Essay
Mi García Márquez personal

Mi García Márquez personal

Maarten Van Delden

I. Leí Cien años de soledad por primera vez en el otoño de 1972 en una copia prestada por el autor. No leí la novela en su versión original, sino en la traducción al holandés.

En aquel momento yo tenía trece años y acababa de ingresar al Kensington School, el colegio británico de Barcelona, ciudad donde mi familia vivía desde 1959 debido al trabajo de mi padre en una multinacional holandesa. Los alumnos del Kensington School eran principalmente estadounidenses y británicos, pero también había estudiantes de otros países europeos, como Holanda, y de otros países angloparlantes, como Irlanda, Canadá y Australia. Además asistía al colegio un puñado de alumnos latinoamericanos. Entre los latinoamericanos se encontraba un simpático y extrovertido muchacho colombiano, muy querido por sus amigos. Este muchacho se llamaba Rodrigo García Barcha y era el hijo mayor de Gabriel García Márquez, quien, como se sabe, se había mudado de la Ciudad de México a Barcelona poco después de la publicación —y el éxito de ventas— de Cien años de soledad. Rodrigo era un poco más joven que yo y estaba en lo que en el sistema británico se llamaba el fourth form, mientras que yo cursaba el fifth. Sin embargo, en un colegio muy pequeño, como lo era el Kensington School, con unos ciento sesenta alumnos, si recuerdo bien, repartidos entre clases que iban desde el kínder hasta lo que se llamaba el upper sixth, es decir, el último año del bachillerato, todo el mundo se conocía, y llegué a conocer bastante bien a Rodrigo, aunque nunca fuimos íntimos amigos.

En el Kensington School todos sabíamos quién era Gabriel García Márquez y habíamos por lo menos oído hablar de la sensacional novela que había publicado unos pocos años antes. Recuerdo que un día durante el recreo, Rodrigo, rodeado de compañeros y compañeras del colegio, compartía anécdotas sobre la novela de su padre, más que nada sobre el proceso de su escritura. Contaba que era una novela que su padre había querido escribir durante veinte años, llevándolo dentro, por así decirlo, pero sin encontrar la fórmula que le permitiría transferirla a la página. Y recordaba que un día iba toda la familia camino a Acapulco para pasarse unas vacaciones cuando de repente su padre tuvo una especie de visión, una visión que le dio la clave para la escritura de la novela. Instantáneamente, decidió dar media vuelta y regresar a la Ciudad de México para encerrarse a escribir. Yo escuchaba esas historias fascinado por lo que me enseñaban sobre el proceso creativo.

Un día Rodrigo me preguntó si estaría interesado en leer la traducción al holandés de la novela de su padre. Me explicó que su padre tenía mucha curiosidad por saber si la traducción al holandés de Cien años de soledad era buena o no. No recuerdo qué le dije a Rodrigo. Me imagino que debo de haberle dicho algo así como, claro que sí, con mucho gusto leeré la traducción al holandés de la novela de tu padre, y después te diré si me parece buena o no, ya que al poco tiempo tenía una copia del libro en mis manos.

La primera traducción al holandés de Cien años de soledad fue hecha por Kees van den Broeck y apareció en 1972. Me parece probable, por lo tanto, que García Márquez acababa de recibir una copia de la traducción y que al recibirla decidió preguntarle a su hijo si no tendría algún compañero holandés en el colegio que pudiera evaluar la calidad de la traducción. Por otro lado, es posible que el mismo Rodrigo haya visto la traducción al holandés en su casa, y que él le haya propuesto a su padre prestárselo a un compañero holandés del colegio. Quizás yo, en alguna ocasión, al escuchar a Rodrigo hablar de Cien años de soledad, le había dicho que tenía muchas ganas de leer la novela de su padre. No olvidemos, sin embargo, que en aquel momento Rodrigo, igual que yo, tenía trece años. Acepté sin pestañear la invitación de Rodrigo, pero en algún momento, seguramente muchos años después, empecé a preguntarme qué habría estado pensando el futuro Nobel de literatura. ¿Realmente creía que un compañero de su hijo, es decir, un joven de alrededor de trece años, sería capaz de evaluar la calidad de una traducción de su novela? ¿Era una forma de expresar la confianza que tenía en la mirada juvenil, la mirada, además, de alguien con muy pocas lecturas? ¿O se trataba más bien de un ejemplo del famoso sentido del humor del novelista colombiano?

