Essay
Ilusiones de paz

Ilusiones de paz

John Gray

Traducción al español de David Medina Portillo

 

“Hoy damos por sentado que la guerra ocurre en países más pequeños, pobres y atrasados”, escribe Steven Pinker en su nuevo libro, The Better Angels of Our Nature: the Decline of Violence in History and Its Causes. El célebre catedrático de psicología de Harvard discurre sobre lo que llama la “Larga Paz”: “En general, las grandes potencias y Estados desarrollados han dejado de hacerse la guerra unos a otros”. Como resultado de este “bendito estado de cosas”, precisa: “dos categorías íntegras de la guerra –aquella para adquirir colonias y otra para conservarlas– no existen más”. Antes y ahora se han suscitado conflictos menores. “Es cierto que [las superpotencias] de vez en cuando se enfrentan recurriendo a sus aliados más pequeños; así, delegan la guerra a sus Estados clientes”. Pero estos episodios no disminuyen el entusiasmo de Pinker sobre la Larga Paz. Los conflictos crónicos ya sólo son previsibles en algunas zonas atrasadas del mundo. “Las guerras tribales, civiles, privadas, esclavistas, imperiales y coloniales, han enardecido a los países en desarrollo durante milenios”. En las zonas más civilizadas, en cambio, la guerra ha desaparecido. No obstante, el proceso no es del todo irrevocable: los grandes enfrentamientos podrían estallar de nuevo, incluso entre las grandes potencias. Aunque el cambio producido hasta hora en los asuntos humanos es fundamental: “una transformación de fondo que apoya nuestras predicciones sobre el futuro”, la Larga Paz en un mundo donde la violencia está en disminución constante.

Un lector escéptico podría preguntarse si los brotes de paz en los países desarrollados y los conflictos endémicos en las zonas menos afortunadas no están conectados de alguna manera. ¿La ola de violencia que asoló el sudeste asiático alrededor de 1945 fue consecuencia del atraso inmemorial de la región? ¿O se trató de una civilización refinada, destrozada por la conflagración mundial y las secuelas de décadas neo-coloniales –como Norman Lewis dio a entender en el profético relato de sus viajes por la región, A Dragon Apparent (1951)? Es cierto que la Segunda Guerra Mundial fue seguida por más de 40 años de paz en América del Norte y Europa –a pesar de que la mitad oriental del continente vivía una paz basada en la ocupación soviética. Pero no hubo calma entre las potencias que surgieron como rivales tras el conflicto mundial.

De la misma manera que las sociedades ricas trasladan su contaminación a países pobres, las sociedades del mundo altamente desarrollado exportan sus conflictos. Asimismo, han estado en guerra todo el tiempo –no sólo en Indo-China sino también en otras regiones de Asia, Medio Oriente, África y América Latina. La guerra de Corea, la invasión china del Tíbet, la contrainsurgencia británica en Malasia y Kenia, la abortada invasión franco-británica de Suez, la guerra civil de Angola, décadas de ofensivas intestinas en el Congo y Guatemala, la Guerra de los Seis Días, la invasión soviética de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968, las conflagraciones Irán-Irak y la guerra soviético-afgana son sólo algunos episodios bélicos a través los cuales las grandes potencias dan seguimiento a sus rivalidades y evitan las ofensivas directas entre sí. Cuando al final de la Guerra Fría la Unión Soviética salió de escena, los problemas no concluyeron. Continuaron con la primera guerra del Golfo, la de los Balcanes, Chechenia, Irak, Afganistán y Cachemira, entre varios ejemplos más. En conjunto, todos estos enfrentamientos suman una cantidad de violencia formidable. Sin embargo, para Pinker son menores y periféricos y no vale la pena mencionarlos. La verdadera historia, según él, está en el boom de la paz en las sociedades avanzadas: un cambio que augura la transformación sin precedentes de los asuntos humanos.

