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EL BURKINI Y LOS SHORTS
COLUMN/COLUMNA

EL BURKINI Y LOS SHORTS

Aurora Losada

Aterriza el otoño en Europa y con él se va diluyendo la canción del verano: Burkini para todas. 

Se aleja la musiquita del debate pero el problema de fondo permanece: la crisis de identidad de una Europa tan desconcertada como el niño que no acierta a comprender cómo hay que lidiar con el bully que no le da tregua. Duda entre intentar comprender y razonar, o directamente liarse a piñas para dejar claro que hasta aquí hemos llegado mientras el acosador se hace pasar hábilmente por víctima. 

El burkini, esa prenda que consiste en un traje para la mujer similar al de un buzo, consiguió convertirse en centro de la agenda política en Francia –país que, según parece, ha cometido el error de lograr unas libertades civiles por las que está obligado a tener la paciencia del santo Job–;  en bandera favorita de las feministas de café –cuya solidaridad inexplicable con un símbolo de sometimiento de la mujer tendrá que ser estudiado algún día–; y en tema favorito de los gurús del flower power que usan la palabra islamofobia como un mantra contra todo lo que tenga el atrevimiento de disentir de las normas islámicas. 

El trajecito delicioso, diseñado para tapar a las mujeres de las comunidades islámicas de la coronilla hasta los tobillos en la playa, logró llevar a  Francia a un círculo vicioso que funciona así:

Primero, hay una fractura entre los malos que impusieron la prohibición legal del burkini en las playas de ciertas municipalidades –incluyendo Niza, ustedes recordarán, esa ciudad que sufrió hace un par de meses un atentado yihadista en el que murieron 84 personas– y los buenos, que se levantan ante semejante imposición contra la libertad de estas mujeres que, como sabemos, no son libres de ponerse lo que les dé la gana en Francia o donde sea –ignoramos si más adelante los mismos que se indignaron en agosto con Francia se levantarán ahora por el derecho de esas mujeres a no usar el burkini en Francia o donde sea–.

Segundo, los malos,  llevados por su natural conciencia democrática, revisan sus decisiones legales y concluyen que no quieren caer en la islamofobia, palabra en la que entra todo aquello que rechiste contra ciertas imposiciones islamistas en la vida civil y que los integristas deberían registrar como marca. 

Las razones de la prohibición se fundaban en tres pilares: el burkini, como la burka, el niqab y otras prendas usadas por las mujeres en los países islámicos, va en contra del laicismo del estado francés, atenta contra la higiene en las playas y presenta problemas de seguridad. 

De esas tres, quedémonos de momento  con la primera, que es la que define realmente la situación de choque frontal entre las comunidades islamistas y prácticamente toda Europa. 

A todos estos puntos los diversos grupos de paz y amor  contestaron con protestas indignadas que clamaban discriminación, misoginia, autoritarismo, coerción de libertad de expresión y culto. ¿Les suenan? Son conceptos propios de la misma comunidad que defiende su derecho a imponer el burkini en playas occidentales y el burka en las ciudades. 

Aparentemente, a los franceses les cuesta convivir con la duda de estar cometiendo una injusticia o transgresión de sus propios principios cartesianos. Por tanto, la prohibición fue judicialmente revisada y levantada. 

Y aquí viene el cierre del círculo: los islamistas consiguieron, una vez más, avanzar su agenda usando las herramientas democráticas europeas que tanto desprecian, mientras una célula de mujeres cocinaba a fuego lento un atentado en Nôtre Dame. Suponemos que en este caso para ellas el burkini habrá sido lo de menos. 

El vociferío organizado alrededor del burkini no tiene, sin embargo, comparación con las estampas veraniegas, que consiguieron que la cuestión se debatiera más con las imágenes que con los hechos. 

Cómo olvidar las famosas fotos de los policías obligando a una mujer a despojarse de su burkini en plena playa Niçoise. 

No importa si la mujer estaba infringiendo conscientemente una ordenanza que le prohibía hacer lo que estaba haciendo, o si los policías simplemente cumplían con su deber  o si la imagen falsea la realidad. 

La secuencia de fotos, que no tienen autor conocido, fue distribuida por una agencia internacional y en ella se puede apreciar a una mujer singularmente tirada en medio de la playa como dormida, sin nada, mirando a su alrededor, finalmente rodeada por los policías y, por último, obligada a desprenderse de la prenda. 

Como tuiteó el periodista francés y musulmán Ahmed Meguini: “Hay 35 grados centígrados! Me voy a la playa para dormir una siesta en mi traje de esquí bajo el sol, o sea, totalmente normal”. 

Todo parece indicar que el fotógrafo estaba preparado para registrar la crónica de un incidente anunciado. 

Pero las estampas que no hemos llegado a ver son otras. Por ejemplo, ¿cuántos de ustedes vieron alguna foto del incidente de los shorts en Toulon? 

Seguramente nadie, porque no existe. 

