Essay
Cicatrices

Cicatrices

David Miklos

Para todos los que se fueron en 2016 y para todos  los que permanecemos en 2017

1. En 1977, cuando finalmente me atreví a ir al campamento escolar, cursaba segundo de primaria y mi maestra era nueva y se llamaba N.

Llegamos a Camohmila, en Tepoztlán, Morelos, y nos asignaron la cabaña nueva, una escueta construcción de latón distinta del resto, hechas de madera y, de algún modo, asimiladas a la idea de un bosque.

Una vez elegidas nuestras literas en la cabaña anómala –yo me recuerdo en una cama superior–, N. nos dijo que el momento de ir a nadar a la alberca había llegado, que nos pusiéramos los trajes de baño.

Antes de que alguna o alguno de nosotros pudiera preguntar por el vestidor, N. se desprendió de su playera blanca –no llevaba brasier–, luego de sus pantalones de mezclilla, y se mostró desnuda ante una cuarentena de ojos sorprendidos.

Pasado el azoro, seguimos el ejemplo de nuestra maestra y nos desvestimos sin mayor pudor, nos pusimos los trajes de baño y nos fuimos a nadar a la alberca, como si nada hubiera pasado.

Hace 40 años, la escuela en la que estudiaba la primaria era activa, una emulación –pero sin el internado en el campo– de la Summerhill escocesa de A.S. Neill, con sede en una casona de las Lomas de Chapultepec, en los 500 de Reforma.

Más que clases de educación sexual, se ofrecían ejemplos de cómo el sexo no era malo, sino un asunto a la vez amoroso, originario y, claro, biológico.

En ese sentido, la acción desnudista de N. respondía a una serie de principios que, hoy, en el milenio de la vigilancia y la corrección política, no serían tolerados –imaginen que N. hubiera sido un maestro y no una maestra: ¿habría diferencia?–, aunque no recuerdo que el evento volviera a ocurrir en los días siguientes.

Sí.

N. fue la primera mujer a la que vi desnuda y que no era mi madre –supongo que muchos de mis compañeros ni siquiera habían visto a sus propias madres desnudas–, y la escena en la cabaña de latón de Camohmila es una de las efemérides principales de mi infancia, así como uno de los vectores narrativos de mi obra literaria.

Una marca indeleble, pues, en mi existencia: los pechos liberados de N. y una mata triangular y tupida de vello púbico, oscuro, al centro de su cuerpo, muy ad hoc con la aparente no moda de la época.

Lo que N. me enseñó, desnudez aparte, me es aún invaluable, y el recuerdo lo revivo y lo conservo con celo, para que el olvido nunca se lo cobre.

2. El domingo, día final del campamento que había comenzado el viernes, regresaba corriendo a la anodina cabaña de latón luego de pescar renacuajos en el riachuelo que servía de frontera norte al campamento.

Me tropecé, las agujetas desatadas, y, para no darme de cara con el suelo –no había pasto, sino tierra desnuda: la superficie más real del planeta–, metí las manos y caí de lleno sobre la parte interior mi antebrazo izquierdo.

Probablemente había un trozo de cristal o algo filoso en el sitio de mi caída, ya que apenas me incorporé para sobarme descubrí una herida en mi piel, la sangre mezclada con la tierra, un lodo carmesí  que me lavé con jabón.

Sin más, cubrí la cortada con una curita, orgulloso de no haber llorado ni pedido auxilio, además de que nadie había atestiguado mi trancazo.

Con el paso de los años, la cicatriz de dicha cortada creció junto con mi propio brazo, hasta ser una marca gruesa y de más de diez centímetros de largo, un rastro de carne sobre la propia carne que luego parece la acción de un suicida fallido y no el fruto de la simple caída de un niño de siete años sobre la madre tierra.

3. Cito aquí un fragmento del Aquiles (2001), de Elizabeth Cook, que le da voz al joven estudiante de medicina inglés Keats, ya casi convertido en poeta:

Nuestros cuerpos no se rehacen de nuevo por entero cada siete años: se erosionan y renuevan constantemente hasta que la renovación se detiene. Lo que más persiste es lo que está menos vivo. El tejido de una herida, por ejemplo: un material intratable, perdurable. Una vez que el cuerpo se apresura a repararse a sí mismo, el lugar de la reparación permanece inalterable; incapaz de renovarse de nuevo.
Cuanto más perdurable, menos vivo.
Cuanto más sólido, menos real.

