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De cara al personaje: Eduardo Antonio Parra

De cara al personaje: Eduardo Antonio Parra

Alfredo Núñez Lanz

Cuando leo una novela biográfica suelo imaginarme al escritor enfrentándose a su personaje en una suerte de diálogo que oscila entre la admiración y la franca querella. Lo imagino debatiéndose entre la fidelidad y la traición, en el límite del respeto y la tentación magnética de la ucronía. Aún cuando leyera todo lo que ofrece la Historia —con mayúscula— y conozca hasta los vicios del héroe, siempre habrá algo que al biógrafo le es inasible y precario. Ese misterio, aunado al de la hoja en blanco, es el que subyace en toda la buena prosa biográfica. Y en el caso del novelista, su abismo es aún más ignoto, pues con su escritura trata de ir ahí donde los documentos no llegan, indaga en el pulso detrás de las firmas en cartas y tratados. Para no sucumbir al discurso apologético y su exaltación intrínseca el novelista tiene sólo un recurso que en sí mismo resulta desestabilizador y paradójico: bajar al héroe de su pedestal para mirarlo de tú a tú.

En El rostro de piedra Eduardo Antonio Parra renunció a las convenciones de la novela biográfica. Originalmente publicada en 2008, con el prefijo “Juárez” –que tuvo a bien suprimirse en esta nueva edición de Era, pues resalta su carácter literario por sobre el histórico– esta ambiciosa novela sorteó los desafíos que presuponen abordar una figura tan icónica como manida. Cuando se elige a un personaje que cualquier mexicano ha llevado en su cartera, lo ha visto representado en obras de teatro escolares o incluso ha pregonado sus dichos a diestra y siniestra, es fácil caer en la complacencia del retrato heroico. Lo que esperaría un lector convencional de una novela más sobre el “Benemérito de las Américas” son las formas que habrán de abonar más al mito y, quizás, enterarse de algún aspecto que pasó desapercibido a los ojos de viejos historiadores. Las expectativas en el lector enterado son quizá más cortas pues, ¿qué más se puede decir del drama épico de la Guerra de Reforma?

La validación crítica vía la documentación histórica me resulta un tanto prepotente: “yo sé que tú sabes porque consultaste mis fuentes”, parecen decir los historiadores con gestos de ego satisfecho. Pero el material bibliográfico, al tratarse de un héroe de la patria tan estudiado no sólo en México sino en la academia extranjera, a estas alturas es más o menos el mismo. Aunque el trabajo documental que subyace en la novela es estupendo, lo que me parece más interesante es su manufactura artística, sus alcances estéticos.

El rostro de piedra (Era, 2009; 2017) nos presenta a un Juárez insomne, achacoso y paranoico que halla un pequeño consuelo en sus paseos nocturnos por un laberíntico Palacio Nacional, víctima de sus propios recovecos. Nos sitúa ante la otra cara del héroe que confunde el zumbido de una mosca con el murmullo de la muchedumbre belicosa que en 1871 está incrédula de que haya ganado una vez más en las urnas. Don Benito, sumergido en un pesar hamletiano imagina “que las sombras y los rincones del edificio deben albergar también los ecos del repiqueteo de la pierna falsa de Santa Anna”, junto a los fantasmas de otros ídolos, los murmullos de otros tiempos.

Con esta decisión, Eduardo Antonio Parra renuncia a ver a su ídolo a la distancia de las altas efigies y es capaz de mirarlo de frente e incluso increparlo con ese narrador omnisciente que a veces salta de la tercera a la segunda persona. Este juego de voz narrativa resulta tan efectivo que como lectores somos capaces de cuestionar las decisiones del héroe, sentir sus miedos, compartir sus flaquezas, seguir la lógica de sus pensamientos e incluso compadecernos de su vejez testaruda: “La soledad en el poder, que es quizá la peor de las soledades, porque te hace sentirte semejante a un dios, por encima de los demás hombres, único habitante del ámbito de las alturas: un Huitzilopochtli que observa cómo los humanos inferiores se inmolan e inmolan a otros en su altar”. 