Sin embargo, en esa ciudad costera francesa, en pleno verano, una chica francesa de 18 años fue acosada, insultada y vapuleada en un autobús público por llevar pantalón corto por otro grupo de chicas de su misma edad, y tapadas de arriba a abajo, que a los gritos de puta le amenazaban por no vestir como dios manda, literalmente. 

Poco después, hace tan sólo unas semanas y también en Toulon, dos hombres que paseaban con sus mujeres fueron agredidos por un grupo de islamistas cuando salieron a defender a sus parejas, a las que previamente los centinelas del decoro habían increpado por vestir como unas cualquieras. En este caso sí hubo cámaras de vídeo que grabaron el incidente pero como ya habrán deducido, las imágenes no han dado la vuelta al mundo. 

Según la politóloga francesa Céline Pina, autora del libro Silencio culpable, hay innumerables testimonios de chicas musulmanas en distintas ciudades francesas que son increpadas en sus propias comunidades por llevar faldas cortas y que terminan cambiándose en el baño del bar para no sufrir las represalias de los “guardianes de la virtud” de su barrio. 

Admiro la paciencia de los franceses. Porque más allá del debate sobre si el burkini y la burka atentan contra la seguridad de un país que ha sido salvajemente golpeado, aparentemente por cometer el error de haber recibido a quienes exigen la imposición del atuendo, ambas prendas atentan definitivamente contra algo mucho más básico: los logros civiles en un estado de derecho en el que las mujeres no pueden ni deben ser ciudadanas de segunda, en el que el laicismo debe ser aplicable en todos los espacios públicos y en el que las normas de convivencia están establecidas tras muchos siglos de lucha.  

Sin embargo, la paciencia puede derivar peligrosamente en la pasividad, y los europeos parecen estar cayendo en lo segundo. 

Es interesante observar cómo la Europa de Bruselas que se enfrenta a tres cuestiones fundamentales  (la perspectiva de una desintegración política que cambiaría el rumbo de la historia, el descontento de sus ciudadanos con la clase política que ya está cambiando el rumbo de la historia, y la amenaza permanente de una guerra Santa que quiere cambiar el rumbo de la historia), tambalea, titubea y se intimida ante una prenda de vestir absolutamente absurda –sepan disculpar mi incorrección política– que simboliza a la vez un problema central. 

Ese problema es la identidad de unos estados laicos agrupados en lo que los hace más vulnerables en esta cuestión: sus valores democráticos y su unión sin barreras internas, de libre tránsito y fácilmente conquistable, como señala el politólogo italiano Giovanni Sartori. 

En definitiva, nada ha dirigido tanto el debate sobre el burkini como lo que no es. En contraste, lo que sí ha quedado notoriamente enterrado en la discusión es lo que sí es. 

El burkini no es una cuestión de discriminación contra la manera de vestir de otras –que no de otros. 

No es una cuestión de islamofobia, esa palabrita que no tiene consecuencias reales para los europeos que cargan el sanbenito pero sí para los reformistas musulmanes. 

No es una cuestión de imposición eurocentrista sobre la cultura de otros. Si acaso, es un intento desesperado europeísta por no dejarse imponer la cultura de otros que, tan amablemente, nos recuerdan permanentemente que estamos obligados a permitirles la libertad de expresión que en los sistemas políticos islamistas les costaría la vida. Están en lo cierto: la libertad de expresión es incuestionable en la democracia. La libertad de manipularla, no. 

Por último, podría haber sido una cuestión feminista si no fuera porque una buena parte de las autodenominadas feministas europeas han perdido una gran oportunidad de apoyar a las mujeres musulmanas al frivolizar la cuestión convirtiéndola casi en un debate sobre las tendencias de primavera-verano. 

Esas feministas de última hora que se escandalizan y ejercen actitudes militantes ante la prohibición de una prenda tan liberadora, han decidido así obviar al colectivo de mujeres musulmanas que llevan años luchando por conseguir igualdad de derechos en el mundo islámico y la libertad para decidir lo que quieren hacer con su pelo, su ropa, su vida. 

He leído varias entrevistas en varios medios europeos, cuya ingenuidad también habría que analizar, con mujeres que cuentan que usan el burkini con tanto gusto como quien lleva un par de zapatos de Jimmy Choo a una fiesta. 

Curiosamente no he encontrado ninguna entrevista con mujeres que lleven el burkini porque tristemente no tienen elección, porque tristemente su voluntad no cuenta, porque tristemente tienen quien se lo recuerde a diario en casa, en la familia, en el barrio. 

Me pregunto por qué. ¿No será porque no tienen libertad para expresarse? Pero eso no parece importar mucho en la moda de la solidaridad con el burkini  para todas.  

Lo que sí es el burkini es mucho más sencillo:  es una cuestión de Sartre, aquel señor francés que predicaba eso de que mi libertad termina donde empieza la tuya y viceversa. 

