Essay
El declive de la violencia

El declive de la violencia

Steven Pinker

Traducción al español de David Medina Portillo

Desterrando al intelectual de una venerable cultura humanista, es posible que exista ya cierto consenso en en el sentido de que los científicos son “los legisladores no reconocidos del mundo”. Por lo menos así lo cree John Brockman, uno de los agentes literarios más poderosos de Estados Unidos y divulgador de cierta “third culture” (C.P. Snow) encabezada por varios científicos severos que, a la vez, son autores de éxito gracias a la eficaz labor de Brockman. El evolucionismo científico de Richard Dawkins, Daniel Dennett y Steven Pinker forma parte de esta nueva modalidad del intelectual público con una fuerte presencia en los medios norteamericanos. Recientemente, el Dr. Pinker publicó The Better Angels of our Nature, entre los mejores libros de 2011 según The New York Times Book Review, en donde sostiene la polémica tesis de un descenso de la violencia en el mundo desarrollado gracias a la acción civilzadora del Estado, el mercado y los medios de comunicación. Las siguientes páginas son una síntesis de dicho libro realizada por el mismo Pinker y que Literal publica con su autorización. En seguida, ofrecemos también un pormenorizado artículo sobre The Better Angels of our Nature escrito por John Gray, infatigable crítico de “fundamentalismos seculares” como el progreso y sus ideologías. [DMP]

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El día que este artículo aparezca, usted leerá acerca de un acto de violencia escalofriante. En algún lugar del mundo habrá un atentado terrorista, un asesinato sin sentido, una insurrección sangrienta. Es imposible darnos cuenta de estas catástrofes sin pensar: “¿Qué está pasando en el mundo?”

Aunque podríamos preguntarnos también: “¿Qué tan malo era el mundo en el pasado?” Lo creamos o no, la vida era mucho peor antes.La violencia ha venido en declive desde hace miles de años y hoy podríamos estar viviendo la era más pacífica de nuestra historia como especie. El descenso, sin duda, no ha resultado fácil. La brutalidad no ha sido abatida e, incluso, nada nos garantiza que pueda permanecer en niveles bajos. Pero se trata de un desarrollo histórico persistente, perceptible en la curva de milenios o años, tanto en las empresas de guerra como en el maltrato a los niños.

Tal afirmación, lo sé, invita al escepticismo, la incredulidad y, a veces, la ira. Tendemos a estimar la probabilidad de cualquier acontecimiento desde la facilidad con la que podemos recordar ejemplos. Y es más probable que las escenas de carnicería se transmitan hasta nuestros hogares grabándose en nuestra memoria antes que las imágenes de aquellas personas que mueren en la vejez. Siempre habrá decesos por brutalidad para colmar el noticiero de la noche, de esta manera la percepción de la gente sobre la violencia se aparta de la verdadera probabilidad.

Pruebas de nuestra historia sangrienta no son difíciles de encontrar. Consideremos los genocidios en el Antiguo Testamento y las crucifixiones en el Nuevo, las mutilaciones en las tragedias de Shakespeare y los cuentos de hadas de los hermanos Grimm, los monarcas británicos que decapitaron a sus parientes y los fundadores americanos que abatieron a sus rivales. La disminución de estas prácticas hoy puede ser cuantificada. Una mirada a los números muestra que en el transcurso de nuestra historia la humanidad ha experimentado seis descensos importantes de la violencia.

El primero fue un proceso de pacificación: la transición desde la anarquía de las sociedades de caza, recolección y horticultura –en la que nuestra especie consumió la mayor parte de su historia evolutiva– a las primeras civilizaciones agrícolas, con ciudades y gobiernos, iniciada hace unos 5.000 años. Durante siglos, teóricos sociales como Hobbes y Rousseau especularon desde sus poltronas a propósito de cómo fue la vida en un “estado de naturaleza”. Hoy en día podemos hacerlo mejor. La arqueología forense –una especie de CSI del paleolítico– puede estimar las tasas de violencia en la antigüedad a partir de la proporción de esqueletos con cráneos fracturados, decapitaciones o puntas de flecha incrustadas en las osamentas. Y los etnógrafos pueden contabilizar las causas de muerte en los pueblos tribales que hasta hacía poco habían vivido sin el control de un Estado. Estas investigaciones muestran que, en promedio, alrededor del 15% de las personas de épocas “preestatales” murieron de forma violenta, en comparación con alrededor del 3% de los ciudadanos de los primeros Estados. Habitualmente, la violencia tribal desaparece cuando un Estado o imperio impone el control sobre un territorio, dando lugar a diversas “paxes” (romana, islámica, británica, etc.) familiares a los lectores de historia.