 

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Mientras Pinker monta un gran espectáculo confiado en hechos evidentes –las más de 700 páginas de su voluminoso tratado están repletas de gráficas y estadísticas–, su argumento de que la violencia está de salida no ofrece pruebas similares; al final, se apoya sólo en hipótesis científicas. Cita numerosas razones para el cambio, incluyendo el aumento de la riqueza y la propagación de la democracia. Pero para él, ningún elemento es tan importante como la adopción de una visión particular del mundo: “la razón de que tantas instituciones violentas sucumbieran en tan corto tiempo fue que los argumentos que las liquidaron pertenecen a esa filosofía consistente que surgió durante la edad de la razón y la Ilustración. Las ideas de pensadores como Hobbes, Spinoza, Descartes, Locke, David Hume, Mary Astell, Kant, Beccaria, Smith, Mary Wollstonecraft, Madison, Jefferson, Hamilton y John Stuart Mill, etc., se aliaron en una cosmovisión que podemos llamar el humanismo de la Ilustración”.

No obstante, se trata de pensadores muy dispares y está lejos de ser claro cómo cualquier filosofía seria podría haberse “aliado” con base en ideas frecuentemente incompatibles. Las dificultades se magnifican cuando Pinker incluye a Marx, Bakunin y Lenin, quienes pertenecen –indiscutiblemente– a la extendida familia de los movimientos intelectuales que comprende la Ilustración, pero que están “fuera de la lista”. Como un moderno partisano de los “valores de la Ilustración”, Pinker prefiere ignorar el hecho de que muchos pensadores de esa Ilustración han sido doctrinalmente antiliberales, en tanto que muy pocos han favorecido el uso de la violencia política a gran escala, después de los jacobinos que insistieron en la necesidad del terror durante la Revolución francesa, hasta Engels, quien daba la bienvenida a una guerra mundial en la que los eslavos –“aborígenes en el corazón de Europa”– serían aniquilados.

La idea de que se puede construir un nuevo mundo mediante la aplicación racional de la fuerza es peculiarmente moderna, detonadora de aquellas ideas sobre la acción revolucionaria y el terror pedagógico provenientes de un cauce influyente de una Ilustración radical. Menospreciar esta tradición es extremadamente importante Ilusiones de paz para Pinker. Junto con humanistas liberales de todas partes, considera el núcleo de la Ilustración como un compromiso único con la racionalidad. Y el hecho de que prominentes figuras de la Ilustración hayan favorecido la violencia como instrumento de transformación social es, por decirlo suavemente, incómoda.

Existe una dificultad más profunda. Como tantos evangelistas contemporáneos del humanismo, Pinker da por sentado que la ciencia respalda un relato iluminista de la razón humana. Dado que la ciencia es una creación nuestra, ¿cómo podrían los seres humanos no ser racionales? Indudablemente, la ciencia y el humanismo son una y la misma cosa. Resulta muy curioso –aunque es totalmente típico del pensamiento actual– que la ciencia deba vincularse con el humanismo de esta manera. Sin embargo, no puede haber ninguna garantía de que reivindicará los ideales ilustrados de la racionalidad humana. La ciencia también podría acabar mostrándonos que son irrealizables.

Ciertamente, este no fue un conflicto que haya enfrentado a ninguno de los pensadores que Pinker cita. Ninguno de ellos basa su punto de vista del animal humano en los hallazgos de la ciencia. El origen de las especies apareció el mismo año que el libro de John Stuart Mill Sobre la libertad (1859), pero el humanista liberal más influyente (quien murió en 1873) nunca mencionó a Darwin en sus obras seminales. Aunque Mill escribió extensamente sobre la necesidad de una “ciencia moral”, su punto de vista de los seres humanos era una mezcla de filosofía clásica (especialmente Aristóteles) e ideas de desarrollo personal impregnadas de romanticismo. Mill nunca consideró la posibilidad de que sus puntos de vista sobre los seres humanos pudieran ser tergiversados por la investigación científica. Sin embargo, no hay que juzgarlo con demasiada dureza. Mill no estaba obligado a considerar si su punto de vista sobre la humanidad coincidía con aquella ya que la ciencia evolutiva apenas estaba naciendo.

Pinker y sus colegas humanistas cuentan con una excusa. La psicología evolucionista está en plena infancia aún y gran parte de lo que pasa por conocimiento en ese contexto no es mucho más que simple especulación, o algo peor. Han existido innumerables intentos de aplicar la teoría evolutiva a la vida social y pese a que no hay ningún mecanismo en la sociedad comparable a la selección natural en biología, se ha producido una larga sucesión de metáforas engañosas en las que los diversos sistemas sociales se ven, erróneamente, como organismos vivos. De hecho, si hay algo de sustancia derivada de una visión evolutiva de la mente humana, ésta debe ser la persistencia de la sinrazón.

