Fiction
EL BARCO CABALISTA

EL BARCO CABALISTA

Angelina Muñiz-Huberman

Poco a poco, en medio del mar, el barco pirata el Álef  fue perdiendo su tripulación de manera inescrutable, ¿aleatoria? Un domingo desaparecía uno de los marineros mientras arrojaba baldes de agua para lavar la cubierta. Un lunes, no había modo de encontrar al fogonero. Un martes, el que pulía las catalejos, el sextante y otros instrumentos no era visto más. Un miércoles, el piloto no empuñaba el timón. Y así por el resto de la semana.

La tripulación iba disminuyendo según pasaba el tiempo. El timonel no fue encontrado, los oficiales se esfumaban, el piloto no apareció, el capitán estaba ausente.

El Álef navegaba en círculos cada vez más amplios y regresaba una y otra vez sobre su misma ruta. Cuando se quedó solo, Dan, el grumete, encaramado en el palo mayor contemplaba la inmensidad del mar. El tiempo se había borrado y se quedaba horas y horas o, a lo mejor, minutos, inmóvil y fascinado ante el horizonte inacabable.

En realidad, el horizonte era un misterio para él.

Su no principio ni fin lo igualaba con una extraña fuerza de la divinidad innombrable. El horizonte como espacio libre y creador.

El horizonte como sueño no completado.

El horizonte, arco iris abierto.

El horizonte, signo de la esperanza.    

El horizonte, horizonte.

Desde lo alto del palo mayor Dan, el grumete, que solía leer en sus ratos libres algunos fragmentos del Zohar, recordaba las historias de viajeros que nunca llegan a su meta, de lectores que nunca acaban de leer aunque estén en la última página, de mensajes cifrados que cambian con cada lectura y de fórmulas mágicas en torno a la construcción polémica. Para él, vivir era perderse en el mapa sin fin de las palabras,  mientras que desempeñar su oficio de grumete era una reflexión filosófica sobre el mundo.

Con frecuencia, Dan era presa de un mareo ontológico y existencial que le hacía perder el equilibrio y tener que apoyarse en cualquier objeto o sujeto estables a su alcance. Ahora bien, desde lo alto del palo mayor esto era imposible por más vueltas que pareciera dar la embarcación. Así que el mareo se convirtió en su estado normal.

Esta situación le permitió ver las cosas desde todos los puntos y perspectivas. En continuo movimiento y sin posibilidad de descanso. Evolucionando y trasformándose. En perpetua alquimia. Con la fragilidad del huevo filosofal. Cuando le contó al cocinero Oseas su peculiar visión del mundo, fue para éste la revelación de las artes escrituriales: ver todo por cada resquicio, por dentro y por fuera, por arriba y por abajo, de pies o de cabeza, de norte a sur, de este a oeste, sin manera de detener tiempo y espacio. O sea,  el paraíso mismo de las letras. O sea, Oseas.

La navegación por los mares de Dios era la perfección espiritual total y abarcante. El constante clímax amoroso. El origen de la vida. La claridad de la mente. El viaje sin retorno. La entrega absoluta.

Era Dan el gran descubridor, el que avistaba tierra primero. El que gritaba las palabras vírgenes. El que deletreaba los sonidos y entonaba la canción de las sirenas. El que hablaba con delfines y ballenas. El que pedía consejos a albatros, pelícanos, martín pescadores y con todos se deleitaba. El que saltaba de la risa al llanto sin  pretexto que lo estableciera.

Desde su puesto de observación notaba cómo el mareo suyo se trasladaba al barco y éste no paraba de dar vueltas, aunque con la ventaja de que no tenía a dónde caer. El único temor es que provocara un remolino tal que entonces sí tuviera dónde caer y se fuera al fondo del mar para siempre.

Dan no sentía la necesidad de descender. Era como si hubiera estado de regreso de un más allá inexistente. Como si fuera la paradoja ideal. En medio de una utópica utopía.