No es que los primeros reyes hayan tenido un interés benevolente sobre el bienestar de sus ciudadanos. Así como el agricultor trata de evitar que su ganado se mate entre sí, un gobernante deseará mantener a sus súbditos a salvo de los ciclos de disputas. Desde su punto de vista, tales riñas son una pérdida pues los priva de la oportunidad de obtener impuestos y tributos, soldados y esclavos.

El segundo descenso de la violencia fue el proceso civilizatorio más documentado de Europa. Los registros históricos muestran que entre finales de la Edad Media y el siglo XX los países europeos experimentaron una disminución de sus tasas de homicidio de entre 10 y 50 veces. Los números son consecuentes con las historias de la brutalidad de la vida en la Edad Media, cuando los salteadores de caminos hacían que cualquier viaje fuera un riesgo para la vida y la integridad física y las cenas se animaban comúnmente con apuñalamientos. A tanta gente le habían cortado la nariz en la Edad Media que los libros de texto médicos discurrían frecuentemente acerca de técnicas de reimplante.

Los historiadores atribuyen este descenso a la transformación de un mosaico de territorios feudales en grandes reinos con una autoridad centralizada e infraestructura de comercio. La justicia penal fue institucionalizada y el saqueo con “porcentaje cero” dio paso al incremento positivo del comercio. Cada vez más, la gente controlaba sus impulsos y trataba de cooperar con sus vecinos.

La tercera transición, denominada en ocasiones la Revolución Humanista, inició con la Ilustración. Gobiernos e iglesias habían mantenido por mucho tiempo la orden de castigar a los disidentes con la mutilación, la tortura y formas espantosas de ejecución como la quema, desmembramiento, destripamiento, empalamiento y cercenamiento en canal. El siglo XVIII vivió la abolición generalizada de la tortura judicial, incluyendo la prohibición del famoso “castigo cruel e insólito” en la octava enmienda de la Constitución estadounidense. Al mismo tiempo, muchas naciones comenzaron a reducir gradualmente su lista de crímenes capitales, desde los cientos (incluidos la usurpación, sodomía, brujería y falsificación) a sólo el asesinato y la traición. Y una creciente ola de países suprimió los deportes sangrientos, el duelo, la caza de brujas, la persecución religiosa, el despotismo absoluto y la esclavitud.

La cuarta transición más importante es la calma bélica entre los Estados que hemos visto tras el final de segunda Guerra Mundial. Los historiadores la refieren a veces como la Larga Paz. Hoy damos por sentado que Italia y Austria, lo mismo que Gran Bretaña y Rusia, no llegaran a los golpes. Pero siglos antes, los grandes poderes estaban casi siempre en guerra, y hasta hace muy poco los países de Europa occidental eran propensos a iniciar dos o tres nuevas guerras cada año. El cliché de que el siglo XX es “el más violento en la historia” no considera a la segunda mitad del siglo (y puede incluso no ser verdad para la primera mitad si uno calcula las muertes violentas en proporción a la población mundial). Aunque es tentador atribuir esta Larga Paz a la disuasión nuclear, lo cierto es que los Estados no nucleares desarrollados han dejado de luchar entre sí. Los politólogos destacan en cambio el crecimiento de la democracia, el comercio y las organizaciones internacionales, todo lo cual –según muestran las evidencias estadísticas– reduce las probabilidades de conflicto. También se acredita en esto la creciente valoración de la vida humana por encima del engrandecimiento nacional –una lección duramente ganada tras dos guerras mundiales.