Como ha demostrado la disciplina de las finanzas conductuales [behavioural finances] respecto de la toma de decisiones en condiciones de riesgo e incertidumbre, la percepción y pensamiento humanos son embargados por prejuicios, contradicciones y autoengaños. Dado que las nuestras son mentes animales –según los argumentos de Darwin en The Expression of the Emotions in Man and Animals (1872)–, las cosas difícilmente podrían ser de otra manera. Conformada por imperativos de supervivencia, la mente humana no funcionará normalmente como un órgano para la búsqueda de la verdad. Si la ciencia es la búsqueda de la verdad –una hipótesis que plantea varias preguntas difíciles–, no se sigue que algo similar sea posible en otras áreas de la vida humana. La idea de que los seres humanos pueden moldear sus vidas por el uso de la razón es una herencia de la filosofía racionalista que no encaja fácilmente con lo que sabemos de la evolución de nuestro cerebro de mamíferos. Y el resultado final de la investigación científica bien pudiera ser que las creencias irracionales son humanamente indispensables.

La ciencia y el humanismo están en desacuerdo más a menudo que sus coincidencias. Para un devoto darwinista como Pinker sostener que el orbe está siendo pacificado por la difusión de una visión particular del mundo es profundamente irónico. No hay nada en el darwinismo que sugiera que las ideas y creencias pueden transformar la vida humana. Sin duda, se han dado intentos de formular una idea de progreso en términos de competencias meme –conceptos vagamente definidos o unidades de significado que, en cierto modo, se celebran por su símil con los genes– aunque no se ha desarrollado nada como una teoría científica. Incluso, si hubiera cosas tales como los memes y de alguna manera compitieran entre sí, no hay por qué afirmar que los memes benignos serían los ganadores. Más bien al contrario, si hemos de guiarnos por la historia. Las ideas racistas son extremadamente resistentes y altamente contagiosas, como lo demuestra el resurgimiento del nacionalismo xenófobo y el antisemitismo de la Europa poscomunista. Lo son también las ideas utópicas, que han resurgido en el pensamiento neoconservador. La recurrente reaparición de estos memes sugiere que, fuera de algunas áreas muy estrechamente definidas de la investigación científica, el progreso es, en el mejor de los casos, irregular y difícil de alcanzar. La ciencia puede constituir la liquidación acumulativa del error, pero la afición humana hacia ideas tóxicas es extraordinariamente constante.

La ironía se complica si recordamos que Pinker logró notoriedad tras su intento de rehabilitar la idea de que la mente es inmutable y finita. Su bestseller The Blank Slate: The Modern Denial of Human Nature (2002), un ataque a la idea de que la conducta humana es interminablemente dúctil, fue controvertido por varias razones –no menos que su ataque a la creencia de que las culturas pre-agrícolas eran inherentemente pacíficas. El libro provocó una tormenta de críticas de humanistas liberales que intuían –con razón– que este énfasis en la continuidad de la naturaleza humana limita el alcance del desarrollo humano futuro. Parece que Pinker ha llegado a compartir esta misma preocupación, y su título actual es el resultado. El declive de la violencia sobre el que reflexiona en The Better Angels of Our Nature es una transformación sucesiva de lo que en su anterior libro, precisamente, parecía negar. Aunque en la contradicción en la que se encuentra atascado Pinker no está solo. Involucra a cualquiera que intente fusionar el darwinismo riguroso con la creencia en el progreso moral. Es poco probable que sea la última palabra sobre la evolución. Antes que identificar las leyes universales de la selección natural, sólo se pueden aplicar a un rincón del universo. Incluso si la teoría de Darwin es más o menos correcta, no puede haber ningún fundamento racional para esperar cualquier revolución en el comportamiento humano.