Repasaba su corta pero profunda existencia. Proveniente del puerto de Cádiz estaba predestinado a la vida marinera. Desde su milagroso nacimiento en una cárcel de la Inquisición donde su madre fue torturada y muerta, acusada de empecinamiento por seguir prácticas de criptojudaísmo, hasta que fue sacado de manera oculta y salvó su vida. Trasladado de un país a otro por vía marina, educado en Amsterdam, gran lector de la Torá y del Zohar, terminó por embarcarse en el Álef en busca del sentido de su vida.

Otra de sus lecturas clave fue El libro de viajes de Benjamín de Tudela y de ahí provino la idea de surcar los mares como páginas de libro. Se imaginaba que las olas ponían en movimiento letras que conformaban historias que terminaban en libros sin principio ni fin, escritos y borrados con el oleaje. Se consideraba un autor incesante, de una obra infinita, incatalogable. Las reglas no existían para él, no se preocupaba por cánones, métricas ni géneros: todo lo borraba sin asomo de remordimientos.Tan ecléctico como el Zohar mezclaba cuentos, relatos, esbozos de novela, parábolas, homilías, poemas inclasificables, raspantes y desatados. Y se quedaba tan feliz.

A veces, ilustraba el margen de tales producciones con dibujos de delfines, ballenas, peces espada, tiburones, aves marinas que no le importaba si se hundían en las aguas o si quedarían detenidas, algún día, en trozos de papel, en el caso de que decidiera trasladar las olas a un medio más estable.

Seguía en lo alto del palo mayor y su mareo ontológico se agudizaba. Su mareo literario también sufría de enredos y traspiés, y si algún día bajaba del palo mayor ya no sabría qué escribir ni por dónde empezar. Su idea sería tomar la pluma, mojarla en el tintero y sacudirla sobre la hoja de papel a ver qué pasaba. De esas sutiles manchas azarosas tomando el último rasgo de ahí derivaría una letra y de esa letra otra y otra engarzando las sucesivas manchas en un orden sintácticamente aleatorio.

De las palabras a las frases pasaría a los conceptos que quedarían a la deriva, pero en combinaciones infinitas aunque sin brújula que los guiase. De todos modos, la brújula del Álef daba vueltas sobre sí, y los cuatro puntos cardinales estaban trastrocados. Era una manera de ver el mundo al revés, con la idea de que se enderezara.

Las aves marinas visitaban a Dan y se posaban sobre sus hombros. Le murmuraban secretos y entonaban algún que otro canto. Él les silbaba y aprendía sus melodías. Formaban un coro bastante aceptable al cual solían unirse alguna ballena con su escape de agua vertical y los delfines que por ahí pasaban. Sólo faltaba que alguno de éstos invitara a Dan a pasear sobre su lomo, pero ya llegaría el día. Por lo pronto, el panorama desde lo alto del palo mayor era lo que más disfrutaba y no pensaba en descender enseguida.

Oseas, que era el único tripulante que junto con él había permanecido sin desaparecer, ensimismado en sus labores culinarias le avisaba cuando estaba lista la comida y entre los dos se daban grandes banquetes. Aprovechaban para exponer sus comentarios sobre el Zohar de una manera absolutamente libre y personal, pues el cocinero también era cabalista y un tanto cuanto alquimista.

No les extrañaba la súbita desaparición de la tripulación y los oficiales. Más bien la atribuían a la ignorancia de quienes se habían enrolado en un navío por nombre el Álef sin conocer su significado y que se exponían a sesiones de interpretación mística de las que no tenían ni la más mínima idea. Y ante tanta ignorancia ni siquiera se daban cuenta de su desintegración física.

En cambio, los sobrevivientes, Dan y Oseas, a sus anchas, se valían de las artes combinatorias para sus experiencias metafísicas. Tanto la cocina como el panorama desde el palo mayor servían para entender que este mundo no es lo limitado que se le considera. Para cada pensamiento, platillo o visión marina podían encontrar un  significado profundo en las páginas de los cinco tomos del Zohar.

