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El cine del arrebato sensorial. Clímax, de Gaspar Noé

El cine del arrebato sensorial. Clímax, de Gaspar Noé

Naief Yehya

En Clímax, el cineasta franco argentino Gaspar Noé ha elegido una vez más contar una historia comenzando por el final. Esta estrategia, que al llevarla a las últimas consecuencias en su obra del culto, Irreversible (2002), se convirtió en un emblema de la transgresión, es usada aquí para eliminar cualquier ambigüedad de la dirección que seguirá el relato, supuestamente basado en hechos reales que tuvieron lugar en el invierno de 1996. Al comenzar por un epílogo que hace referencia directa al cliché de la “final girl” de los filmes slasher, la película (que dura 96 minutos) pretende no guardar secretos, mostrar sus cartas y disolver expectativas. La cinta, como la coreografía inicial, es una fusión genérica, que incorpora elementos del cine de horror, del musical, del thriller de epidemia, de las cintas de zombis y de la alegoría política. Las entrevistas filmadas en video de los miembros de la troupe de danza que protagonizan el filme, son mostradas en un televisor situado en un estante, en medio de libros y películas en VHS que sirven para poner en evidencia las influencias del autor, sus referencias, guiños e intenciones. De esta manera Noé se adelanta al cinéfilo y al crítico que buscarán explicar su cine a través de lecturas y resonancias fílmicas, que van de la evocación al Ángel exterminador, de Buñuel, a la pesadilla de La metamorfosis de Kafka, pasando por el filme favorito de Noé, Taxi Driver, y de ahí a una especie de historia cultural de la transgresión, desde la anarquía de Bakunin, hasta el vampirismo y la homosexualidad de Murnau, pasando por el erotismo de La historia del ojo, de Bataille, el nihilismo de Cioran y el modernismo de Lang, para llegar a la sexualidad porno punk de Despentes.

Los jóvenes “bailarines callejeros” (Street dancers) entrevistados reaparecen tras los créditos finales (que aquí son iniciales) a participar en una coreografía fantástica, eufórica, hipnótica y desaforada. Faltan adjetivos para poder describir la excitación, la vitalidad (que sin duda tiene mucho que ver con que los protagonistas no son actores sino bailarines) y la sensualidad de este número imborrable que comienza con aparente desparpajo, como si se tratara de un ensayo o de una rutina de calentamiento y súbitamente se organiza en una diestra mezcla de estilos y de individualidades. Suena la pieza Supernature, de Cerrone, y la danza va de lo aparentemente caótico a lo sistemático, del rigor corporal a la pirotecnia estilística y contorsionista del voguing, krumping y waacking, entre otras formas. La cámara de Benoît Debie realiza un vertiginoso plano secuencia, un recorrido entre los bailarines, flotando, acechando, pasando de una persona a otra para mostrar sus habilidades, las cuales más tarde reflejarán su personalidad y vulnerabilidades. La coreografía, de Nina McNeely, viene a mostrar una comunidad heterogénea, que debe su fortaleza a su diversidad en términos corporales, raciales, étnicos y sexuales, así como a su deseo de exploración y de celebración del individuo y del grupo.

La trama comienza con la desafiante y chauvinista afirmación de que se trata de una película orgullosamente francesa. Y esta es la imagen de tolerancia: queer, gay, lésbico y hetero, así como multicultural (black, blanc, beur), que Francia se precia de mostrar al mundo tanto en los estadios de futbol como en las artes, aunque no tanto en la política. Tras los bailarines hay una enorme bandera francesa y al final del número la bailarina principal y espíritu del grupo, Selva (Sofia Boutella, de Atomic Blonde y Kingsman, quien es la única actriz profesional del reparto), grita: “Dios está con nosotros”. Así la libertad, fraternidad e igualdad que propone la república, están enmarcadas por dogmas de patriotismo y religión que no son precisamente compartidos por todos los bailarines.

Al terminar ese número comienza una fiesta en la que todos bailan y beben sangría preparada por Emmanuelle (Claude Gajan-Maull), la ex bailarina y coreógrafa que ha traído a su hijo, Tito (Vince Galliot Cumant), a la sombría, decadente, remota y laberíntica escuela, donde el grupo se prepara para un tour en Estados Unidos. Sin embargo, la bebida ha sido adulterada con LSD y dos escenas nos dan las pistas de quién fue la responsable. Noé pasa a una serie de tomas cortas y fijas de diálogos (supuestamente improvisados) en los que tenemos confesiones de deseos sexuales, de atracciones y rechazos, de revelaciones íntimas y preocupaciones. Poco a poco vemos como se manifiestan los primeros efectos de la droga: paranoia, ansiedad, enajenación y hostilidad. Tiene lugar entonces el segundo número coreográfico, que en esta ocasión es filmado en su totalidad en top shot o toma cenital. Noé ha usado estas tomas en picada en Enter the Void (2009), para representar la visión de un muerto, aquí podríamos pensar que esa perspectiva corresponde a un dios omnividente o a los espíritus maléficos (al estilo de Suspiria, que también es mostrada al inicio) a los que se hace alusión.

Si la primera coreografía era una celebración del colectivo a través de la diversidad, donde el desafío y la agresión aparecían ritualizados y convertidos en lenguaje corporal, la segunda es un muestrario espontaneo e improvisado del talento individual, pero también es una puesta en escena de las diferencias, pasiones y prejuicios, lo cual deriva en una especie de danza guerrera, en una serie de explosiones de ira, donde poco a poco los gestos simbólicos van cediendo su lugar a la violencia y el sexo reales, rompiendo con la tradicional representación simbólica del baile. El ambiente sexualizado da paso al deseo abiertamente frenético y agresivo en donde la desinhibición va cargada de amenazas.

