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Confesión del araucano. In memoriam Gonzalo Rojas

Confesión del araucano. In memoriam Gonzalo Rojas

Adolfo Castañón

Debe haber sido a finales de enero de este 2011, la última vez que hablé con Gonzalo Rojas por teléfono. Gracias a su amiga-lectora y editora Fabienne Bradu en cuya nueva casa nos encontramos con unos cuantos amigos. Gonzalo estaba en cama desde hacía algunos días allá en Chillán, en cama “porque se había caído de la cama”. Creo que alcancé a decirle algo así como: “tú no puedes volver a México porque nunca te has ido de aquí”, casi oí su sonrisa: “¡Qué dices, muchacho!”. Le dije que ojalá se mejorara pronto, que aquí se leía mucho su prosa-versa. Luego le pase el teléfono a mi otro yo, José Luis Rivas. Me quedé pensando en Gonzalo, en su voz quejumbrosa y cuchicheante de asmático, como hecha para enamorar a la primera exhalación. Nunca supe si debía agradecerle a él que hubiese sugerido mi nombre para prologar la antología de Gabriela Mistral que le hizo la Asociación de Academias de la Lengua el año pasado. Sé, en todo caso, que una de las cosas que debo agradecerle a “la vida que me ha dado tanto” (para traer el eco de Violeta Parra) es haber podido conversar con el poeta, infatigable trotamundos, trotavoces, en diversos momentos a lo largo de varios años, en distintos puntos de nuestras Américas: en Chile, en Medellín, Colombia, en la ciudad de México, en la de Guadalajara, en la de Monterrey… Recuerdo, en particular, la extensa conversación que tuvimos una mañana de abril de 1998, al día siguiente del desnacimiento de su amigo Octavio Paz. Rojas llegó muy temprano por la mañana a la casona aquella de Francisco Sosa esquina con Salvador Novo. Ahí estaba yacente y bien vestido el cuerpo de su amigo y casi contemporáneo Octavio Paz, nacido en 1914 mientras él, Gonzalo, había nacido en 1916: al primero le tocaba el signo del TRIGRE en el horóscopo chino, al segundo el del DRAGÓN, el DRAGÓN de HIERRO. Al acercarse, le dio un par de discretas palmadas al tiempo que le decía con esa su voz susurrada como a través de las cavernas del asma: “Muchacho, ¡qué pronto te pusiste los pantalones de madera!” Tenía Gonzalo Rojas (cuyo retrato estoy viendo ahora mismo al pasar al estado escrito estas palabras) una forma entre pegajosa y casual de dejar caer su sabiduría, su inocencia ávida de sacrificios secretos. Como que traía en la bolsa del saco un refranero híbrido de arcaísmos y de vocabulario religioso, de poesía, anécdotas sapientes y ladina fábula. Todavía seguimos conversando esa mañana, pues había que trasladarse al centro donde se celebrarían las honras fúnebres de ese otro aventurero del espíritu que fue su amigo y cómplice Octavio Paz. Durante el trayecto en automóvil, mientras iba yo al volante, le pregunté al autor de Salgo de lo oscuro si tenía en mente algún poema sobre la lluvia pues me encontraba cosechando fichas para una antología sobre la lluvia en la poesía hispamericana. Rojas pareció despertarse y se le avivó la mirada como cuando se tropezaba con alguna de sus leyentes inspiradoras. Me dijo: “Seguro que tu conoces (por supuesto no era así) este poema del olvidado Carlos Pezoa Véliz (1879-1908). Y se puso a recitar, como un torrente de ingrávida lava que iba limpiando el aire enrarecido y cautivo del vehículo, el poema con sus amplias estrofas cadenciosas y un tanto cuanto fechadas, pero por ello mismo tanto más insinuantes para mi oído interior. Al terminar ese morceau de bravoure, entrecerró los ojos y dejó que el silencio que había brotado del poema alargara su resonancia por aquella selva de asfalto.

Me llamó poderosamente la atención el hecho de que Gonzalo Rojas se hubiese entregado durante tanto tiempo, horas, días, semanas, a la agonía. Bromeaba yo con mi amigo Christopher Domínguez sobre el hecho, como para conjurar el dolor por la pérdida de ese “miembro fantasma”, que si ya nos dolía en vida, no sabemos cuánto nos lancinará en el porvenir… Me imaginaba a Gonzalo Rojas jugando una interminable partida de ajedrez con el Dios-rostro-de-chacal: Anubis, poniéndolo en aprietos, leyendo con poderosa lupa las letras minúsculas del contrato imposible que nos trae a la luz de la vida. Lo imagino risueño atravesando pampas y maniguas con su lengua entera de macuto del otro mundo.

In memoriam Gonzalo Rojas
Confesión del araucano

“Za-zen: za-zen” –balbuceaba en
la cripta de la cobra una familia
de Sutras.
Escucha al Araucano
cómo toca en sus manos
fulgor del agua rota en el Tiempo
una brizna desconocida
no era mosquito ni sedosa araña
era quizá un reflejo desvaído
ecotáneo, sofófilo hasta la Mandrágora
Pero cuando la luz quedó de espalda a los árboles
y caía por las bóvedas de la oquedad
ascendía el túnel del aire
por las oscuridades del barro
y en la entrañable tibieza del lodazal espejeante
un ave supo que había como
amanecer en sus manos
“Za-zen: za-zen” –balbuceaba en
la cripta de la cobra una familia
de Sutras.
La ciudad sagrada se abría entre
los labios del canto
Pero el escupe-elogios, el chillón de los vituperios
se desnudaba de signos entre el
Tam-Tam de los tambores ensangrentados
y la cobra devoraba los últimos
rayos del sol que moría
al filo de la canción aérea y terrestre
preguntaba el niño: “¿ya es hora?”
Había que vendarse los ojos
para sentir llegar el fuego hasta el padre
“Ya casi, le dijo la Señora”
desde la bóveda de su sombra trémula
(eran las 8 y cinco de la
noche en un lugar de la Mancha
de cuyo nombre no quieres
acordarte)
“Za-zen: za-zen” –balbuceaba en
la cripta de la cobra una familia
de Sutras.


Posted: April 25, 2012 at 9:55 pm

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