La invitación para leer la novela de García Márquez, es decir, para leer una novela que no formaba parte de la literatura infantil o los libros para jóvenes adultos, llegó en un momento muy propicio para mí. Hacía poco que había hecho la transición de la literatura juvenil a la literatura tout court. De hecho, recuerdo el momento exacto en que realicé ese salto. Fue en Semana Santa del mismo año, 1972. Estábamos pasando unas vacaciones en la costa cerca de Valencia. Mi madre traía una novela de John O’Hara, un novelista estadounidense muy leído en aquella época, un autor middlebrow, como dicen en inglés, cronista de las costumbres y los escándalos de la clase media y media alta del medio siglo en Estados Unidos.  Mi madre no había empezado a leer la novela, así que un día me puse a leerla yo. Leí sesenta páginas, y una vez llegado a ese punto, le pedí permiso a mi madre para seguir leyendo. Después de esas vacaciones empecé a saquear el librero de mi padre: leí a Saul Bellow y John Updike, Jean-Paul Sartre y Albert Camus (en traducciones al inglés), George Orwell y D.H. Lawrence, además de otros autores más middlebrow, o incluso lowbrow, como Leon Uris y Harold Robbins. Así que se puede decir que tenía algo de preparación literaria cuando me senté a leer Cien años de soledad.

Rodrigo me dijo que su padre poseía una sola copia de la traducción al holandés de su novela, por lo cual me rogaba que la tratara con mucho cuidado. Tengo un recuerdo un poco borroso de la portada del libro, ya que sólo ha quedado conmigo el color del diseño, no el diseño en sí. Era de un color naranja intenso, sin duda un intento de evocar el trópico. El libro era muy bonito, con un papel grueso, limpio, casi reluciente, y unas tapas que a pesar de ser tapas blandas, eran muy firmes. No tengo un recuerdo detallado de la impresión que me dejó la novela en sí. Sé que disfruté de su lectura. También sé que el hecho de leer la novela en holandés tuvo el efecto de darle al mundo evocado por García Márquez un sabor profundamente holandés, como si Macondo estuviera empapado de una mirada holandesa, e incluso formara parte del mundo cultural de mi país de origen.

Cuando le devolví la copia de la traducción al holandés de Cien años de soledad a Rodrigo le dije, sin entrar en detalles, que la traducción me había parecido buena. Recuerdo, sin embargo, que una compañera del colegio, una chica norteamericana de la cual en aquella época yo estaba enamorado, manifestó gran sorpresa cuando se enteró de que había leído la novela de García Márquez no en el original, sino en una traducción. “Oye, ¡te perdiste lo mejor de la novela!” me dijo. “¡Si lo mejor son las palabrotas en español!”, agregó. Mi amiga sabía, aparentemente, que las palabrotas de Cien años de soledad no podían ser traducidas a ningún otro idioma. Me quedé con la idea de que había cometido una gran estupidez al no leer la novela en español.

II. Hace poco, releí Cien años de soledad. Fui en busca de alguna pista que me pudiera ayudar a entender el gesto un poco insólito de García Márquez al prestarme la traducción holandesa de su novela, cuando yo ni siquiera se lo había pedido. Creo haber encontrado la pista que buscaba.

Cien años de soledad es una novela sobre el tiempo, y es, además, una novela sobre las fases de la vida humana. En su representación del tiempo, la novela contradice la idea de un tiempo lineal y cronológico. El tiempo en la novela de García Márquez se fragmenta, da vueltas, y carece de un desarrollo lógico. En un sentido paralelo, las etapas de la vida humana tal como se retratan en Cien años de soledad tienden a no evolucionar de una forma clara y armoniosa; al contrario, frecuentemente parecen confundirse y perder sus contornos claros y precisos.

