Fiction
Buenas tardes, señorita…

Buenas tardes, señorita…

Rodrigo Durana

(Fragmento)

Tres días seguidos acudí al mismo lugar, puse mis latas de Coca-cola, incluso las cambié por Pepsi y hasta Big Cola, pero no podía jalar del gatillo del revólver de mi difunto tío. Leí libros de autoayuda: ¿Quién se ha llevado mi queso?, Por favor sea feliz, De víctima a protagonista, vi en internet algunos videos de Miguel Ángel Cornejo, Tirar la vaca, quise dejar de ser profesor y convertirme en un emprendedor brucewilliano jalando del gatillo, pero nada. Un alumno alguna vez me había recomendado escuchar a Molotov, Metallica, Megadeth, Sepultura, Anthrax y Pantera; los bajé a mi iPod, los escuché, pero nada, hasta comenzaron a gustarme, medio los había oído, pero nunca les había puesto atención; incluso escuché metal sueco: Aeon, Avatar y Witchery, pero nada de nada.

Pensé en la oligarquía de las televisoras y los medios telefónicos, pensé en los gobernantes, en microbuseros, en todos los males del país, pero no podía disparar; tan fácil que sería mover el dedo para accionar la mentada pistola, pero no podía. Quizá me lo impedía el pertenecer al Planeta Scooby, ése en el que somos unos pobres perros babosos, llenos de miedo a todo, encerrados en una granja donde se nos han creado necesidades básicas y la posibilidad de satisfacerlas, como televisión por cable, un auto, cornflakes, Coca-cola, el depa, el teléfono celular, el cual cambiamos cada año por uno más moderno y con acceso a internet y acceso a las putas redes sociales que sólo nos quitan el tiempo, nos hacen decir pendejadas al por mayor y leer las pendejadas que otros dicen, y así ser muy felices, pues trabajamos por tres pesos y nos gastamos los tres pesos en las mierdas que ellos mismos producen, como tienda de raya del siglo XIX: seamos felices, trabajemos y consumamos en la granjita del amor: ¡Planeta Scooby! Pues ni así pude jalar del gatillo, el cristiano de moral decadente que llevaba dentro había ganado, San Ignacio de Loyola seguramente me miraba desilusionado desde el cielo, mientras yo, derrotado, guardaba el revólver en mi mochila.

Me gasté cuatrocientos cincuenta pesos en arreglar la chapa de la puerta de mi casa y en los taxis a la gasolinera y de regreso, pues a media carretera se le acabó el combustible a mi vocho. Al lunes siguiente, pagué los otros cuatrocientos cincuenta pesos de la comida del supervisor de la SEP y comencé a viajar en microbús. En una junta de profesores la señorita directora preguntó que quién había ido a la asamblea organizada por la universidad, tres compañeros y yo levantamos la mano, la señorita directora nos cuestionó la razón de tal desacato.Portada

—Me llegó un correo de la administración central que decía que tenía que ir a la junta, señorita directora.

—Cómo eres pendejo, ni tú ni nadie puede ir a ninguna asamblea de ninguna pendeja administración central ni de nada, a menos que yo se los ordene. ¿Te dije que fueras?

—No, señorita directora.

Y en verdad no sabía, incluso hasta había participado y mis sugerencias habían sido anotadas en el acta de la asamblea a nombre de la escuela, con lo que pensé que me ganaría la simpatía de la señorita directora, pero estaba un poquito equivocado.

—¿Te avisé con alguien que fueras?

—No, señorita directora.

—¿Entonces por qué, puta madre, fuiste a esa pinche asamblea de mierda? ¿Qué no sabes que nosotros no tratamos nada con la administración central? No nos quisieron cambiar la camioneta de la facultad y el otro día casi me muero porque se me descompuso a media noche en pleno bulevar.

—Disculpe, señorita directora, yo no sabía.

—No sabías porque eres un pendejo, eso es lo que eres, un soberano pendejo, me hiciste quedar como idiota ante ellos. ¡Te estás ganando que te corra!

Yo tenía la mirada en el piso, la levanté un poco para ver si mis compañeros me daban una mirada de apoyo o aunque sea de lástima, pero los otros setenta y tantos maestros miraban hacia abajo, supongo que sintiendo vergüenza ajena, o miedo tal vez. Nunca nadie me había dicho pendejo, quizá de niño jugando futbol, pero no lo recordaba, nunca nadie me había humillado de tal forma, ni en privado, ni en público, mis padres a lo mucho me habían regañado alguna vez por alguna nota mala, pero semejante humillación jamás. Sentí un dolor profundo en mi corazón, recordé a Rocío saliendo del cubículo con la daga que había hecho añicos mi corazón, recordé a Barbie, mi perrita muriendo en mis brazos, quise llorar, pero apreté los puños, el estómago y el culo para evitarlo; sólo una lágrima salió de mis ojos, rápidamente la limpié y jalé fuertemente una bocanada de aire. La señorita directora salió del auditorio sumamente enojada por el terrible error cometido por mí y por mis tres compañeros, quienes se salvaron de ser ridiculizados en público; los demás profesores salieron y yo me quedé sentado en la butaca de la vergüenza, en la butaca de los pendejos.

Este fragmento forma parte de Buenas tardes, señorita…, novela puesta en circulación por estas fechas bajo el sello de la editorial Nitro Press.

Rodrigo Durana VERTICALRodrigo Durana ha publicado los libros de cuentos El Güevo, oclusión ultracostumbrista (2007), El calzón de Margarita (2008) y, de teatro, El Planeta de los Simios no es de Kubrick (2011). Conduce el programa de radio Ay, Guajo en Radio Buap.


Posted: April 21, 2016 at 9:25 pm

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