La novela se enriquece gracias a este narrador tan flexible como enfático, capaz lo mismo de subrayar las proezas políticas de Juárez como de condenar su tentación dictatorial a manera del juez más implacable: la voz de la conciencia. Este narrador-conciencia que increpa a su personaje también expone sus emociones y ofrece la vida íntima, por supuesto imaginaria, y quizá más rica que la que recogen los biógrafos. El autor se mantiene fiel a los hechos históricos pero no acota la libertad imaginativa cuando entreteje con maestría la psique de su protagonista.   

En El rostro de piedra los acontecimientos se nos presentan con el pulso de una novela negra. La mayoría de las escenas se desarrollan en ambientes cerrados: la oficina de Juárez, su alcoba, las horrendas tinajas de San Juan de Ulúa o el palacio de gobierno en Veracruz. Esta decisión descansa en la propia Historia, pues como político, Juárez nunca estuvo en el frente burlando las balas de la guerra. Sin embargo, la aguda pluma de Parra logra que estas atmósferas aparentemente seguras se pueblen de tensión y mantengan al lector en vilo gracias al enfoque en el misterio que llevan consigo las cartas, los visitantes, los ruidos y las sospechas de traición, elementos que hacen cimbrar estas paredes.

El autor supo aprovechar la intriga política y generar el suspenso mediante un recurso que domina a lo largo de la novela: la superposición de dos planos temporales. Son dos tiempos y dos líneas de acción que ofrecen sus propias problemáticas, sondean en sus misterios, informan y escudriñan en el mismo objetivo: lo humano. Este recurso no sólo muestra a Juárez afincado en sus contextos, actuando en consecuencia de la mano de sus aliados, sino que abre la posibilidad de conocer el desarrollo de su pensamiento y su declive. La temporalidad dual representa un reto también doble, pues los hilos de la trama deben amarrarse sin quedar sueltos. Así, el capitán andrógino de seductores ojos verdes que hechiza al presidente con su belleza y lo hace dudar de su hombría al grado en que ve en su presencia una especie de castigo por despojar a los curas de sus bienes, reaparece salpicando la novela con lo abyecto, abriéndole paso al lector hacia las zonas negras y ocultas del espíritu donde los vicios y la soberbia se convierten en otro enemigo.

La prosa de Eduardo Antonio Parra no flaquea ante los errores y contradicciones de su héroe. Se mantiene igual de vibrante tanto en las horas más oscuras como en los pasajes amorosos y nostálgicos por la siempre amada Margarita Maza. El tratamiento de las imágenes, casi siempre profusas y arrebatadoras provocan, por ejemplo, que el infierno de Juárez en San Juan de Ulúa bien pueda ser el de cualquier prisionero sin rango ni renombre. Gracias a su precisión, Parra nos obliga a pensar en la suerte de los diablos que habitaron ese calabozo donde la humedad y la sal traspasaban la carne y la oscuridad enloquecía al más valiente.

Parra arremete contra la ubicuidad cliché de su personaje con el valiente impulso que llevó a Reinaldo Arenas a afirmar en su Mundo alucinante que él y Fray Servando eran la misma persona. Este ejercicio de trasposición de la identidad, de encarnarse en los ojos del otro para comprenderlo y quizá comprenderse es la que me parece una de las más altas posibilidades de la narrativa. Implica ofrecer aquello que afirmaba W. Somerset Maugham en su extraordinaria frase:¿Qué ha de darnos el escritor? A sí mismo”.

Alfredo Núñez Lanz es autor de los libros Soy un dinosaurio (conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera(Ediciones Era, 2017) . Ganador del IV Certamen Internacional de relato breve en Cáceres, España, 2005 y finalista del Premio Nacional “Sergio Pitol” de la Universidad Veracruzana en la categoría de relato en 2006.  Fundador de Textofilia Ediciones. Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA en el área de novela, 2014-2015 y 2016-2017. Su Twiter es @NunezLanz

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Posted: May 8, 2018 at 9:31 pm

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