Flashback
El fin del silencio
COLUMN/COLUMNA

El fin del silencio

Alberto Chimal

Un hecho que no vivimos puede marcarnos. Sus consecuencias, aun si tuvo lugar antes de que naciéramos, pueden tener influencia directa en nuestra vida. Desde luego, todos los grandes eventos de la Historia tienen ese peso. Nuestro mundo no sería igual si, digamos, no se hubiera inventado la pólvora, o si no se hubiera inventado en China alrededor del siglo IX.

Pero hechos más cercanos pueden apreciarse mejor, entenderse cabalmente en su gravedad y su valor.

Para millones de mexicanos de mi generación, uno de esos acontecimientos cruciales y claramente perceptibles fue la masacre de Tlatelolco, ocurrida el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, en la ciudad de México. Algunos estaban en la infancia en aquel año, otros nacimos después. Pero todos, tarde o temprano, llegamos a saber lo sucedido: a figurarnos, por lo menos, las líneas generales, el argumento esencial. La manifestación, la bengala sobre los edificios, la entrada del ejército, los disparos y las muertes.

No fue tan sencillo como podría parecer: en las escuelas no se enseñaba el movimiento estudiantil del 68 y en la televisión mexicana –el medio de más fácil acceso en aquel tiempo: la fuente de nuestra educación sentimental– no se le discutía. Cuando mucho había la conciencia de que algo faltaba, de un vacío, pero no de qué podía contener. Quienes no tuvimos la ventaja de contar con testimonios de primera mano tuvimos que conformarnos con otras fuentes. Lo que aprendimos no fue única ni principalmente los detalles concretos de la formación del movimiento estudiantil ni de su represión por parte del régimen de Gustavo Díaz Ordaz. Primero, de hecho, vino el aprender de la existencia del velo: de la cobertura de silencio que impedía hablar de ese y de muchos otros asuntos.

Luego aprendimos que, si deseábamos saber más, debíamos hacer un esfuerzo. En mi casa, por ejemplo, la familia era ideológicamente indiferente, pero había algunos libros sobre política y con el tiempo fui encontrándolos. También llegué a leer artículos en revistas y periódicos y a escuchar con más atención las conversaciones ocasionales de los adultos, que casi nunca tocaban el tema, pero sí dejaban entrever una postura peculiar, constante. Y esta postura fue probablemente la lección más importante que aprendimos, en silencio, entre sobreentendidos y equivocaciones, de los gobiernos posrevolucionarios del PRI durante el siglo XX.

La lección se podía enunciar así: el Estado es un adversario. La sociedad mexicana existe y puede continuar a pesar de las instituciones nacionales y no gracias a ellas. El régimen, por encima de todo, tiene como objetivo enriquecer a la propia clase política y a sus amigos, a expensas de todo (y todos) los demás, de quienes espera sumisión y miedo. Ese miedo se logra mediante la violencia: localizada, de “baja” intensidad, y sobre todo contra quienes agitan demasiado: contra “los revoltosos”.

A comienzos de los años setenta, México había vivido de esa forma durante cuarenta años ininterrumpidos. Después, ha pasado casi el mismo tiempo bajo el mismo régimen, con 12 años de interludio, empezando este siglo, bajo el PAN, cuyos dos gobiernos, más hacia la derecha, resultaron no ser tan diferentes que sus predecesores. El segundo, como se sabe, intentó dar un “golpe de mano” al crimen organizado y sólo consiguió exacerbar la violencia en todas partes: según cifras oficiales, 120,935 homicidios se cometieron durante su mandato. (La presidencia actual, pendiente de una evaluación completa cuando termine, en un par de meses, podría superar esa cantidad.)

Han pasado, pues, ocho periodos de seis años: la edad que tengo ahora. Nuestras vidas, las de todas las personas de esta generación en México, han transcurrido a la sombra de esos gobiernos, de sus presidentes como símbolos y agentes de su poder inmenso, de las muchas violencias que anteceden a la del 2 de octubre y las muchas más que lo siguen.

Sin embargo, aquella lección de la Historia no era la única que estaba a nuestro alcance. Para muchos de nosotros, había una segunda: una lista de certidumbres de las cuales podía extraerse nada menos que un sentido para la vida, un contrapeso del miedo y del silencio. Lo del Estado como oponente era una sola certeza, y una local, limitada. Las demás tenían el atractivo de ir más allá de México y abarcar el mundo entero como lo entendíamos entonces.

Lo que nos decían era simple: que la situación que vivíamos no iba a durar para siempre. De hecho, se encaminaba, de manera inevitable, a un final venturoso. Iba a haber redención, salvación, consumación.