Su procedimiento de estudio nunca se valió de reglas fijas. Adoraban el azar, sobre todo ahora que la nave se deslizaba por su propio impulso, sin voluntad que la guiara. Así que tomaban cualquier tomo, a ciegas, y lo abrían con los ojos cerrados. Posaban la vista no importa en qué renglón y de ahí partían para leer e interpretar el significado del mundo todo. Consideraban que los libros, las páginas, las palabras, las letras y los espacios en blanco poseían una vida propia junto con un cuerpo y un alma. Era extraordinario contemplar la danza interminable de las letras y el canto de las palabras. Una actividad incomprensible para la desaparecida tripulación. Y seguramente, vituperada.

La imaginación volaba junto con las metáforas, los acrósticos, las alegorías, los anagramas, las antítesis, las censuras, los encabalgamientos, los enigmas, las eufonías, las cacofonías, las hipérboles, las metonimias, las onomatopeyas, las paradojas, las paronomasias, las prosopopeyas, los simbolismos, las ironías, y pare usted de contar.

Lo más interesante era cuando el ritmo de las frases se equiparaba al ritmo marino y las nuevas construcciones lingüístico-oceánicas subían y bajaban, se trasparentaban, se espumaban y daban lugar a magias y prodigios.

En su extensísimo mundo creado de la nada, aunque apoyado en fuentes sagradas, Dan elaboraba teorías incomprobables, teoremas incompatibles, operaciones matemáticas que ya fueran sumas, restas, multiplicaciones o divisiones siempre daban 7. Todo ello sustentado por los sabios y suculentos alimentos que  preparaba el cocinero-profeta Oseas, para quien la comida era arte combinatorio de química, física y herbolaria a la manera seudoluliana. Y, desde luego, dentro de los estrictos cánones kosherísticos.

Una mañana, la vigilancia fiel de Dan le descubrió en el horizonte la presencia de un galeón español. De inmediato, se aprestó a interceptarlo para despojarlo de su rico cargamento como era el deber de los barcos piratas judíos del Caribe que así empobrecían al poderoso Reino de las Tinieblas y vengaban los actos de la Infame Inquisición. 

De inmediato avisó a Oseas para que interrumpiera su cocinar y se aprestara a dar batalla. Esta vez, Dan descendió del palo mayor a toda velocidad y dejó que el galéon se acercara. Como el Álef seguía navegando en círculos viciosos continuó haciéndolo en torno al galéon hasta que sus tripulantes quedaron inmovilizados como por arte de magia. Ni cortos ni perezosos, Dan y Oseas abordaron el galeón y lo más rápido posible, porque sabían que el encantamiento no duraría mucho, fueron acarreando todo su cargamento hasta dejar vacío el barco.

Se alejaron, siempre navegando en círculos, antes de que la tripulación recuperara su movilidad.

Con estas nuevas riquezas y las que habían acumulado de atracos anteriores decidieron que, si el Álef les obedecía, con su peculiar manera de navegar, era hora  de dirigirse a Amsterdam y entregar su cargamento para apoyar causas distintas de las que se había pensado originalmente.

El banquete de ese día mejoró cualquiera otra celebración. La lectura del Zohar se acompañó de acertados comentarios y los círculos del Álef adquirieron un nuevo ritmo y una brillante estela de diamantes, zafiros, perlas y esmeraldas. Su navegación se prolongaría por los tiempos de los tiempos. Esperando llegar y sin saber si se llegaría.

MuñizHubermanAngelina Muñiz Huberman es autora de ¨Hacia Malinalco¨ (2014), El siglo del desencanto (2002), El mercader de Tudela (1998), The Confidantes (1997), Las raíces y las ramas: fuentes y derivaciones de la Cábala hispanohebrea (1993), Dulcinea Encantada (1992), La lengua florida: antología sefardí (1989), De magias y prodigios: transmutaciones (1987), Huerto Cerrado, Huerto Sellado (1985), Tierra adentro (1977) y Morada interior (1972) entre otros.


Posted: October 25, 2015 at 10:58 pm

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