Essay
Diario de un duelo

Diario de un duelo

Martha Bátiz

Cuando uno emigra sabe que al tomar esta decisión está aceptando poner una clara y gran distancia física de sus seres y lugares más amados. Uno sabe que se enfrentará a muchos retos: un clima distinto, otra mentalidad e ideología, un camino cuesta arriba para conseguir trabajo, labrarse una nueva identidad y un futuro. Lo que uno nunca piensa cuando se va, porque si lo pensara quizá perdería el valor de irse, es qué va a pasar cuando llegue el momento de que, en ese lugar nuestro de origen, en ese sitio lejano donde siempre habita la mitad del corazón, muere uno de nuestros padres.

El pasado 27 de febrero por la noche mi madre, la pianista mexicana-venezolana-polaca Eva María Zuk, dejó de existir. Ella estaba en la Ciudad de México y yo en Toronto, trabajando en el momento más ajetreado de mi semestre universitario. Por supuesto, ahora que miro hacia atrás siento que hubiera debido ir a pasar con ella esas últimas semanas de su vida (que, en aquel momento, no tenía idea serían las últimas), que hubiera debido no estar tan lejos, pero cuando uno emigra las responsabilidades y las obligaciones aquí muchas veces están peleadas con lo que uno quisiera hacer, y para cuando supe que había sido internada en el hospital y compré mi boleto para tomar el siguiente vuelo, ya era demasiado tarde.

Escribí, en aquellos días, algunas entradas en mi cuenta personal de Facebook intentando poder amansar la tormenta de sensaciones y emociones que me nublaron el pecho y los ojos. Ahora, a casi ocho meses de distancia, creo que estoy lo suficientemente fortalecida para compartir estas palabras y hacer con ellas lo que todo escritor hace: prestárselas al dolor de quien quiera vestirlas. Vaya, entonces, este diario, porque sé que todo aquel que ha enfrentado una pérdida como esta podrá acomodar sus pasos en las huellas de estas, mis pisadas.

Febrero 28: Mi mundo es sal, es falta de aire, es incredulidad. Ha muerto mi madre. Mi maleta está lista. Mi luto y yo salimos mañana a la tierra que me vio nacer y ahora va a abrazarla a ella para siempre. No, no puedo dejar de llorar.

Marzo 1: Ayer y hoy (re)aprendí una gran lección. No somos más que los cariños que tejemos y los amores que somos capaces de enlazar. Al final no es nuestro trabajo, no son nuestros bienes ni nuestros premios lo que importa, porque todo eso se queda atrás. Lo que importa, lo que nos forma y nos sostiene, y lo que somos, son infinitas y finísimas redecillas de afectos, de recuerdos, de momentos felices y tristes, que como nuestra piel, son permeables y frágiles y nos protegen el corazón. Y es gracias a ellas que el viaje de la vida, con sus obstáculos y su inevitable final, vale la pena.

Marzo 5: Estos últimos días he aprendido, de la manera más dolorosa posible, que nada de lo que llamamos “nuestro” lo es en realidad. Custodiamos los objetos que nos rodean, que adornan nuestra casa, nuestro cuerpo, nuestra vida, pero no existe tal cosa como “mi” vestido, “mis” aretes, “mi…” absolutamente nada. Porque ninguno de esos objetos se va con nosotros cuando partimos. Lo único que es “nuestro”, lo que nos sigue, son los amores que forjamos, los sentimientos que despertamos en los otros. Ese amor, esa amistad, esas sonrisas que despertamos en los demás, eso es nuestro. No los podemos dejar como herencia, pero son la más valiosa de las propiedades. Los momentos que vivimos y compartimos, los instantes llenos de risas y abrazos, lo que no podemos tocar pero nos toca. Eso es lo auténticamente nuestro. Todo lo demás es inútil, sin importar cuán alto haya sido el precio que por ello hayamos debido pagar. Nada es más valioso que unos ojos que nos miran con amor (y ay, cómo extraño el azul de los ojos de mi madre).

