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El periodismo en los tiempos del odio

El periodismo en los tiempos del odio

Andrés Ortiz Moyano

Estamos respirando odio. Odio visceral. El perspicaz Ismael nos alertaba en plena búsqueda de la gran ballena blanca que el odio es aquello que engendra la ignorancia. No es descabellado, desde luego, vincular conceptos tan cáusticos como el desconocimiento y la superstición con el deseo del mal ajeno.

Por su parte, Tennesse Williams explicaba la existencia del odio como “la ausencia de toda inteligencia”. Y aunque en un primer análisis superfluo podríamos identificar al iracundo con el bobo, lo cierto es que en el aforismo del dramaturgo estadounidense percibimos un lamento mucho más profundo cuyas raíces se clavan en el fértil campo de lo mismo que nos contaba Melville en boca del joven ballenero.

Pero es que no deja de resultar desconcertante que, en la llamada época de la información, cuando de más canales y plataformas de conocimiento disponemos, cuando más barato y sencillo es comunicarse con el prójimo, es el odio la masa viscosa que se extiende como la clara de un huevo crudo sobre una mesa pulida.

Odio. Odio en los cuatro puntos cardinales del planeta. Tensiones desaforadas que presentan una sociedad global, por momentos, a punto de ebullición. Conflictos, fricciones, discursos extremos, barra libre a los peores deseos… Nostradamus, San Juan Evangelista y los mayas agoreros frotándose las manos. Pero, a pesar de todo, por más que nos empeñemos en el caos, no hay nada nuevo bajo el sol. Porque el discurso, no obstante, debería ser algo más desapasionado, pues la basura siempre estuvo ahí. Ya lo alertó Umberto Eco: las TIC y las redes sociales han servido, ¡sorpresa!, como aspersores de la escoria hasta alcanzar un nivel nunca antes siquiera atisbado.

Así es, precisamente han sido esas mismas tecnologías modernas las que nos presentan este panorama dantesco. El panorama del miedo… pero también, rescatando a Melville y Williams, el de la ignorancia y la falta de inteligencia.

¿Hablamos ahora de periodismo? Adelante. La tan cacareada crisis de los medios ha cubierto con un tupido y burdo velo un auténtico expolio de valores deontológicos y éticos de la supuesta profesión “más bonita del mundo”, parafraseando al colombiano a quien he usurpado la estructura del titular ut supra.

Decíamos que, efectivamente, vivimos en la época de mayor facilidad comunicadora de la historia. Los medios tradicionales sucumben, sobre todo, nunca lo olvidemos, por los cambios de hábitos de los lectores. La incapacidad de adaptación se ha convertido en un perpetuo llanto pueril, absurdo incluso, que se revela como un flagelo cobarde y en ocasiones como la certeza de una ineptitud profesional latente. Esta realidad nos ha llevado a prostituir una profesión necesaria y benigna mercadeando con proxenetas tan infames como el sectarismo analítico o el virus del clickbait, ya saben, esa tramposa práctica cuyo único objetivo es seducirnos para que visitemos sus portales digitales a cualquier precio.

Los propios periodistas hemos sacrificado tótems sagrados como las necesarias y deseables líneas editoriales en pos de forofismos sectarios que rayan el fundamentalismo. En multitud de medios ya sabemos qué y cómo van a contar una noticia o compartir una opinión sin siquiera leerlos o escucharlos. Parece que en vez de informar se prefiere jalear a los hooligans en contra del otro equipo ideológico; cuentan los hechos buscando el afianzamiento de esa membresía irreductible y no el razonamiento y la duda. No generalicemos, desde luego, pero como dice el dicho, entre todos lo mataron, y él solito se murió.

¿Demasiada violencia de un periodista para con el periodismo? Quizás, pero es que yo tampoco estoy exento del odio.

Sí, el periodismo es muy culpable de estos tiempos de odio. Ante tamaña irresponsabilidad y desprecio por los valores más humanistas de la profesión, me pregunto: ¿habríamos alcanzado los actuales niveles de crispación social con un periodismo más responsable, veraz y moderado? ¿Habría, por ejemplo, conseguido el mismo éxito la propaganda yihadista sin la complicidad de los medios en la difusión desaforada de sus terribles contenidos? ¿El auge del actual discurso postmodernista vacuo e improductivo se habría arropado tantos adeptos? ¿Padeceríamos la actual falta de análisis objetivo y sosegado que demandan urgente estos tiempos de continuo cambio y vertiginosidad peligrosa? ¿Habríamos olvidado la verdad?

No por grandilocuente, lo reconozco, esta última pregunta no es menos pertinente. La verdad es la piedra angular del periodismo, y por extensión, de la sociedad, de la vida. Nos sirve para contar, para entender, para explicar, para disipar la niebla; para tumbar discursos abyectos y desenmascarar la propaganda. “Quid veritas est?”, se preguntaba el otro. La verdad es, entre otras cosas, concordia y justicia; es orden y horizonte. Es el antídoto ante el periodismo falso, ávido de noticias superficiales que denuestan el concepto de valor informativo.

Esa verdad, desde luego, no tiene por qué ser amena o amable, edulcorada, pero sí franca y diáfana. Todo lo cerca posible de ese unicornio periodístico que es la objetividad. Quizás esa verdad, ese periodismo, nos sosiegue en estos tiempos de odio, donde a alguno le interesa que la niebla sea cada vez más espesa. Porque para entender este complejo mundo necesitamos luz. Luz para reconocer los rincones más oscuros de nuestra sociedad; luz para ahuyentar fantasmas supersticiosos; luz para ayudar al débil; luz, en definitiva, para un mundo mejor.

Andrés Ortiz Moyano, periodista y escritor. Autor de #YIHAD. Cómo el Estado Islámico ha conquistado internet y los medios de comunicación; Yo, Shepard y Adalides del Este: Creación. Twitter: @andresortmoy

 

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Posted: November 6, 2017 at 9:56 pm

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