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De pie

De pie

David Miklos

“Ese niño tenía que existir”, dice mi madre y nos cuenta que en el registro civil parisino consiguió que le dieran la fecha de nacimiento de su hermano siete años menor, René, al que nunca conoció y que su madre, Anna, dio en adopción durante la posguerra: 20 de marzo de 1948.

Escribo las líneas anteriores el 22 de septiembre de 2017, viernes, cuatro días después del temblor que casi acaba con Jojutla, Morelos, y que provocó el derrumbe de una cincuentena de edificios en Ciudad de México, mi Distrito Federal, en este país que, desde hace mucho tiempo, no deja de ser una zona de desastre.

Hace 32 años y cuatro días, mi hermana entraba a la escuela a las ocho; yo, media hora después. Ella tenía 12 años; yo, 15 recién cumplidos. A las 7.19 de la mañana, mi cama, sobre la que hacía la tarea, comenzó a moverse. “¿Qué haces?”, le pregunté a mi hermana, pero ella no estaba allí. Al interior del clóset, mis prendas se balanceaban. Era, sí, un temblor. El temblor. Ese movimiento de tierra que terminó de ponerle el punto final tanto a mi infancia como a aquella de la sociedad civil mexicana, puesta en jaque, inmovilizada en octubre de 1968, 17 años atrás.

Era 1985, Internet aún estaba en pañales y los celulares, no inteligentes, eran unos tabiques enormes que aún no estaban en las manos de todos: el teléfono seguía siendo el medio de comunicación personal más inmediato y eficiente, y tanto los periódicos como la radio y la televisión eran los contenedores de la información más fresca y relevante del país y del mundo.

Mi padre nos llevó a sendas escuelas, porque mi madre salía de viaje ese día (a París: siempre a París, su gran terruño, aunque en realidad ella había nacido en Montauban, al sur, en 1941). No recuerdo que encendiera la radio. Sólo entendí que algo grave había ocurrido cuando muy pocos de mis compañeros llegaron al salón, a la escuela misma. No tuvimos clases. Y regresamos a casa. Sólo entonces, comenzamos a comprender lo que había ocurrido: buena parte de la ciudad se había venido abajo.

La ola de solidaridad, previa a la ola del Mundial venidero, pronto llegó a mi puerto y me vi ayudando como mejor pude, en un centro de acopio en la Universidad Anáhuac del norte, muy cerca de mi hogar suburbano, más allá de la ciudad, en el poniente, ya en en Estado de México. Recuerdo el movimiento incesante de manos y de pies, anónimos, una bodega improvisada rellena de medicamentos, cobijas, ropa, yo y mis congéneres ayudando a subir cosas a los coches que las llevarían al corazón de la ciudad, a la zona de desastre que yo aún no había visto.

No tenía noticias de mi mejor y más antiguo amigo, habitante de la Condesa: imposible comunicarse por teléfono. Tampoco tenía noticias de mi madre, en Francia, ni ella de nosotros (en el extranjero, luego nos dijo, la noticia era que el país entero se había venido abajo). Todo, a excepción de la ayuda, era más lento entonces, hace 32 años.

No recuerdo cómo volvimos a la normalidad, pero, como siempre, la normalidad terminó por imponerse. Recuerdo, eso sí, los teléfonos públicos de pronto gratuitos, a los que no había que echarles más una moneda de veinte para que funcionaran; permanecieron así durante mucho tiempo. Las clases se reanudaron. 1985 llegó a su término. Y, en 1986, poco antes del Mundial, se cayó un avión de Mexicana en el que viajaba cerca de una docena de conocidos míos.

Sólo ahora que escribo este texto vislumbro la cercanía entre unos y otros eventos, el temblor y el accidente aéreo, la solidaridad del otoño de 1985 y el jolgorio del verano de 1986, la ciudad abatida y, pronto, de nuevo en pie, escenario de una gran fiesta.

Tres décadas y dos años después, volvió a temblar el 19 de septiembre, ya no pasada la madrugada, sino a las 13.14 horas, poco antes de la hora de salida de los turnos diurnos de las escuelas mexicanas.

Curiosamente, y por un raro azar, yo no me encontraba en Ciudad de México, mi DF, sino en Tecamachalco, Naucalpan, Estado de México, no muy lejos de mi antiguo hogar infantil. Un par de horas antes, en mi lugar de trabajo, habíamos conmemorado el temblor del 85 al sumarnos al macrosimulacro que, desde aquel infausto día, llevamos a cabo, como para verificar la vigencia del tatuaje mnemotécnico que todos los que vivimos aquel temblor tenemos en nuestro ser.

Cuando la tierra dejó de moverse y volví en mí, comencé a mandar mensajes a los míos y a revisar la línea del tiempo de Twitter. Pronto, la noticia de un primer derrumbe. Media hora después, ya sabía que la catástrofe había tocado la puerta de la ciudad y otras partes del país de nuevo. Manejé angustiado, nervioso, a mi casa, aunque ya sabía que mi hija estaba bien, que mi novia estaba bien, que mis padres, mi hermana, mi cuñado, mis sobrinos y el resto de mi familia estaba bien.

Yo no estaba bien.

Lo que el temblor de una docena de días antes, el 7 de septiembre poco antes de la medianoche, había despertado en mí, ahora estaba convertido en una especie de dios primigenio que me asolaba: todo se vino abajo otra vez, pensé. Y no supe, no de inmediato, cómo habríamos de levantarnos de nuevo.

Pero nos levantamos de nuevo.

Y aquí estamos, de pie: algunos removemos escombros mientras que otros donamos dinero o sangre, ayudamos en los centros de acopio o llevamos medicinas, alimentos, agua, ropa y cobijas a los mismos, pasamos la voz de lo que hace falta en tal o cual derrumbe, compartimos información veraz a través de las redes sociales, le leemos cuentos a los hijos propios y a los ajenos, nos abrazamos los unos a los otros y nos sumamos a la masa solidaria que, sin tregua, alza a la ciudad y al país, sin necesidad de las instituciones gubernamentales que, de nueva cuenta, responden tarde y mal al evento.

Basta con ser empáticos, como dice mi novia, para formar parte de este todo: todo menos la indiferencia. Somos una sociedad que ha aprendido a rescatarse a sí misma desde 1985: 32 años después, son los nacidos a partir de 1985 los que, de manera natural, han tomado la estafeta de nuestras manos, que no por ello dejan de ayudar, de sumarse a esta fuerza natural que se impone a cualquier sismo, a cualquier catástrofe, a cualquier golpe de la naturaleza.

Hoy quisiera contarles la historia de ese niño que tenía que existir, mi tío René, dado en adopción hace tantos años y al que ninguno de nosotros conoce.

Pero esa historia tendrá que esperar.

Aunque es esa historia la que hace todo esto posible.

Y aquí estamos.

De pie.

 

David Miklos es autor de La piel muertaLa hermana falsa La gente extraña, así como de La pampa imposible, su novela más reciente. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como director de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.

 

 

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Posted: September 24, 2017 at 6:44 pm

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