Marzo 10: Dislocada. Así me siento. Como cuando un golpe te desordena los huesos, te cambia todo de lugar. Si pienso en metáforas marinas —aquí, en medio de un frío polar que congela hasta el tuétano— me doy cuenta de que uno, como adulto, va por la vida como barco en altamar, sabiendo que partió de una playa con un faro al que puede regresar. A tientas, quizá; acaso a ciegas, pegándose a la orilla, reconociendo texturas y brotes y salientes con las puntas de los dedos, hasta volver al origen. Pero el origen no es eterno. De pronto, como la Atlántida, se desvanece. Y lo único que queda es el recuerdo, y esa urgencia en las puntas de los dedos para asirse a algo. Pero ya no hay nada. Así hay que reaprender a andar, y a explorar otros puertos. No hay vuelta atrás. La pérdida del eje es inevitable; obligatoria, tal vez. Pero la certeza de su inevitabilidad no hace las cosas más fáciles. Y hay que reaprender a caminar así. Dislocados.

Apoyándose en el recuerdo de lo que fue alguna vez andar con los pies ligeros y el alma llena de promesas. Apoyándose en aquello que no se volverá a ser.

Marzo 24: El duelo es una prenda a la que hay que acostumbrarse, y que hace difícil el andar. Demasiado largo, demasiado justo, corto…, el duelo es vestir algo que no nos queda, que nos sofoca o nos hace tropezar, nos vuelve torpes y nos hace sentir como otra persona. Es una prenda invisible, además, entonces nadie se da cuenta de lo difícil que es empezar el día, seguir la vida y la normalidad cuando nos hemos convertido en esta cosa amorfa a la que nada le viene bien. Nunca me ha costado tanto, tantísimo trabajo terminar un semestre o un año escolar. Obligarme a enfocar la atención en los trabajos de mis estudiantes, obligarme a sentir entusiasmo para tener algo bueno que transmitirles en esas horas que estamos juntos. Todo ha sido un constante obligarme. Faltan dos semanas para el final de los cursos. Van a ser las dos semanas más largas de mi vida. Ojalá que por lo menos, de vez en cuando, salga el solecito.

Marzo 27: Qué sensación más agridulce me deja este día. Hace un mes que murió mi madre. Hace un mes estaba llorándola y preparándome para hacer el peor viaje de mi vida. Hoy todo el día sentí que estaba a punto de llorar, pero la vida no me lo permitió: en mi primera clase del día mis estudiantes escribieron cosas muy graciosas que me hicieron reír; en la segunda cerramos el taller literario con una publicacioncita casera pero cuidada, creada con el esfuerzo y dedicación de una estudiante de tiempo ha que ya es cómplice y amiga. Nos despedimos del curso con pizza y una lectura a la que asistieron profesores que quiero mucho y me abrazaron con fuerza. Y pensé que me quebraría en su abrazo porque cómo olvidar que hace un mes también era lunes y yo zozobraba. Pero no me quebré. Terminamos contentos y llegué a casa a estar con mis hijos, hacer tarea, ir al médico, corregir un texto, preparar y servir la cena. En medio de eso recibí un video con una entrevista hecha justo cuando volví de México y tenía una gripa violenta y una tristeza honda. El video quedó lindo y no puedo sino sentir gratitud. Una extraña gratitud bañada de nostalgia porque sé que a mi madre le habría gustado verlo. Es el tipo de cosas que a las mamás nos gustan, pero no me doy tiempo de contemplar el vacío. Tengo que trabajar de nuevo hasta entrada la noche, para mañana repetir la rutina. Y así por varios días más. Y le agradezco a la vida que me llene de distracciones, de pendientes, de fechas límite, porque si no, le haría caso a mi cuerpo que se muere de ganas de dormir y llorar, sin ningún orden determinado, simplemente porque estos son los verbos que no, no he podido conjugar para mí misma desde que vi la urna con las cenizas de mi madre.