Y de esa manera llegamos a la mitad de la película y los créditos “iniciales”.

Selva es la primera en darse cuenta de que algo extraño les está sucediendo. La segunda parte de Clímax es a su manera otra coreografía en sí misma, una danza macabra de locura y terror, en donde la personificación de la muerte invita a bailar a individuos de todas clases, edades y ámbitos sociales. La atmósfera de comunidad comienza a desintegrarse a medida en que unos acusan a otros de haber adulterado la bebida. Las denuncias se dirigen primero contra Emmanuelle, quien fue la que preparó la sangría pero al ver que ella también la tomó, pronto varios señalan a Omar (Adrien Sissoko), el musulmán que no bebe alcohol, a quien expulsan del recinto, lanzándolo a la nieve sin abrigo a morir congelado. Después de ese crimen todo sentido común es desechado, Emmanuelle decide esconder a su hijo en el closet de los circuitos eléctricos y luego pierde la llave, una mujer embarazada es pateada en el vientre y es empujada a abortar al provocarla para que se golpee y se corte con un cuchillo (la maternidad es un problema en las cintas de Noé). Si bien el director no intenta mostrar lo que alucinan los bailarines, la cámara los sigue, los rodea y los acosa para luego abandonarlos y seguir a alguien más, haciendo visible la psicosis individual y colectiva. Mientras algunos tienen pánico y agonizan, otros deliran entregados al placer. Y la música nunca se detiene, ni siquiera cuando se va la luz por un corto circuito, que suponen se debió a que Tito se electrocutó.

La pista sonora musical (que incluye a Erik Satie vía Gary Numan, Daft Punk, Thomas Bangalter, Soft Cell y Chris Carter entre otros) se complementa entonces con los gritos de desesperación del niño, los alaridos y los gemidos de los bailarines que crean una atmósfera pesadillesca que se transforma en una visión del infierno que recuerda a Bosch. Las tomas boca abajo comienzan a dominar y muestran la depravación y crueldad humana (Saló, de Pasolini, estaba también entre los VHS del inicio), violaciones, incesto, violencia y el horror de la descomposición social y moral. Una secuencia particularmente emblemática es aquella en que Selva se revuelca en el piso y aúlla (con Windowlicker, de Aphex Twin de fondo) en una clara evocación de Isabelle Adjani en la secuencia tortuosa y clásica del metro en Posesión de Zulawski, otra cinta que aparece en el librero. Noé rinde homenaje también a Jean Luc Godard al introducir intertítulos crípticos que alteran el sentido de las imágenes, tanto por su profundidad como por su cinismo o ironía: “Ser es una ilusión fugitiva”, “Nacer es una oportunidad única”, “Vivir es una imposibilidad colectiva” y culmina con “Morir es una experiencia extraordinaria”. La cinta que abre en la blancura luminosa de la nieve culmina con un close up de la berlinesa Psyche (Thea Carla Schott) poniéndose gotas en los ojos, a un lado del libro LSD Psychoterapy.  La pantalla se disuelve al blanco con una lágrima de ácido escurriendo un rostro.

Noé se ha caracterizado por su trayectoria de transgresión y provocación, por su desafío a lo permisible y los tabúes, desde su debut con Carne (1991), hasta el antierotismo de su filme de sexo explícito en tercera dimensión, Love (2015). Aquí debemos preguntarnos cuál es el clímax al que se refiere: ¿la perfección de la coreografía inicial o la bacanal infernal enfebrecida? ¿Es esta una celebración o una condena del poder de las drogas y el sexo sin compromiso (dos temas que aparecen en toda su obra)? ¿Es una acusación al hedonismo y la auto indulgencia? Noé no hace un cine de denuncia ni de reflexión, sino uno de emociones apabullantes, de asalto a los sentidos, un cine total del arrebato y el exceso. Sorprende que el cineasta no muestre la agonía de Omar, ni el terror alucinado de Tito en la oscuridad de su encierro, ni el acto sexual incestuoso, sino que deja las secuencias sin resolver para que el espectador se atormente con su propia imaginación.

Lo que realmente importa en este grand guignol grotesco es que se muestra el colapso de la utopía de una comunidad incluyente, diversa, creativa e independiente. Más que un filme de terror es un llamado de atención pesimista, es la triste y oportuna expresión de la fractura de la solidaridad y la tolerancia de una sociedad abierta y respetuosa en un tiempo de grave deterioro social. Es una visión de Francia hoy pero que puede ser de cualquier otra nación que ha soñado con la integración de sus comunidades. Uno de los elementos que hacen rara y extraordinaria a esta película es que se trata de una obra política de un misántropo anarco, una perspectiva despojada de ilusiones e ideologías. Podríamos pensar que se trata de un manifiesto apocalíptico, pero hay demasiados sobrevivientes para ello. Lo que queda es más bien una devaluación de la esperanza, un declive de la civilidad. Así tenemos al final a las fuerzas del orden, llegando demasiado tarde a restablecer el control y la hegemonía y sobre todo a certificar la muerte de una ilusión.

 

naief-yehya-150x150Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya

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Posted: April 1, 2019 at 9:28 pm

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