde para evitar la catástrofe; miles morirán y millones van a sufrir por el caos que viene —la enorme mayoría será pobre. Pero sigue siendo tiempo de salvar una porción del planeta que nos permita sobrevivir y, tal vez algún día, prosperar. Se requerirán acciones radicales para lograrlo; acciones que nuestro actual gobierno no está tomando.

Y es por esto que Andrés Manuel López Obrador arriesga ser considerado el peor presidente de la historia de México. Habrá un futuro no muy lejano en el que todos hayamos muerto, y nuestras vidas y nuestro gobierno serán contemplados con una distancia histórica, pero las consecuencias de la calamidad climática serán milenarias e, indudablemente, nosotros, que durante años pudimos hacer algo al respecto y no reaccionamos, seremos juzgados con severidad. Pero un gobierno que no solo desaprovechó la situación sino que, con todo el capital político que tenía, activamente desmanteló y tomó acciones para revertir las pocas soluciones que se habían implementado, será condenado al séptimo círculo del desprecio.

Por suerte —para el legado de AMLO y nuestras futuras generaciones—, todavía no somos historia. Hay mucho que hacer para mitigar y, en consecuencia, revertir el daño. El momento de «hacer historia» es ahora o nunca.

 

Imágenes de Mario Delgado

Alejandro González Ormerod. Historiador y escritor anglomexicano, colabora en Letras Libres Nexos. Es coautor de Octavio Paz y el Reino Unido (FCE, 2015). Actualmente es editor de El Equilibrista, columnista deLiteral Magazine y titular del podcast Carro completo, dedicado a la historia y la actualidad política. Twitter: @alexgonzor. 

 

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Posted: May 21, 2019 at 9:17 pm

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