Reflection
Razones ajenas a la literatura
COLUMN/COLUMNA

Razones ajenas a la literatura

Malva Flores

Por razones que no viene a cuento mencionar, ajenas a la literatura, durante un año he pasado el sesenta por ciento de mi tiempo acostada en la cama. He visto surgir las sombras del día a través de la ventana de mi cuarto, con el cerebro absorto en la inmensidad de una nada a veces colorida. Aunque no estoy enferma, el cuerpo me duele pues la carne no está hecha para esos abandonos prolongados y se rebela en forma de punzadas o de algo que ahora llaman (me han dicho, pero no he querido comprobarlo) fibromialgia. “Simple y llana tristeza”, pienso, y al hacerlo recuerdo aquel maravilloso ensayo de Salvador Elizondo, donde asegura que “la tristeza ha perdido el dominio de la literatura no así el del alma”. No sé si hoy podamos hablar del alma. Muchos cuestionarán su existencia, incluso en literatura. A lo mejor no existe, pero la tristeza vive allí.

Los periodos de tristeza prolongada fueron, en otro tiempo, propicios para la lectura. En un momento similar al que hoy me aqueja, cuando no existían la fibromialgia o la depresión como causas clínicas, pasé largos meses de mi adolescencia sentada bajo una jacaranda. Ahora pienso que nunca fui más feliz. Leí toda la obra de Zola, a Henry James completo, a Lawrence Durrell… Pocas cosas me emocionaron más que La montaña mágica. No por la presencia de Settembrini o de Naphta, sino por ciertos apuntes mínimos de la vida de Hans Castorp en el sanatorio.

La memoria lo borra todo y la cama, mi cancerbero fiel, me impide acercarme hasta el libro para verificar si Castorp describe con morbosa precisión la forma en que debía doblarse una manta sobre las rodillas o si, como lo recuerdo, se enamoró perdidamente de una rusa, Madame Chauchat, no por sus conversaciones sino por la placa que los médicos habían tomado de sus pulmones enfermos. Yo no leía para entender los procesos narrativos, las estrategias del autor, las prácticas del campo cultural, ni nada de eso. Como lectora, no me pensaba a mí misma en términos de “subjetivaciones-desubjetivaciones”… Leía para sentir nostalgia de lo que nunca había vivido.

Me volví una devota de Thomas Mann y sufrí lo indecible cuando vi Muerte en Venecia en su versión cinematográfica. Todo iba bien hasta que apareció Dirk Bogarde destruyendo a Von Aschenbach, en aquella escena terrible del maquillaje. Lo peor de todo fue la imagen final de Tadzio, señalando un punto del horizonte: una de las escenas más cursis de la historia del cine, en mi modesta opinión. Sólo Mahler y la prodigiosa fotografía salvaron aquel asunto. Me molestaba que eligieran por mí la voz, el aspecto, el comportamiento de los personajes que eran, de algún modo, míos. Me indignó que la cinta sugiriera de forma tan evidente lo que debía entender o sentir. No me importaba nada que el director fuera Visconti: yo seguía siendo adolescente y en la adolescencia esas cosas ocurren. Con el paso del tiempo modifiqué mi opinión sobre la película, pero había perdido la novela. Ahora, cuando pienso en ella mi memoria rescata la música de Mahler, la entrada admirable al puerto de Venecia y, después, las escenas del maquillaje y el adolescente erguido junto al mar.

La estocada final ocurrió años más tarde, cuando un profesor recién egresado de Yale y avecindado en la UNAM, me dio un curso sobre Doktor Faustus. Recuerdo vagamente que en esa época estaban de moda en la facultad Lyotard, Hayden White, el rizoma y no sé qué tantas teorías más que emergían de la boca de mi profesor brasileño como si él fuera un muñeco de ventrílocuo. Un profesor muy simpático, por cierto, que cambiaba de anteojos cada clase, a fin de que el color del armazón coincidiera con el de sus zapatos. El caso es que tuve que leer un semestre completo intrincados apuntes y teorías que aplastaban, literalmente, al pobre profesor Zeitblom y a Leverkühn bajo el peso de largas disertaciones —en francés, inglés, italiano y portugués— que aparecían, pensaba yo, como salidas de la canasta de un embaucador extravagante. Yo era muy joven entonces pero tenía la sensación de que me estaban robando algo irrecuperable.

Durante mi ya larga estancia en la cama no he podido leer más que poesía. No porque intente sentir nostalgia sino respirar, diría en uno de esos arranques líricos que me produce la inmovilidad forzada. En mi descargo —y para legitimar mi pensamiento y mi respiración—, recuerdo que estudios científicos demuestran que leer poesía es mejor que leer libros de autoayuda, según constataron investigadores de una universidad británica. Admito, sin embargo, que leer sólo poesía está mal, pues por razones ajenas a la literatura me volví profesora de literatura y un profesor debe estar al tanto de todo, conocer las últimas novedades teóricas y críticas; establecer “líneas de generación y aplicación del conocimiento”; “socializar los saberes, mediante estrategias que promuevan la horizontalidad del discurso y no la verticalidad de las prácticas docentes”, entre otras recomendaciones que son políticas, que son manuales, que son formatos, que es un tabulador y no una rosa pues, ya se sabe: “Una rosa es una rosa es una rosa”. No hay una sola palabra en esos manuales intrincados que hable del entusiasmo. No hay una sola referencia —ni en ellos, ni en los sesudos informes de investigación que leo a menudo—, donde la nostalgia por lo que nunca vivimos tenga un sitio.

No sé si hoy podamos hablar del alma. Muchos refutan su existencia con incontestables legajos científicos. Comprendo entonces que mientras el alma no se legitime o se re-legitime (para estar a tono con el re que distingue nuestra era), mi tristeza no tiene lugar, ni mi nostalgia.


SONY DSCMalva Flores es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing/ Conaculta, 2014). Es columnista de Literal. Síguela en Twitter: @malvafg


Posted: February 19, 2015 at 7:32 am

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