Se trata de una verdad perturbadora para los humanistas, incluso para Pinker. Aunque puede paliarse señalando sólo algún tipo de evolución constante en los seres humanos a partir de la cual, Pinker estará listo para considerar “la posibilidad de que en la reciente historia el homo sapiens ha evolucionado hasta convertirse en menos violento en el sentido técnico-biológico de un cambio en nuestro genoma”. El autor concluye reconociendo que existe muy poca evidencia, aunque es revelador que se tome en serio dicha posibilidad. La violencia social es simultánea de la especie humana. Y no porque ésta haya sido impulsada siempre por un instinto de agresión inherente. Algunos de los impulsos heredados de nuestro pasado evolutivo pueden inclinarnos al conflicto, pero otros –“los mejores ángeles de nuestra naturaleza”, como Abraham Lincoln los llamaba– nos inducen a la cooperación pacífica. Con el propósito de mostrar que en un futuro los conflictos se resolverán cada vez más en favor de la paz, Pinker debe reconocer algunas tendencias muy poderosas. Y hace su mejor esfuerzo, pero los cambios a los que alude –la propagación de la democracia y el aumento de la riqueza, por ejemplo– son más problemáticos de lo que advierte. La formación de los Estados-nación democráticos fue uno de los principales impulsores de la violencia del siglo pasado, con la depuración étnica de la Europa de entre guerra, los Estados poscolonialesy los Balcanes postcomunistas. La creciente prosperidad pudo actuar como una suerte de amortizante, pero no hay razón alguna para suponer que el aumento de la riqueza será infinito –y si la violencia zozobra, seguramente volverá. De muy diferentes maneras, los ataques contra las minorías e inmigrantes por parte de neo-fascistas en Europa, las manifestaciones populares contra la austeridad en Grecia y los disturbios del verano inglés más reciente, muestran los efectos peligrosos y perjudiciales de la brusca desaceleración económica para la paz social. Todas las tendencias que –aparentemente– están detrás de la Larga Paz, son contingentes y reversibles.

Hobbes es citado más de una vez por Pinker, pero uno echa de menos la percepción más importante del filósofo: que incluso si los seres humanos no estuvieran impulsados por la búsqueda del poder y la gloria, la estrechez e incertidumbre podrían conducirlos a conflictos entre sí repetidamente. La violencia recurrente es resultado del trastorno normal de la vida humana. De alguna manera Hobbes –un pensador temprano de la Ilustración e intrépido racionalista– fue excesivamente optimista sobre la capacidad de los humanos para librar disputas. Previendo un contrato social en el que el poder de la violencia es cedido a un Estado pacificador, no pudo tener en cuenta el hecho de que muy a menudo los humanos se adaptan a la violencia y la convierten en una forma de vida. (Cormac McCarthy presenta una imagen de esa forma de vida en Blood Meridian, recreación ficticia de mediados del siglo XIX en la zona fronteriza mexico-americana.) Cuando no es una forma de vida, la violencia es simplemente un método. El atentado suicida es moralmente repugnante, pero también es barato y muy eficaz: utiliza un recurso abundante y fácilmente remplazable –la vida humana– para alcanzar aquellos objetivos que podrían verse comprometidos si los autores sobreviven y, luego, son capturados e interrogados. Los humanos recurren a la violencia por muchas razones, y todo indica que sucederá del mismo modo en un futuro previsible.

Sin duda nos hemos vuelto menos violentos en algunos aspectos. Pero es fácil para los humanistas liberales pasar por encima de aquellos aspectos en que la civilización ha retrocedido. Pinker no es una excepción. Tal como aminora el exterminio en masa de algunos países en vías de desarrollo en tanto pruebas de su atraso y sin investigar si el hecho podría estar relacionado, de algún modo, con la paz en el mundo desarrollado, celebra la recivilisation de Estados Unidos sin preocuparse mucho por los que pagan el precio de tal proceso. Al  definir mal ciertos cambios culturales –por ejemplo, la disminución de los valores de honorabilidad y autocontrol de los años sesenta, afirma, fue resultado de la influencia “de la contracultura”–, su análisis tiene un sabor de prensa amarillista, apenas retocado por su recurrencia a unas no siempre muy claras estadísticas.