La novela traza un arco que va desde el origen de la comunidad —cuando “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre” (79)— hasta su final en el huracán que destruye a Macondo. La novela también posee un ritmo narrativo inusualmente fuerte que pareciera propulsar al lector siempre hacia delante. Pero dentro de este marco narrativo aparentemente progresivo y cronológico, el tiempo en Macondo se vive como algo discontinuo y desordenado. De hecho, son los mismos personajes de la novela que registran esta vivencia del tiempo como algo que parece quitarle sentido a la vida. Úrsula Buendía, por ejemplo, identifica una y otra vez el sentimiento de vacío y despropósito que el paso del tiempo parece producir. El tiempo “estaba dando vueltas en redondo” (337), piensa en una ocasión. Parece sufrir un “progresivo desgaste” (363), apunta en otro momento de la novela. Más adelante, vuelve a pensar que da “vueltas en redondo” (463). Pero Úrsula no es el único personaje que registra esta visión del tiempo: hacia el final de la novela, José Arcadio Segundo y el último Aureliano observan que “el tiempo sufría tropiezos y accidentes” (479). Y, mucho antes, el mismo narrador, refiriéndose a los intentos de los Buendía de diferenciar entre los gemelos, José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo, había apuntado que “el tiempo acabó por desordenar las cosas” (293), una inversión sin duda intencional del dicho según el cual con el tiempo todo se arregla. En resumen, el tiempo en Cien años de soledad es el instrumento de un profundo desorden.

Un desorden parecido parece afectar el concepto de las fases de la vida en la novela de García Márquez. El narrador de la novela manifiesta a través de toda la historia una fuerte preocupación por establecer la etapa de la vida por la que están pasando sus personajes. Ahora bien, siguiendo la regla identificada por numerosos críticos que han estudiado la novela de García Márquez, regla según la cual en el mundo de la novela todo sucede al revés, las etapas de la vida en Cien años de soledad, repetidamente se vacían de su significado normal. Los niños se comportan como adultos, mientras que los adultos parecen revertir a la infancia. Todo parece estar fuera de lugar.

Pensemos, por ejemplo, en los niños que parecen tener capacidades mentales excepcionales. Este es el caso del primer Aureliano, cuyo sino ya está prefigurado en el hecho de que nace “con los ojos abiertos” (97), y quien en una escena temprana de la novela, cuando tiene sólo tres años, le avisa a su madre que una olla con caldo hirviendo está a punto de caerse de la mesa, cosa que en efecto sucede poco después. José Arcadio Buendía, el padre del pequeño Aureliano, piensa que la infancia es un periodo de “insuficiencia mental” (98); sin embargo, la capacidad de su hijo para predecir el futuro constituye una clara refutación de esta idea. Un caso parecido es el del último Aureliano, quien, obligado por su abuela a quedarse encerrado en su casa, se dedica a leer, estudiar y conversar con su tío abuelo, José Arcadio Segundo. El resultado es que el joven Aureliano, incluso antes de llegar a la pubertad, sabe relatar la historia de su pueblo “con una madurez y una versación de persona mayor,” hablando “con tan buen criterio” que a su abuela le parece “una parodia sacrílega de Jesús entre los doctores” (478). En resumen, los personajes niños de Cien años de soledad frecuentemente parecen sobrepasar los límites de la etapa de la vida por la que están pasando.

Mientras que algunos de los personajes niños de la novela de García Márquez rompen con las barreras que los separan del mundo adulto, hay otros que nunca salen de la infancia, e, incluso como adultos, siguen pareciendo niños. Este es el caso de Rebeca, quien, siendo ya una persona adulta, sigue chupándose los dedos (189), y de Remedios, la Bella, quien llega a los veinte años “sin aprender a leer y escribir” (310). También hay personajes quienes al llegar a la última etapa de su vida empiezan a revertir a la infancia. Veamos el caso de Úrsula, de quien el narrador nos cuenta que como anciana “poco a poco se fue reduciendo, fetizándose, momificándose en vida,” de modo que “parecía una anciana recién nacida” (470). Una vez más, las distintas etapas de la vida se mezclan y se confunden.

