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Esquimales, trineos y perros ausentes. Sólo huellas sobre la nieve

Esquimales, trineos y perros ausentes. Sólo huellas sobre la nieve

José Javier Villarreal

Borealis, Rocío Cerón. México. Fondo de Cultura Económica, 2016.    

Al salir por la noche de mi habitación en San Agustín Etla, Oaxaca, vi las luces de la ciudad en el horizonte; pero al volver la vista al cielo quedé fascinado por la nitidez de las muchas constelaciones que se me venían encima. Se trataba de un cielo tachonado de estrellas, parafraseando aquello que vio y expresó Paul Valéry. Pensé: es un texto celeste, una escritura que pertenece a un libro total como aquel que le fuera revelado a Stéphane Mallarmé aquella noche de 1864. Fuera de la Osa Mayor y la Osa Menor, de mi sospecha de que aquella estrella brillante era Venus, y aquella otra Marte (que son planetas y no constelaciones), me quedé anonadado por la plasticidad y reducido por el peso de mi ignorancia. Había una escritura y un ritmo, una disposición tipográfica más allá de los recursos de la imprenta, más allá de toda tecnología. Sin embargo, estaba seguro que en todo aquello había un principio de composición que me rebasaba ¿Qué estaba escrito en esa música callada que San Juan leía y no comía? ¿En esa exclamación que escapa de mi ser?

He leído Borealis, de Rocío Cerón, y me he encontrado con Hospital británico, de Viel Temperley; con Cadáveres, de Néstor Perlongher. Con una poética, una impronta, que se ha vuelto tradición; una especie de salvoconducto, texto cifrado que alcanza cimas muy altas y solitarias en nuestro continente. Pienso en “serpientes de pasos breves, de pasos evaporados” que parecen entresueños del mundo lezamiano; o más atrás, en ese tambor de fuego que gustaba tocar César Moro. O en ese tigre rampante que dibujó Augusto de Campos conmovido por el de William Blake. Pero estos amorosos discurrían en la humedad del cuerpo, en el sudor que traza mapas sobre la tela. El discurso, siempre apasionado, se encadena y sucede; es tremendamente físico, y pesa.

No sé exactamente qué me dijo el cielo de Soledad, Vista hermosa, Oaxaca, pero lo dicho, lo que se alcanzó a decir está en mí. No se trata de que esa escritura me escriba el cuerpo, sino que yo estuve ahí bajo ese texto a la intemperie. Borealis, de Rocío Cerón, se constela en recursos, puertas y ventanas, bisagras y pasadores. En miradas de soslayo, en juegos de azar que construyen mapas sobre la página. A veces es una enumeración; otras, una reiteración. Las palabras se repiten a manera de estribillo o de mantra, o de password, ¿hacia dónde? No lo sabemos. No es necesario saber, cuando la monodia es la borealisque conduce. Entonces la constelación no está conformada por astros, sino por aliteraciones y/o repeticiones: ecos que se remansan en una tirada que parece estrofa (quizá lo sea), o que saltan de una sección a otra para detenernos justo ahí donde el cuerpo lingüístico se desdibuja –precisamente- al dibujarse en composiciones de orden visual. ¿Voy o vengo? Esto sí importa porque “al andar ardemos”.

En Borealis hay pistas, dioses tutelares, motivos y asuntos poéticos que pueden llamarse Pound (vorticismo, imagismo, no los Cantos) o René Char, ese drill que orada los basamentos de un pensar poético que nos seduce desde la belleza conseguida. Ahí está trazada la línea, la imagen que ha de volverse Logos sobre la página. Pero Borealis también recita una estentórea, una rogativa que viene de una garganta tocada por el duelo, por la enfermedad, por una oscuridad, que exige ser pronunciada, rezada. Las asociaciones parecen cobrar sentido, dictar un argumento, descarrilar un automatismo que se condimenta con diversas especias de sabores muy picantes u olores muy penetrantes. Quizá porque hoy nadie vuele a contracorriente –afirma el yo poético-  sólo haya

f u g a c e s   d e s t e l l o s   d e   b e l l e z a

La poesía nombra aquello que no tiene nombre.

La poesía no explica, implica. Dice Sophia de Mello Breyner Andresen.

“A decir verdad, ¿qué sería la poesía, esa palabra intimidante?” Se pregunta Clarice Lispector. También dijo aquello de que “los ojos ven más que nosotros”, o algo muy parecido.

Borealis canta lo blanco, alude a la nieve. No hay lapones, pero sí nórdicos que nos acompañan, que pueblan las entrelíneas del libro. Las entrelíneas engordan y también cantan, son el espacio que rodea, el silencio, lo por decir, lo que urge agregar o andar; de ahí las pisadas en negritas, las fisuras que van apareciendo, y nos hacen también desaparecer, ser eco adelgazado dentro de una enumeración que no desdeña la reiteración cuando es preferible no comer, adelgazarse en el planto que vuela y duele desde una rendida retórica surrealista, desde una inquietud, curiosidad expresiva, que une el dolor de 1946 con la ira de 2016.

“Alas para qué las quiero”. Vuelvo a la zona horrida de la intemperie. Es decir, estoy ahí, solo o acompañado, gozando o sufriendo, escribiendo o leyendo, en zapatos o en pantuflas. Miro el cielo, contemplo su escritura cifrada, ese trobar clus que no comprendo, no entiendo, pero me dice y conmueve. Pareciera que ver el cielo fuera siempre un acto solitario. Estoy con mi pareja, pero estoy solo; estoy solo, pero aún estoy más solo. Los icebergs que flotan, los ojos que miran, las luciérnagas que se comunican en su intermitencia, nos arrojan con su luz oleadas de oscuridad.

Borealis, de Rocío Cerón, más allá de su propia retórica a ultranza vanguardista que nos puede merecer disímbolos y encontrados juicios, agudiza una acción, un movimiento, que nos clava y corona en un epicentro frío y desolado que se encuentra afuera y adentro; me temo que más adentro que afuera. Llueve y se trata de una manga, de un chubasco. No hay lodo, sólo nieve, aguanieve turbia en la necesidad de recitar el mismo poema que es Borealis en sus diferentes registros que apuntan y conducen a un solo norte aunque “la noche esta estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”. A lo que voy es que la disposición conceptual y visual del libro atiende a una constelación que, en su vulnerada geografía, nos enfrenta a un estar solo donde ardemos “Hasta desaparecer. // Ahí.” Donde la soledad impone y descifra un puzzle al que irremediablemente le faltan piezas. Una Aurora Borealis (Polar Aurorae) o luces del norte que surgen de un cielo nocturno conformado por numerosos agujeros negros (estrellas que han muerto, constelaciones desfiguradas) y agujeros de gusano que se abren y cierran de manera instantánea conectando y desconectando universos. Fisuras que trazan la caligrafía de esta asociación sentimental que apela a las inexorables leyes de una teoría del caos que gobierna nuestra suerte, nuestro estar aquí en la tierra leyendo el complejo texto celeste que nos delata.    

villarealJosé Javier Villarreal es Premio Nacional de Literatura Simón Salazar Mora 1986. Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1987 por Mar del norte. Premio del Certamen Nacional de Poesía Alfonso Reyes 1989, Monterrey, por La procesión. Ganador del Primer Certamen Literario Ángela Figuera 1989. Premio a las Artes UANL 1990. Sus poemas han sido traducidos en otros Idiomas, como “Mar del Norte” (2008).

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Posted: January 19, 2017 at 10:14 pm

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