A pesar de todo, Pinker insiste en destacar un conjunto de números. “A principios de los años 90 los estadounidenses estaban infestados de asaltos, pandillerismo y balaceras”. Las consecuencias han sido claras: “hoy más de dos millones de norteamericanos están en la cárcel, la tasa de confinamiento más alta del planeta. Esto implica a tres cuartas partes del uno por ciento del total de la población, con una proporción mayor de hombres, especialmente jóvenes afroamericanos”. El sorprendente número de éstos en las cárceles de los Estados Unidos se debe al impacto desproporcionado del proceso de decivilising sobre los negros, en particular por la elevada tasa de hijos nacidos fuera del matrimonio que, para Pinker, constituye la causa potencial de violencia en aquellas familias (de blancos o negros) privadas de la civilizadora influencia de las mujeres. Y aunque la “reclusión masiva” no ha revertido dicha tendencia, “retira de las calles a los individuos más propensos a la delincuencia, incapacitándolos legalmente”. Aparentemente, este experimento de encarcelamiento masivo en Estados Unidos es parte integral de un proceso de recivilising.

El enorme crecimiento del Estado penal norteamericano, que ha alcanzado un tamaño nunca visto en otro país, no se presenta como un avance inmediato de la civilización. Gran parte del aumento de la población carcelaria tiene que ver con las políticas represivas de Estados Unidos en materia de drogas, que Pinker respalda cuando observa: “Un régimen que monitorea a usuarios de drogas u otros delincuentes menores, producirá un cierto número de sujetos peligrosos capturados, una reducción mayor en las filas de los violentos en las calles”. Y si bien puede ser contraproducente en lo que respecta a su objetivo declarado de controlar el uso de drogas, parece que el régimen prohibicionista norteamericano ofrece un medio útil para abatir a gente indeseable. Nunca se considera la posibilidad de que el encarcelamiento en masa de jóvenes varones pueda, de alguna manera, estar relacionado con la desintegración familiar. El acceso irregular a la educación, la desaparición de empleos no calificados, los recortes a la asistencia social y la mucho mayor desigualdad económica, tampoco se consideran, a pesar de que tales factores explicarían con largueza el por qué hay tantos negros pobres y tan pocos blancos ricos en las cárceles de los Estados Unidos hoy en día.

Hablando con el vendedor de aspiradoras y agente británico de medio tiempo James Wormold, en Our Man in Havana de Graham Greene, el capitán de la policía secreta cubana (Segura) se refiere “a la clase torturable”: aquellos, sobre todo pobres, que esperan ser torturados y (según Segura) aceptan el hecho. El pobre en Estados Unidos no cae exactamente en esta categoría –incluso si algunas de las prácticas a las que está sujeto en las prisiones de Estados Unidos no están muy lejos de la tortura. Pero sin duda hay una clase encarcelable en los Estados Unidos, compuesta en gran parte por personas que Pinker describe como decivilised. Y una vez que han sido definidas de esta manera, hay una suerte de lógica en consignar dicha categoría de seres humanos a la custodia de un sistema de justicia barbárico.

La idea de Pinker de colocar las esperanzas de paz sobre la ciencia es profundamente instructiva, atestigua nuestra persistente necesidad de fe. Pero no necesitamos ninguna ciencia para saber que los seres humanos son animales violentos. La historia y experiencia contemporáneas nos ofrecen pruebas suficientes. Para los liberales humanistas el papel de la ciencia es, en efecto, divulgar tal evidencia. Y recurren a ella para mostrar que, a largo plazo, la violencia disminuirá  –de ahí la panoplia de estadísticas, gráficos y la resuelta evasión de factores inconvenientes. El resultado no es más admisible que los esfuerzos de los marxistas por demostrar la necesidad del socialismo científico, o de los economistas del libre mercado en favor de la viabilidad de lo que, hasta hace poco, era aclamado como el Gran Auge. La Larga Paz es otro engaño y, como tal, efímero.

© Prospect Magazine


Posted: July 15, 2012 at 5:01 pm

There is 1 comment for this article
  1. Ramón Galindo at 8:48 am

    La disminución de la violencia es aplicable a las familias, a las barriadas, a las tribus y a los Estados. Esencialmente, los seres humanos que viven actualmente tienen menos probabilidades de padecer una muerte violenta o sufrir violencia o crueldad a manos de otros, que sus predecesores de cualquier siglo.

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