No es difícil de entender. Pongamos por caso que las túnicas del Ku-Klux-Klan se pusieran de moda en las playas estadounidenses el próximo verano. O que las sombrillas con la esvástica nazi afloraran en ciertas costas turísticas europeas. ¿Se imaginan al flower power europeo pidiendo túnicas para todos o defendiendo el derecho de los supremacistas blancos a llevar lo que les dé la gana? 

Exacto. 

Francia ya prohibió el velo islámico en las escuelas públicas desde 2004 y el burka, en cualquier espacio público desde 2010. Hizo bien. 

Pero Europa da un paso adelante y dos atrás en su inseguridad para hacer respetar sus normas de convivencia: ustedes recordarán que este mismo año, los italianos taparon con grandes paneles varias estatuas desnudas de un museo en Roma para respetar la sensibilidad de la delegación iraní visitante. La de los italianos, según parece, pasaba a ser de segunda categoría. 

No es de extrañar, pues, que los integristas se sientan con derecho a imponer el burkini, a increpar a las minifalderas y a considerar a loa países occidentales donde residen como infieles a los que hay que redimir. 

En su libro La carrera hacia ningún lugar, Sartori lo resume con claridad meridiana: “En una sociedad pluralista un ciudadano está integrado si acepta el principio de que la Iglesia y el Estado están separados y la política se rige desde abajo, mientras que para el Islam política y religión son inseparables y es la segunda la que debe guiar la primera”. 

Quizá por eso, Holanda ha decidido tomar la delantera y ha aprobado un contrato de convivencia a partir de 2017 para los refugiados provenientes de países musulmanes, en el que se comprometen a respetar los valores occidentales si quieren residir en el país: básicamente la separación de Iglesia y Estado y la igualdad entre hombres y mujeres. 

En cuanto a las feministas que, irónicamente, se han rasgado las vestiduras por una prenda que simboliza cualquier cosa menos la libertad de la mujer, cabe preguntarse si se comunican con sus pares musulmanas o si ni siquiera saben de su existencia.

Por ejemplo,  la franco-marroquí Zineb El Rhazoui, la paquistaní Asra Nomani, la libanesa Rima Karaki, o la iraní Masih Alinejad, todas ellas musulmanas, y dos de ellas exiliadas, luchando a brazo partido por erradicar el burkini, la burka, el niqab, el hijab, que consideran la representación más visible de la desigualdad de derechos de la mujer en el mundo árabe, las imposiciones legales sobre las mujeres en el Islam, y la falta de libertad sexual. En fin, la falta de libertad sin más. 

Nomani, que es periodista en EEUU, y Hala Arafa,  periodista retirada en el mismo país, pedían hace meses en un artículo publicado en el Washington Post que las mujeres no musulmanas dejaran de ponerse hijab como muestra de una mala entendida solidaridad.

Sobre las mujeres que deciden taparse la cabeza, ni digamos usar burkini, como muestra de simpatía hacia las “discriminadas” musulmanas que se topan con prohibiciones específicas en Europa, Nomani y Arafa tienen un mensaje muy claro: “Están en el lado equivocado de una guerra letal de ideas que convierten a las mujeres en objetos sexuales como recipientes de honor y tentación, y que absuelve a los hombres de cualquier responsabilidad personal”. 

Como dijo recientemente el articulista español Jorge Bustos en el diario El Mundo, no cabe  oxímoron más grande que  la expresión feminismo islamista: “Porque será una cosa o será la otra”. 

Los europeos no sólo tienen la obligación de defender Europa de cualquier brote antidemocrático de la naturaleza que sea. También les corresponde apoyar a quienes intentan reformar las sociedades teocráticas para convertirlas en plurales, con ciudadanos que sean iguales ante la ley, en sus derechos y libres de expresarse.

Por eso, el “racismo de bajas expectativas” de algunos sectores cool de la izquierda europea no hace más que profundizar la brecha cultural y de convivencia con las comunidades musulmanas. 

El término no es mío. Ha sido acuñado por  el reformista musulmán residente en Londres Maajid Nawaz, que lamenta que algunos miembros de la “izquierda regresiva” occidental amenacen el proceso en las comunidades minoritarias, particularmente entre los musulmanes liberales, con sus posturas condescendientes hacia el buen salvaje: “Frecuentemente defienden un tipo de racismo de bajas expectativas por el que disminuyen sus estándares con otras culturas si esas culturas expresan misoginia, chauvinismo, fundamentalismo, antisemitismo, pero a la vez ellos exigen a otros occidentales que cumplan con los estándares liberales universales”. 

Son los mismos y las mismas que consideran que esos burkinis en todos los colores y texturas bien valen convertirse en la canción del verano.

 

Foto_Aurora_Losada_resizedAurora Losada es periodista, española, y reside en Estados Unidos. Ha trabajado para medios como el Houston ChronicleWall Street Journal, ReutersEl Mundo y otros. Es Master de Relaciones Internacionales y de Periodismo por la Universidad de Columbia. Twitter: @auroralosada

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Posted: September 25, 2016 at 11:53 pm

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