Quizás la etapa de la vida que mayor fascinación ejerce sobre el autor de Cien años de soledad es la adolescencia. La adolescencia es la época de las iniciaciones, sobre todo las sexuales, a las cuales el narrador de la novela presta una considerable atención. También es una fase ambigua, de transición entre la infancia y la adultez, en la cual se combinan elementos que normalmente están separados. En otras palabras, la adolescencia parece socavar las diferenciaciones claras y precisas entre las fases de la vida. Cuando nos fijamos en los adjetivos que el narrador de Cien años de soledad emplea para describir a sus personajes adolescentes, nos damos cuenta que una y otra vez subraya la naturaleza excepcional de esta etapa de la vida. El adjetivo “monumental” se utiliza en dos ocasiones para describir a un adolescente, primero para José Arcadio (109), el hijo primogénito del patriarca José Arcadio Buendía, y más adelante para su hijo Arcadio (198). A Rebeca y Amaranta se les describe como “adolescentes […] hermosas” (146), mientras que Rebeca más adelante es definida como una adolescente “espléndida” (156). Muchos años después, vemos que Remedios vive “una adolescencia magnífica” (346), mientras que Meme lleva a su casa “un tropel de adolescentes incansables” (380). Todas estas descripciones, subrayando lo descomunal, aquello que está más allá de la norma, llaman la atención a la gran atracción que el narrador de la novela parece sentir por esta etapa de la vida.

III. Yo releía la novela de García Márquez, tomando nota de los elementos que he venido señalando. Sentía que estaba al borde de una revelación, algún detalle o combinación de detalles que me ayudaría a entender el gesto, que he descrito más arriba como “un poco insólito”, de García Márquez al prestarme su copia de la traducción al holandés de Cien años de soledad. Pero la revelación que esperaba no se precisaba. Hasta que llegué al último capítulo de la novela. Allí el narrador nos habla del sabio catalán, dueño de una librería en Macondo, y mentor para un grupo de cuatro jóvenes amigos con quienes el último Aureliano empieza a asociarse. El sabio catalán representa la figura del maestro, una figura clave en el imaginario cultural latinoamericano. No puedo resumir aquí todas las estrategias didácticas empleadas por este personaje; quiero enfocarme nada más en un pequeño detalle de esta sección de la novela. Nos cuenta el narrador que el sabio catalán “puso a leer [a los cuatro amigos] a Séneca y a Ovidio cuando todavía estaban en la escuela primaria” (538). ¿Se trata de un acto insólito del personaje de García Márquez? Al reflexionar sobre este pasaje, me di cuenta que el sabio catalán estaba expresando su confianza en la inteligencia y la sensibilidad de sus jóvenes amigos, además de su creencia de que la gran literatura está cerca de sus lectores, no importa la edad que tengan.

Pensé que en aquel remoto episodio de 1972, que evoqué al principio de mi charla, García Márquez había hecho el papel de sabio catalán y yo me había convertido en unos de los cuatro jóvenes amigos que se reunían en su librería.

NOTAS

  1. Todas las citas han sido tomadas de la edición de Cátedra de Cien años de soledad.
  2. Texto leído el 21 de septiembre de 2017 en la UNAM Los Ángeles como parte de la mesa redonda “Cien años de soledad: medio siglo de lecturas”.

Maarten Van Delden es autor de Carlos Fuentes, Mexico and Modernity (Vanderbilt University Press, 1998) y, con Yvon Grenier, coautor de Gunshots at the Fiesta (Vanderbilt University Press, 2009)

 

 

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Posted: October 4, 2017 at 9:48 pm

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