Marzo 31: “En el transcurso de un día, el corazón adulto late más de ochenta y seis mil veces. En un año, más de treinta y un mil veces. Para cuando tenemos 70 años, el corazón habrá latido 2.3 billones de veces”. Me compré una revista femenina pensando que aturdirme viendo fotos de zapatos y cremas y ropa y maquillaje que nunca voy a usar sería una buena distracción. Y encontré un artículo escrito por una mujer cuyo bebé tenía un defecto en el corazón y murió unos días después de nacer. Son suyas las palabras que cito aquí, pues con ellas abre su artículo. Hablando del breve tiempo que latió el corazón de su hijito. Eso me puso a pensar. El corazón de mi madre latió 2.3 millones de veces… desde los cinco años de edad siempre al ritmo de la música que tocaba al piano. Esta es una imagen que quiero conservar en mi mente. El latido del corazón humano es el más sabio de los lenguajes.

Abril 4: Es en la noche, cuando todos duermen y la prisa disminuye, que tengo tiempo de pensar en esto. De seguirlo digiriendo. Esta sensación tan rara: mi madre ya no existe. Hoy me persiguió esta frase a lo largo del día. He perdido mi pasado, mi historia, partes de mi historia que no recuerdo pero vivían en ella, y estoy ahora sin entender dónde quedaron esos momentos, esos instantes que habitaban la piel de mi madre y hablaban de las dos, de mi infancia, de nuestra vida juntas, de las cosas buenas y las malas, de lo que fui y ahora sin ella no soy más. Es una nueva manera de existir, aprendiendo a escribir sobre una sombra, y seguir con las prisas cotidianas, con los deberes, cumpliendo con las obligaciones, caminando como sin un zapato, sin una pierna, sin una parte de tu cuerpo, obligándote a imaginarla para no sentir pavor, y aferrándote a cualquier cosa para no derrumbarte. Es aprender a vivir cojo, ciego. Es aprender a ver de otra manera, a caminar de otra manera. Es aprender a domesticar el dolor. Y sé ocultarlo, pero no es dócil. No sé si alguna vez lo será.

Abril 8: Algo más que te enseña el duelo es una nueva forma de conjugar verbos. Ya no es “mi mamá dice”  o “a mi mamá le gusta” sino “decía” y “le gustaba”. Tiempo imperfecto. Nada más imperfecto que dejar de realizar estas acciones: decir, gustar. Dejar de realizarlas porque te moriste. La ironía de la gramática española para alguien como yo, profesora de español. Usar este tiempo verbal hace la pérdida más tangible. Ay, la utilidad del lenguaje… y sus aristas vivas. Este recordarme que sigo aquí, y ella no. Es terrible no poder conjugar más estos verbos en tiempo presente. Y entonces comprendo que esto es porque uno conjuga los verbos en los tiempos en que el corazón late. Y una vez que se calla para siempre, habitas para siempre el tiempo imperfecto. 

Mayo 13: Traigo una tristeza adentro que parece de otra vida. La vida en ruinas de la que ya no soy ni puede habitarme.

Octubre 15: Sigo todavía luchando contra la tristeza. Proceso largo. Vitalicio, supongo. La evasión que me permitió un largo y revitalizante viaje familiar durante el verano, las ocupaciones cotidianas como profesionista y madre de familia me han permitido optar por refugiarme en una nueva idea. Mi madre se ha ido de viaje. No oigo su voz, no sé de ella, porque viaja lejos. Pero sé que está bien y que, algún día, emprenderé el mismo viaje y llegaré al mismo sitio donde se encuentra. Entretanto, trato de guardar en la mente el recuerdo de lo que quiero contarle. “Hola, Mamá, fíjate que nos pasó esto y lo otro, y vi tal cosa y tal otra”, y ella me mirará con sus enormes ojos azules y esbozará una sonrisa. La misma sonrisa que me gusta pensar que adorna su rostro ahora mientras me mira y me acompaña. Porque también he logrado entender, por fin, que no importa que ella no esté conmigo, mientras yo esté con ella. Y está. Estamos.

*Imagen de Guillermo Pérez

 

Martha Bátiz es escritora. Entre sus libros están A todos los voy a matar (Castillo Press, 2000) , La primera taza de cafe (Ariadna Press, 2007), Boca de Lobo (Instituto Mexiquense de Cultura, 2008) entre otros. A recibido diversos premios literarios por su obra. Su Twitter @mbatiz

 

 

 

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Posted: October 23, 2017 at 10:05 pm

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