La quinta tendencia, la que llamo la Nueva Paz, implica la guerra en el mundo como un todo, incluyendo los países en desarrollo. Desde 1946 varias organizaciones han monitoreado los conflictos armados y su costo humano en todo el mundo. Una mala noticia es que durante varias décadas la disminución de las guerras entre Estados fue reemplazada por un incremento de las guerras civiles conforme nuevos países independientes llegaron a ser dirigidos por gobiernos ineptos, cuestionados por grupos insurgentes y armados por las superpotencias de la Guerra Fría. La noticia menos mala es que estas guerras civiles matan a mucha menos gente que aquellas entre Estados. Por su parte, la mejor noticia es que, desde el pico de la Guerra Fría en las décadas de los 70 y 80, los conflictos organizados de todo tipo –guerras civiles, genocidios, represión de gobiernos autocráticos, ataques terroristas– han disminuido en todo el mundo y sus cifras de muertes se han precipitado aún más drásticamente.

La tasa documentada de muertes directas por violencia política (guerras, terrorismo, genocidio y milicias al servicio de caudillos) en la última década es de unas centésimas de punto porcentual sin precedentes. Incluso si incrementamos esa tasa para tener en cuenta las muertes no registradas así como las víctimas de la enfermedad y el hambre causados por la guerra, no se supera el 1%.

La razón inmediata de esta Nueva Paz fue la caída del comunismo –que puso fin a las guerras por el poder en el mundo en desarrollo alentadas por las grandes potencias–, acontecimiento que desacreditó a ideologías genocidas que justificaban el sacrificio de muchos en aras de un omelet utópico. Otro factor fue la expansión de las fuerzas internacionales de paz, las cuales realmente mantenían la paz –ciertamente, no siempre, pero mucho más a menudo que cuando se dejaba a los adversarios luchar hasta el amargo final. Por último, la posguerra ha sido testigo de una cascada de “revoluciones de los derechos” y un creciente rechazo a la agresión de escala menor. En el mundo desarrollado, las iniciativas de derechos civiles erradicaron los linchamientos y los progromos letales así como el movimiento por los derechos de la mujer ha ayudado a disminuir la incidencia de violaciones, golpizas y muertes de género. En las últimas décadas, el movimiento por los derechos de los niños ha reducido significativamente los porcentajes de maltrato infantil en las escuelas o el abuso físico y sexual. Por su parte, la campaña por los derechos de los homosexuales ha obligado a los gobiernos del mundo desarrollado a derogar las leyes que criminalizan la homosexualidad y ha tenido cierto éxito también en la reducción de los crímenes por homofobia.

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¿Por qué la violencia se redujo de manera tan drástica y durante tanto tiempo? ¿Será porque, literalmente, se ha ido fuera de nosotros volviéndonos más pacíficos por naturaleza?

Esto parece poco probable. La evolución tiene una constante de velocidad que se mide en generaciones y muchos de estos descensos se han experimentado en apenas décadas o incluso años. Los bebés aún patean, muerden y golpean y los más grandes juegan a pelear; la gente de todas las edades continúa atacándose y discutiendo por tonterías. La mayoría sigue abrigando fantasías agresivas y disfruta del entretenimiento violento.

Es más probable que la naturaleza humana ha comprendido siempre inclinaciones hacia la violencia y tendencias que las contrarrestan –el autocontrol, la empatía, la equidad y la razón–: eso que Abraham Lincoln llamó “los mejores ángeles de nuestra naturaleza”. La violencia ha disminuido debido a que las circunstancias históricas han favorecido cada vez más a nuestros “mejores ángeles”.

La más obvia de estas fuerzas pacificadoras ha sido el Estado, con su monopolio del uso legítimo de la fuerza. Un poder judicial independiente tanto como la policía pueden inhibir la tentación de una acometida explotadora, desactivar el impulso de venganza o limitar los prejuicios egoístas que hacen que todas las partes dentro de una controversia crean estar del lado de los ángeles.

Tenemos evidencia de los efectos pacificadores de un gobierno por la forma en que las tasas de homicidios se han reducido a raíz de la expansión y consolidación de los Estados en las sociedades tribales y en la Europa medieval. Asimismo, podemos observar la cinta en sentido inverso cuando estalla la violencia en zonas de anarquía, como en el salvaje Oeste, los Estados fallidos o los barrios controlados por mafias y pandillas, en donde no se puede llamar al 911 o presentar una demanda para saldar diferencias de modo que ellos administran su propia justicia sumaria.

Otra fuerza pacificadora ha sido el comercio, una partida en la que todos pueden ganar. Como el progreso tecnológico facilita el intercambio de bienes e ideas a larga distancia y entre grupos de socios comerciales más amplios, las otras personas se tornan más valiosas vivas que muertas. Pasan de ser objeto de demonización y deshumanización a socios potenciales en liberalidad recíproca. Por ejemplo, aunque la relación actual entre Estados Unidos y China está lejos de ser cálida, es poco probable que aquél le declare la guerra a ésta, o viceversa. Moralidad aparte, ellos hacen muchas de nuestras cosas –y les debemos mucho dinero.

Un tercer pacificador ha sido el cosmopolitismo: la expansión de restringidos mundos parroquiales por medio de la instrucción, la movilidad, la educación, la ciencia, la historia, el periodismo y los medios de comunicación. Estas formas de la realidad virtual pueden hacer que la gente adquiera otra perspectiva sobre las personas que no son como ellos, ensanchando su círculo de simpatías.

La tecnología ha impulsado también el incremento de la racionalidad y objetividad en los asuntos humanos. Es probable que la gente ahora privilegie menos sus propios intereses por encima de los demás. Reflexionan con mayor frecuencia sobre sus formas de vivir y evalúan cómo podrían mejorarlas. Habitualmente, la violencia se replantea ahora como un problema a resolver antes que una disputa a ganar. Dedicamos cada vez más de nuestra capacidad intelectual para guiar a nuestros “mejores ángeles”. Probablemente no es una coincidencia que la Revolución Humanista se haya producido justamente después de la Edad de la Razón y la Ilustración, que la Larga Paz y las revoluciones de los derechos hayan coincidido con la aldea global electrónica.

Cualesquiera que sean sus causas, las consecuencias de esta disminución histórica de la violencia son profundas. Y muchas cosas dependen de si vemos nuestra era como una pesadilla de la criminalidad, el terrorismo, el genocidio y la guerra o, por el contrario, como un periodo que –a la luz de los hechos históricos y estadísticos– ha sido bendecido por niveles inéditos de convivencia pacífica.

A los portadores de buenas noticias se les aconseja a menudo mantener la boca cerrada, no sea que serenen a la gente hasta la complacencia. Sin embargo, esta prescripción podría ser al revés. El descubrimiento de que un menor número de personas son víctimas de la violencia pueden combatir el cinismo entre los lectores de noticias insensibles quienes, de lo contrario, podrían pensar que los componentes peligrosos del mundo son agujeros del infierno irredimibles. Y una mejor comprensión del descenso de la violencia puede llevarnos a realizar las cosas que hace la gente para superarse en lugar de felicitarnos por nuestra situación moral.

En cuanto advertimos esta disminución histórica de la violencia, el mundo empieza a lucir diferente. El pasado resulta no tan inocente y el presente menos siniestro. Uno comienza a apreciar esos pequeños regalos de la convivencia que habrían parecido utópicos para nuestros antepasados: la familia interracial jugando en el parque, el cómico que consigue una ovación del gendarme, los países que tranquilamente se resguardan de la crisis en lugar de escalar hacia la guerra.

Entre todas las tribulaciones de nuestras vidas, de todos los problemas que se mantienen en el mundo, la disminución de la violencia es un logro que podemos saborear –y un incentivo para apreciar las fuerzas de la civilización e ilustración que la hicieron posible.

© The Wall Street Journal


Posted: July 15, 2012 at 4:57 pm

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