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Evelio Rosero: la jerigonza de amar

Evelio Rosero: la jerigonza de amar

José de María Romero Barea

Libro adentro, el sueño de la razón engendra monstruos que, aunque de papel, no son sólo imaginarios. El protagonista puede ser inteligente, emprendedor, encantador y astuto. También corrupto, codicioso, violento y despiadado, incapaz y poco dispuesto a frenar esas tendencias: es, sin duda, el arquitecto de su propia caída. De la pareja condenada, solo uno de ellos parece encontrar la salvación, al liberarse de su aislamiento autoimpuesto. La novela, después de un viaje en montaña rusa a través del vasto paisaje del inconsciente, no termina con la reconciliación o el regreso al hogar, sino con un dolor irreparable, en mitad del desorden y el horror del mundo.

El narrador no es el protagonista, sino alguien periférico a la acción, aunque anhela, sin duda, ser parte de ella: “Es necesario hablar y cuanto antes, aunque deba para eso explayarme en desventuras y aventuras que, en apariencia, resulten vanas (…) no son vanas, sin embargo, como tendrá que demostrarlo el punto final” (I, 4. “Guarida”). En la epopeya Toño Ciruelo (Tusquets, 2017) el interlocutor horada el lenguaje para que penetren las visiones. El resultado, una saga a base de retazos de diversas culturas en lugares tan eclécticos (Secreto, Barranquilla, Bogotá, París) como el infierno, donde las historias se expanden inagotablemente, se desarrollan con un deleite tan irreprimible que olvidamos que la vida del héroe está en peligro.

“Asimétricos –dijo [Ciruelo]–, desnivelados, contrahechos, deshechos, errados, ah descaminados, ah deformes, discordantes, mancos, raros, desdibujados, desajustados, disparatados, ah desacompasados …” (I, 9. “La gruta misteriosa…”). El genio fractal del colombiano Evelio Rosero (1958) genera los brotes de una trama infinita. La historia de Toño fluye como un gran río del que surgen el resto de historias: “[En París] estuve medio mes desencantándome, rodeado de peruanos y chilenos y bolivianos, los más desalentados, otros desdentados, otros destetados, todos “refugiados” (…) yo era el rey, pero triste (…) me parecía mejor que amaneciéramos muertos, putas y latinos, carne de la misma carne, el mismo pedo, la misma desolación…” (I, 12. “Los desterrados”).

De vuelta a una espectral Bogotá, Ciruelo se reinventa. Profundiza en las arenas cambiantes de la identidad sexual y/o textual. La dilapidación de la identidad a la que se abandona deja hendiduras en el muro que lo separa de la realidad: “Desde niño quise tener mi propio muñeco de ventrílocuo, parecido a mí, idéntico, quería vivir del muñeco, charlando con él o conmigo en los teatros del mundo, burlándome del mundo (…) imaginaba diálogos graciosos pero macabros, los escribía (…) los memorizaba (…) mi voz con otra voz a otro ser, otro lugar (…) mi propio rostro, transfigurado, muñequizado (…) mi propia voz (…) transfigurada, muñequizada”. (II, 1. “Aquí, conmigo”).

La forma en que Eri, su alter ego, lo retrata, refleja la forma en que vemos a nuestros semejantes, mientras accedemos, de forma parcial, a sus vidas: lo que no podemos ver, nos entretenemos imaginándolo: “Era un políglota al que faltaba el único lenguaje, la única lengua, la única jerga, el habla, el dialecto, la jerigonza de amar. Toño Ciruelo nunca amó a nadie” (II, 4. “Bogotá adentro”). En el centro de la novela, la cuestión de la identidad. Rosero parece apuntar a la crisis existencial de nuestros tiempos: inmigrantes en nuestro propio país, refugiados en la nación a la que pertenecemos, abandonamos los vínculos con nuestro país natal para seguir nuevos destinos que se transforman en nuevas formas de ver la realidad.

Visiones de pesadilla engendran oscuridad. Vacío. El Premio Nacional de Literatura 2006 parece implicar que el don humano de imaginar no puede existir sin el odio, la ira y la agresividad que conducen a comportamientos tales como la guerra, la crueldad consciente y la destrucción deliberada. Imposible conciliar el equilibrio entre lo creativo y lo destructivo. Toño Ciruelo es un macabro cuento de hadas, una meditación sobre nuestras elecciones y agonías vistas desde dentro (o desde afuera, como solo un escritor de múltiples yoces sabe hacer). Plural, multiforme, la noción de identidad como superposición es un concepto esencial a nuestra crisis de identidad nacional: creemos saber quiénes somos, solo para descubrir que nuestro sentido del yo depende cada vez más de decirles a los demás lo que no somos. El autor de Los ejércitos (2006) parece sugerir que no hay destino al que escapar, porque nosotros, los personajes, creamos el destino. Esto último es tan cierto para un individuo como para un país.

La desestabilización (no sólo) climática que experimentamos de continuo es, tal vez, un anticipo del caos final, algo que algunos autores saben prefigurar (y describir) con considerable entusiasmo. Lo escatológico, lo oracular y lo irreverente puede que acaben convirtiéndose en la norma de una realidad gobernada por las fuerzas maliciosas del desorden, que, progresivamente, se aprovechan del debilitamiento del tejido de lo que hasta ahora hemos denominado, con desigual fortuna, la cotidianeidad. Se sabe que los tediosos procesos de creación son menos interesantes, menos reales, que los dramas catastróficos de la destrucción. Si el abuso de la razón nos impide tener visiones, ¿qué nos queda? ¿Abandonarnos al conflicto como una forma de vida? Mientras, podemos admirar el coraje de este libro, deleitarnos con su ferocidad, su bullicio, su hilarante dinamismo, su generosidad.

Sevilla 2018

 

José de María Romero BareaJosé de María Romero Barea es profesor, poeta, periodista, narrador y traductor. Twitter: @JdMRomeroBarea

 

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Posted: March 1, 2018 at 11:39 pm

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