No sólo la dictablanda mexicana –como la llamó Rius, el gran historietista político– iba a caer. La injusticia contra los países del Tercer Mundo iba a terminar. La amenaza de una guerra nuclear iba a desaparecer. La pobreza y la desigualdad iban a terminar. Iba a dejar de hacerse el terrible daño que sufría el medio ambiente a causa de la codicia de los seres humanos. Iban a desaparecer el racismo, la intolerancia, las discriminaciones de todo tipo. Iba a haber justicia para los muertos y desaparecidos en el 68 (y para todos los demás).

Rara vez teníamos idea de cuál era la fuente de estas convicciones, o las muchas fuentes: la contracultura de los años sesenta, numerosas lecturas distintas de la obra de Karl Marx y sus sucesores, los mitos apocalípticos del cristianismo…, pero crecíamos con ellas, y los medios a nuestro alrededor las explotaban y las trivializaban. Todo iba a estar bien, nos decían.

Algunas personas abrazaban esta noción de manera superficial, en letras de canciones insulsas o efusiones sentimentales de la televisión. Otras llegaban literalmente a la religión, otras (las menos) a la acción política. Todas estaban (estábamos) colocadas entre un pasado inamovible y un futuro inevitable.

Y a todas nos golpeó el mismo martillazo a fines del siglo XX, cuando cayó la Unión Soviética y la situación global que habíamos conocido –el sustrato de nuestros consuelos imaginarios– desapareció y dio paso a una nueva, imprevista, sin que hubiera sucedido nada de lo que anhelábamos. Le fue peor a quienes más eran o se consideraban de izquierda, quienes más frecuentemente se referían a la lucha de clases o el materialismo dialéctico, y mejor a quienes, en el otro extremo, adoptaron los mitos del “fin de la historia” que surgieron brevemente en aquel periodo para señalar el ascenso del neoliberalismo en todo el planeta. Pero nadie escapó del final, que no fue el del mundo, pero sí el de un mundo: el de una representación o un modelo en el que habíamos basado buena parte de nuestra existencia.

¿Qué decir ahora, que ha pasado tanto tiempo desde entonces? Se cumplen 50 años de la masacre de Tlatelolco, seguimos a la espera de cambios aquí y observamos, a la vez, muchísimos otros cambios, vertiginosos, aterradores, en todas partes. ¿Se puede todavía construir un sentido, una narración que nos justifique, a partir de todo esto?

Tengo la impresión de que personas de mi edad, nacidas en México, han hecho mucho bien. Al mismo tiempo, temo que ese bien no haya sido suficiente para repartir entre todos. Vivir entre el pasado y el futuro nos dejó, tal vez, muy poco tiempo para estar en el presente. Más de uno entre nosotros eligió sumarse a poderes fácticos responsables de violencia, y hoy reproduce los argumentos gritones de hace medio siglo contra “alborotadores” y “sediciosos”. Hemos tenido nuestras propias pruebas, en el tiempo de nuestra vida, y no estoy seguro de que siempre las hayamos pasado.

También es cierto, por supuesto, que llegar a la plena conciencia de su fracaso es una posibilidad de quien ya va en retirada, sin importar sus circunstancias. Y nuestra generación ya no está al frente: ya se reprodujo y tiene hijos adultos. Ya pasó de la mitad de su vida, ya se enfrenta a la obsolescencia de sus maneras de pensar y a que otras personas, más jóvenes, le pidan amablemente (o no) que se limite a hacerse a un lado y no estorbar. A lo mejor tampoco somos tan especiales, ni siquiera en ese sentido.

Pero la situación no es, en todo caso, una de declive terminal, melodramático. No sólo no hemos muerto aún y queda mucho por hacer, como dicen el clásico y (cuando les conviene) los políticos. Hay cambios para bien, aunque sean diminutos. Como mínimo, el silencio de nuestra infancia ya no existe más. La historia de lo ocurrido el 2 de octubre de 1968, reprimida y soslayada durante tanto tiempo, ahora se conoce y se discute. Y hechos posteriores de violencia y alevosía de aquel Estado no han podido ser silenciados. Gracias a que la tecnología de las comunicaciones actuales puede saltarse las barreras puestas en otras épocas, por ejemplo, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en 2014 dio la vuelta al mundo y, además de la angustia y desasosiego nacionales que aún recordamos, provocó indignación en todas partes y manchó para siempre la presidencia del priísta Enrique Peña Nieto.

Hoy nos empezamos a imaginar nuevas transformaciones espantosas que podrían devolvernos al silencio. (Curiosamente, alguna provendrá de China, como la pólvora: nuevas herramientas de control social basadas en internet y que representan, quizá, una nueva forma, aún más poderosa que las del siglo XX, de control totalitario.) Pero no están aquí, todavía no.

Todavía tenemos los medios y la voluntad para contarnos estas historias.

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.


Posted: October 1, 2018 at 9:48 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *