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El imbécil de clase alta del año
COLUMN/COLUMNA

El imbécil de clase alta del año

Alberto Chimal

El año pasado, en una entrevista, el cineasta Terry Gilliam hizo una serie de comentarios que las redes sociales consideraron muy inapropiados. Tocaban cuestiones de género; no tiene caso repetirlos porque, al menos en su superficie, son similares a los de muchos hombres blancos y heterosexuales de la edad de Gilliam ante los cambios sociales de la última década, y en particular manifiestan gran irritación ante la llamada corrección política del presente. Las personas que se indignaron con lo dicho por Gilliam y lo atacaron furiosamente usaron variantes de la frase “ya cállate” (just shut up), que se repitió muchas veces en la tuitósfera angloparlante: un equivalente del “ya siéntese, señor” mexicano. El veredicto colectivo fue que el director está “del lado incorrecto de la Historia”, es decir, que los que se perciben como sus puntos de vista son retrógrados, equivocados, y están destinados al olvido o la condena unánime cuando la especie humana haya progresado lo suficiente: cuando haya quedado atrás esta época angustiosa de crispación y ascenso del extremismo.

(La noción de que la humanidad se perfecciona de manera constante, inevitable, y sin que haga falta esfuerzo por parte de los individuos y las sociedades, me parece no sólo falsa, sino muy peligrosa. Pero ese es tema para otro artículo.)

Por otro lado, lo que se perdió en aquella polémica fueron los matices de la postura de Gilliam —él mismo, hay que reconocerlo, no supo articularlos por completo— y el origen de sus declaraciones. En junio de 2018, al presentar nuevos shows de comedia para la programación de la BBC, el encargado del área, Shane Allen, había dicho que estaba interesado en promover programas más incluyentes y que si hoy “se fuera a reunir a un ensamble [de comediantes], no estaría formado por seis tipos blancos de Oxbridge. Sería un grupo diverso de personas que reflejara el mundo moderno”. Algún periodista le refirió la anécdota a Gilliam con malicia, para obtener una reacción, y la obtuvo.

Las palabras de Allen se referían, por supuesto, a una serie clásica de la BBC: Monty Python’s Flying Circus (El circo volador de Monty Python), que este año cumple 50 de su primera transmisión y tuvo un cuadro principal de actores y guionistas compuesto, en efecto, por Gilliam y otros cinco tipos blancos: Graham Chapman, John Cleese y Eric Idle, graduados de la universidad de Cambridge, y Michael Palin y Terry Jones, de la universidad de Oxford. Gilliam no era inglés sino estadounidense emigrado, y provenía de una universidad americana —y del mundo del periodismo contracultural—, pero la palabra Oxbridge, amalgama de Oxford y Cambridge, es una forma tradicional de referirse a las escuelas privadas de mayor prestigio de Gran Bretaña, con lo cual la intención del comentario quedaba clara. Aunque el grupo Monty Python, sus programas y películas y demás obras, son una más de las instituciones culturales del Reino Unido (o precisamente por ello), Allen se podía permitir criticarlos y despreciarlos más que un poco. Un proyecto anticuado, quería decir; poco incluyente, con actitudes y posturas rebasadas, cuando no francamente reprobables. Sobre todo, un proyecto elitista.

Ese último adjetivo es el más problemático, me parece, pero no porque sea justo.

La obra de Monty Python tiene, sí, actitudes y costumbres de otra época. La única actriz regular, Carol Cleveland, era blanca también y aparecía con frecuencia como mero “atractivo visual”. Los seis actores no tenían empacho en ponerse ropas de mujer para interpretar papeles ridículos, hacer de africanos o indios con la cara pintada o recurrir a estereotipos de los más rancios para representar a hombres homosexuales. Sus parodias, por igual de la alta cultura que del pop de sus tiempos, son tan insulares como cabría esperar y resultan a veces ininteligibles para espectadores modernos, aun si son del mismo Reino Unido. (¿Quiénes son los cantantes y programas televisivos que se invocan en sus sketches sobre rocanrol? ¿Qué se pone en ridículo con el falso documental sobre el poeta endeudado Ewan McTeagle?)

Etcétera.

Sin embargo, la obra de Monty Python no es únicamente estos rasgos antipáticos e inevitables. Ni siquiera una lectura absolutamente presentista, que quiera subordinar toda la percepción del trabajo del grupo a nuestras apetencias y convicciones actuales, puede reducirlo a una antigualla inútil, prescindible, y menos todavía a una obra tóxica, vergonzante, al estilo de El show de Bill Cosby o los espectáculos de comedia de Louis C. K.

Por una parte, la forma de sus guiones sigue siendo inusitada, extraña, incluso después de medio siglo de desgaste e imitaciones en programas como Saturday Night Live: una estructura de asociaciones libres que ignora deliberadamente los ritmos y formatos tradicionales de la comedia teatral y de los medios masivos de su tiempo, y en la que el elemento crucial no es siquiera la actuación, sino el tejido conectivo que representan los dibujos animados de Terry Gilliam, irrespetuosos y transgresores en un tiempo en que, al menos en el occidente, la transgresión artística implicaba auténtico peligro.

Por la otra, la amplitud de la crítica social de Monty Python es, probablemente, irrepetible. Actualmente, la comedia, con razones distintas y más o menos debatibles según su ideología, selecciona y acota sus blancos; en cambio, Chapman, Cleese, Gilliam, Idle, Jones y Palin se las arreglaron para apuntar al menos una vez a todos los sectores sociales y todas las posturas políticas del Reino Unido de los tempranos años setenta: pobres y ricos, tories y laboristas, indiferentes y fanáticos, banqueros de bombín y pandilleros en motocicleta, todos son objeto de risa e incluso se ven trasplantados, en las películas del grupo, a la Europa medieval (Monty Python y el Santo Grial) o a la Palestina del año 30 (La vida de Brian), para mejor exhibir sus limitaciones y defectos.

Más todavía, al menos un puñado de números de Monty Python pasan hoy, en 2019, la prueba de la convergencia: parte de sus sentidos resuena de manera clara, potente, con situaciones de la actualidad, que sus creadores no podrían haber previsto. El ejemplo más claro de esto puede ser el sketch “The Upper-Class Twit of the Year” (que podría traducirse como “El imbécil de clase alta del año”), transmitido en la primera de cuatro temporadas de El circo volador. En éste, un grupo de herederos de altísima alcurnia, del más puro 1% de la sociedad británica, pone caras de perpetuo desdén, habla con acentos tan posh que apenas se les entiende y compite en un estadio, en una serie de pruebas que empiezan absurdas —caminar en línea recta, saltar sobre cajas de cerillos—  y se van volviendo más siniestras y reveladoras: beber con socialites, patear a un mendigo, atropellar con el coche a una anciana, insultar a un mesero, quitarle el brasier a un maniquí… Lo que se muestra es, al mismo tiempo, la arrogancia de las élites británicas y su imbecilidad proverbial, que en la cultura inglesa es un rasgo aceptado y, paradójicamente, entrañable, incluso en los oligarcas más incapaces y deshonestos.

De hecho, para encontrarse descendientes actuales de los personajes de Monty Python, basta mirar al estado actual de la política británica, a pocos días de que deba consumarse el Brexit, es decir, la salida del Reino Unido de la Unión Europea, votada en referéndum en 2016 y que ha consumido, desde entonces, todos los debates de aquella esfera pública, en medio de una parálisis y una polarización cada vez más desesperantes. Políticos actuales como Jacob Rees-Mogg, Nigel Farage o Boris Johnson, que defienden el Brexit con declaraciones y desplantes que los asemejan a un Trump o un Bolsonaro, son los upper-class twits de estos años.

Esto no se debe a que compartan un origen de clases altas (incluso muy altas y adineradas) y una postura a la vez elitista y de derecha demagógica, según la cual las élites no son ellos, aunque tengan propiedades y abolengo, sino otros, enemigos externos reales o imaginados. Además está lo siguiente. Mientras escribo esta nota, todavía no hay acuerdo para el Brexit: para cómo realizar la salida de la UE, después de años de negociaciones empantanadas y de conflictos políticos cada vez más absurdos e incomprensibles, por lo cual el resultado más probable parece ser que el Reino Unido llegue a la fecha límite del 12 de abril y simplemente se quede fuera, sin ningún acuerdo sobre cómo cancelar, o modificar, o no modificar, los muchos lazos comerciales y legales que tiene hasta hoy con Europa. Según a quién se le pregunte, esto podría ser desde una disrupción de la economía inglesa, y europea, hasta una auténtica catástrofe. ¿Y qué hacen los políticos británicos que he mencionado? En las entrevistas o en las cámaras legislativas, sus gestos se ven absurdos, sus expresiones exageradas, sus acentos masticados hasta la caricatura mientras desdeñan cualquier preocupación, invocan lemas vagamente racistas o invocan la imagen de un Imperio Británico que podría “restaurarse” si tan sólo se “aleja” del continente.

El escritor indio Pankaj Mishra ha criticado la “incompetencia maligna” de los políticos británicos, a quienes sirve mantenerse dentro de su clan, su grupo de “cuates” (chums), y prefieren ostentar confianza que mostrar cualquier competencia, protegidos por sus privilegios tradicionales y por la curiosidad morbosa de sus gobernados: ¿qué tan alto podrán subir a pesar de ser unos incapaces? Hace 50 años, los de Monty Python se hacían la misma pregunta.

*(Nota del 6 de abril de 2019: después de entregado este artículo, apareció la noticia de que Theresa May, primera ministra del Reino Unido, ha solicitado a la Unión Europea una prórroga del Brexit. Si los líderes europeos se la conceden, May tendría hasta el 30 de junio para encontrar acuerdp entre las diferentes facciones políticas de su país sobre cómo separarse de la UE. Leyendo de esta nueva demora posible –que nadie sabe si servirá de algo– recordé este dibujo del caricaturista estadounidense Barry Blitt, que en 2016 invocó de otro modo a Monty Python para opinar sobre este triste asunto.)

 

*Imagen de portada de Bransky

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: April 7, 2019 at 10:42 pm

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