¿Qué somos, nosotros, humanos, sino la suma de nuestras cicatrices, evidentes o internas, físicas o metafísicas, racionales o emocionales?

¿Qué somos sino todo aquello que no se regenera en nosotros –lo menos vivo–, todo aquello que se acumula, las marcas que el tiempo –lo menos real– va dejando en nosotros?

Somos, nosotros, un manojo de efemérides preservadas en el ámbar de la memoria, lo mismo que la historia busca ser la verificación de hechos ocurridos a lo largo y ancho del tiempo, la constatación de que tales eventos tuvieron lugar y se encuentran depositados en la entraña de un archivo o en un texto notarial indeleble.

Hay, sin embargo, marcas ocultas, invisibles –o no evidentes a simple vista, aunque muchas veces nos ofrezcan un asomo–, tanto en nuestras historias personales como en la Historia mayúscula.

Cicatrices, pues, a las que aún no les da el sol: hechos, heridas luego más frescas que aún no se han vuelto cicatriz, más vivas que muertas, situadas en un raro limbo que no es otra cosa sino la prolongación del presente y la negación del pasado.

Es decir: hay heridas que no se dignan a ser historia, que buscan permanecer abiertas, en carne viva, y que se niegan a convertirse en aquello que, una vez inerte, permanecerá en nuestro cuerpo o en nuestra memoria como una marca de aceptación, como la huella indeleble de un recuerdo.

Y entre más nos quede claro que dicha cicatriz no es más herida sino carne sobre nuestra propia carne que nunca se regenerará –y allí donde digo carne puedo decir recuerdo o memoria–, más proclives seremos al bienestar, por así decirlo, histórico, ya sea emocional o racional.

Cada cicatriz es parte de nuestra educación emocional, sentimental, aun racional.

Es decir: cada marca que nuestro cuerpo lleva en sí, física o metafísica, es parte de nuestro aprendizaje.

Y entre más capaces seamos de aprender del residuo físico de nuestras heridas o de los eventos importantes que guardamos con celo en nuestra memoria, de su evidencia en nosotros, más humanos, más felices podremos ser.

4. A cuatro décadas de mi caída y del origen de una de la primera de mis cicatrices, tanto físicas –en la parte interior de mi antebrazo– como metafísicas –la imagen de N., desnuda, en mi memoria, luego en mis letras–, el cuerpo de mi hija Anna se ha regenerado, célula con célula, por vez primera.

Durante sus primeros siete años de vida, Anna ha acumulado cicatrices, marcas permanentes y no regenerativas, en varias partes de su aún pequeño cuerpo.

Una debajo del hombro izquierdo, luego de la reacción de sus anticuerpos ante la vacuna contra la tuberculosis.

Otra en un costado o aleta de la nariz, después de que corriera hacia la uña y el abrazo de su madre.

Y una más en el lado izquierdo de su barbilla, el rastro del rasguño accidental de Ella, su gata predilecta.

¿Cuáles serán, hoy, sus primeras efemérides, las primeras marcas metafísicas en su breve pero intensa historia?

¿De qué se acordará Anna en 40 años, cuando lea estas palabras mías y descubra el sino de mis propias cicatrices?

No lo sé, aunque alguna idea tengo de lo que mi hija conserva en su memoria, y sé que la mayoría de sus recuerdos son felices, aunque también es dueña de eventos dolorosos que, cuando se pone triste, evoca o lamenta, como la muerte de su gata Billie, la desaparición de mi gato Joe o el regreso a Francia de Valentine, su primera maestra.

Cada vez que Anna llora y está conmigo, yo la abrazo y la contengo, busco entender aquello que le duele y espero a que ella le ponga nombre o marca a su dolor.

Más pronto que tarde, el momento pasa.

Miro su cara, el par de cicatrices que allí se han instalado, y su sonrisa se funde con la mía.

Luego nos reímos.

Sonoramente.

*Imagen de portada Rafael Navarro

Miklos1David Miklos es autor de La piel muertaLa hermana falsa La gente extraña, así como de Miramar, entre otras novelas. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como jefe de redacción de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.

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Posted: January 17, 2017 at 10:37 pm

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