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El prepucio de Jesús
COLUMN/COLUMNA

El prepucio de Jesús

Alberto Chimal

Hace tiempo me enteré en Twitter de la siguiente historia, transmitida por el académico estadounidense Erik Wade:

¿Sabían que hubo debates en la Edad Media respecto de si Jesús fue circuncidado y –en su caso– si el prepucio se fue al Cielo cuando Jesús ascendió o si todavía estaba en la Tierra? Docenas de lugares afirmaban tener Su prepucio, que era conocido como el Santo Prepucio.

Wade continúa con anécdotas que en esta época (espero) parecerán ridículas: según cierta leyenda, un ángel le habría dado el Prepucio a Carlomagno; Santa Catalina de Siena escribió que Dios se casaba con las vírgenes usando un anillo (?) hecho con el Prepucio; algunos teólogos se turbaban al pensar en el Prepucio (o los Dientes de Leche, o los Trozos de Uña) porque aquellos fragmentos de Carne desechada no cuadraban con su visión del mundo: ¿cómo imaginarlos en la Tierra, en un montón de basura, resecos y podridos, si eran partes del Cuerpo Divino?

Etcétera.   

Éstas son “trivias” de las que un profesor puede ofrecer en sus clases para entretener, asombrar o (en casos extremos) despertar a un grupo de alumnos, pero también acompañan, según Wade, al pensamiento europeo medieval, que en muchas épocas y lugares mantuvo posturas antisemitas y no sabía qué hacer con el hecho de que Jesús hubiese nacido judío y, según indicios de los propios Evangelios, no sólo fue circuncidado, sino que respetaba las tradiciones y fiestas judías. La propensión de la mente humana a buscar patrones y regularidades llega a extremos inusitados en el pensamiento religioso: el judaísmo de Jesús, un hecho inconciliable con el modelo del mundo en el que creía el europeo cristiano y antisemita, podía al menos tener un reflejo en los enigmas irritantes de la materia de Su cuerpo.

También se puede agregar que la historia del Prepucio de Jesús –reliquia aún más misteriosa y problemática que los Clavos de la Cruz, la Sábana Santa o el Arca de la Alianza– es pertinente en la actualidad, no porque se pueda o deba darle el menor crédito, sino porque ayuda a comprender un problema presente: ciertos modos del pensamiento fanático de hoy.

Para no indignar a nadie con un ejemplo de las religiones actuales, he aquí uno de un culto secular, nacido en el mundo del entretenimiento de consumo global: el de la serie Star Wars, creada por el cineasta George Lucas y que lleva más de cuarenta años de existencia. La serie se ha ido creando sobre la marcha, siguiendo las apetencias de su público, los cambios en las posturas morales y políticas de su país de origen y las veleidades de sus creativos y propietarios. Estrenada en 1977, la primera película de la serie (antes de que fuera seguro que iba a haber siquiera una serie) era un pastiche del cine de aventuras de décadas previas y estaba anunciada como “la historia de un chico, una chica y un universo”: parejas hoy eclipsadas de la cultura pop estadounidense del siglo pasado como Flash Gordon y Dale Arden, Buck Rogers y Wilma Deering, Terry Lee y April Kane, eran los modelos de Luke y Leia, sus protagonistas. Interpretados respectivamente por Mark Hammill y Carrie Fisher, éstos cumplen con las normas morales de una película promedio de los años cuarenta y se dan sólo un par de besos, uno en mitad de una batalla y otro en una escena cómica.

Sin embargo, como el personaje de Han Solo (Harrison Ford) resultó más popular entre los espectadores que Luke, el primero desbancó al segundo como galán romántico en las entregas posteriores a 1977. Para justificar el cambio, se decidió “revelar” que Luke y Leia eran hermanos: el tabú del incesto sirvió para “explicar” la modificación retroactiva, y ésta se convirtió en parte del argumento de entregas posteriores, incluyendo spinoffs y precuelas.

El detalle interesante es que, en las décadas posteriores a 1977, tanto Lucas como sus sucesores han insistido en que la relación fraternal de Luke y Leia “era parte del plan” desde el comienzo, y esta idea se ha integrado al mito de la serie entre los aficionados. “Nada casual podemos admitir en un libro dictado por una inteligencia divina, ni siquiera el número de las palabras o el orden de los signos”, escribió Jorge Luis Borges, con ironía, respecto de los textos sagrados de la cultura occidental y sus lectores más ingenuos; los fans más devotos de la serie de Lucas –aquellos que cifraban parte de su identidad en ella, como podrían hacerlo en un equipo de futbol o un prejuicio racial– parecen haber sentido la misma incomodidad al enfrentar el beso incestuoso que algunos cristianos al contemplar la posibilidad del Santo Prepucio; por eso necesitaban su negación.

¿Por qué tiene sentido discutir estas minucias, salidas de una narración popular, de ganancias millonarias, pero también superficial y tosca?

Porque en la historia de Star Wars como llega hasta nosotros, el personaje de Leia, la mujer en el triángulo amoroso, queda reducido a un objeto: un premio que se da al mejor representante de cierta idea de masculinidad. No cuenta su presentación inicial como una persona combativa e inteligente, una líder por derecho propio: la conclusión de su historia es la consumación de su relación sentimental, y esa norma no escrita, descendiente del machismo de su país y su tiempo y reforzada por la tensión entre el cambio argumental y su ocultamiento, permanece hasta ahora en las convicciones de al menos una parte de los seguidores de la serie.

Esto se puede ver en su reacción tras el estreno de la última entrega fílmica de Star Wars, Los últimos Jedi (2017): cuando la película de Rian Johnson intentó, tímidamente, dar un mayor protagonismo a un grupo diverso de actrices, aficionados de línea dura, emparentados ideológicamente con la extrema derecha, llegaron al punto de enviar amenazas de muerte y otros mensajes agresivos a varias de ellas, y en especial a la vietnamita-estadounidense Kelly Marie Tran. La manía por las nimiedades de un argumento: los detalles de una explicación de las cosas que se quiere total y perfecta, estaba acompañada aquí, como en la Edad Media, de una obsesión en contra de grupos –las mujeres, las “personas de color”– que se perciben como enemigos.

Tal vez uno y otro aspectos del fanatismo sean inseparables. Tal vez son dos caras de la promesa del pensamiento autoritario: la ilusión de una existencia coherente, explicable y sin incertidumbres, y la de una identidad uniforme, sin fisuras ni dudas, desde la cual existir. Podemos reírnos de la ridiculez interminable de los fanáticos –pensando interminablemente en trocitos de piel, en la mística de textos caprichosos o torpes–, pero no podemos negar su existencia ni su peligro.

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: September 11, 2019 at 9:38 pm

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