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In Memoriam David Viñas (1927-2011)

In Memoriam David Viñas (1927-2011)

Gisela Heffes

Este texto es un íntimo homenaje a David Viñas; homenaje que no busca una forma acartonada, rígida o formal que probablemente su nombre y fi gura en algún momento acrediten. Por el contrario, este texto busca hablar desde los intersticios más pequeños que me unen y unieron a David. Sé que habrá tiempo y personas dispuestas a recuperar al otro, al que lleva su nombre en mayúscula: autor y protagonista de tantos textos y hechos determinantes de la literatura y de la historia (y de la historia de la literatura) argentinas. Yo me quedo con el que conocí: elocuente, persuasivo, generoso, divertido, rebelde, infantil, afectuoso.

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El jueves 17 de marzo presenté en una conferencia que organicé y acaba de concluir, al escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Esta serie de conferencias giraron en torno al proceso de escritura y la imaginación creativa en la distancia. Es decir, fuera de nuestros lugares de origen. Mi introducción, siete días después del fallecimiento de David, me inspiró algunas impresiones e interrogantes que remito más abajo. Se trata de algunas refl exiones que trascienden la problemática escrituraria, abarcando cuestiones mayores, como la del impacto de este alejamiento en nuestras vidas privadas, los recuerdos, la forma en que comprendemos esos recuerdos, las pérdidas y más que nada, las condiciones inexorables de los desplazamientos.

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¿Qué efecto tiene en nuestra escritura el encontrarnos en un país al que las circunstancias nos han traído? ¿Cómo lidiamos con esa zona gris y borrosa, en la que algunos recuerdos aparecen difusos y frágiles, y otros se empeñan en perseverar en nuestra memoria, aún cuando hacemos un esfuerzo inhumano por conjurarlos? En un artículo titulado “Refl ections on Exile” el escritor y crítico Edward Said afi rma que los logros del exilio son permanentemente socavados por la pérdida de algo que uno ha dejado atrás para siempre. Hasta ahora, no había tenido esta percepción liminal del exilio. Siquiera había defi nido mi experiencia “en tránsito” de esa forma. Al desplazarme, había sido capaz de transformar la nostalgia en material escriturario con el fi n, quizá inconsciente, de atraer aquello que quedó en mi ciudad, aunque sea por medio de la imaginación, y plasmarlo en mis narrativas. No se trata exclusivamente de un esfuerzo por recuperar el pasado, sino también el espacio, el territorio que aúna un conjunto infi nito de personas, situaciones, un calendario de días y colores, risas, gritos, miedos y frustraciones, alegrías, experiencias, olores, logros y, fi nalmente, la partida. Porque partida quedé –como quedaron muchos– al partir, entre un lugar y otro, dividida, con un pie acá y otro allá. Curiosamente, “partida” comparte su raíz con muchas palabras: partir, partida, pero también parto. Porque irse es comenzar de nuevo, renacer. Al tropezarme con el artículo de Said, no obstante, sentí que algo de lo que decía encajaba con un sentimiento de pesar que me persigue desde el viernes 11 de marzo. Esa mañana leí un email personal, en el que me avisaban de la muerte de David. Me sentí socavada, como bien defi nió Said. Pero aún peor, me sentí impotente. Porque mi situación de emigrada me impedía estar allí, para decirle adiós. O peor aún, mi situación de emigrada me hacía ver los diez años que perdí sin, prácticamente, verlo. Pero ¿por qué? Quizá porque pensé que nunca moriría. Quizá porque cuando volvía, me enredaba en miles y miles de encuentros y desencuentros, posponiendo lo impostergable. La distancia me castigó: se me vino encima para decirme que cuando emigramos no hay nada postergable. Pero sobre todo, para decirme que cuando nos vamos, ya no conformamos ese círculo de presencias que constituíamos cuando estábamos allí. Que cuando nos vamos, no sólo nosotros perdemos lo que dejamos atrás, sino que ellos también nos pierden a nosotros, aunque continúan, con una ausencia presente al comienzo, una presencia que –también para ellos– poco a poco se diluye, se vuelve abstracta, difusa. También nosotros nos convertimos en fantasmas.

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Viñas vivió en el exilio. Huyendo de la dictadura militar argentina se refugió en Europa y Estados Unidos. Sus hijos fueron desaparecidos. Cuando presentó mi libro sobre escritores judíos argentinos habló de su hija. De su ombligo impreciso en un estómago que se expandía a causa del embarazo. Así estaba cuando se la llevaron.

¿Cómo es posible mirar hacia el cielo, sonreír, permanecer de pie luego de algo semejante? ¿Cómo no derrumbarse?

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Conocí a David en la Faculta de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Era entonces mi profesor en el curso de Literatura Argentina. Le conté que había escrito una novela, la primera de todas las novelas –cuatro– que nunca publiqué. Por ser la primera, era la más impublicable. Tenía un nombre pomposo y reminiscencias proustianas. Se la llevé, anillada, al Instituto de Literatura Argentina en la calle 25 de Mayo, para que la viera. La leyó en voz alta, frente a mí. Si estaba avergonzada por la grandilocuencia de mi lenguaje fastuoso, tengo que reconocer que sus comentarios me impresionaron. No me censuró ni se burló de lo que hoy sería risible y enternecedor (para usar una de sus palabras favoritas). Me acuerdo que, sentado en esa ofi cina destartalada, con muebles de madera antigua, completamente abandonada, miró a través de su ventana hacia el río, y me dijo:

–Ésta es tu ciudad. ¿Cómo hablarían tus personajes?

Había suspirado. Sus ojos estaban como risueños mientras hablaba. Ese amor por Buenos Aires, por Argentina, un amor que nunca dejó de cuestionar las corrupciones y miserias más enraizadas, me sorprendió. Me hizo ver mi vana fastuosidad sin necesidad de enfatizarla. Era obvio que mis personajes porteños habían perdido su habla…

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Todos estos fantasmas del exilio se vuelven presencias inmateriales a las que volvemos para que nos amparen, con sus palabras olvidadas. Ese jueves 17 de marzo no pensaba rendirle homenaje a David pero, al fi n y al cabo, no pude evitar hacerlo. A él le dejé mis plantas antes de partir. A él le debo, por infi nitas razones diferentes, la publicación de mi primer novela, la antología mencionada y la escritura de un ensayo inédito. Pero más que nada, a él le debo haber venido aquí, a los Estados Unidos.

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Cuando me invitaron a venir aquí, a comenzar los estudios de posgrado, lo primero que hice fue consultarlo con él.

–Andá, ventiláte un poco, te va a hacer bien tomar aire –me dijo, esta vez en su departamento de la calle Cochabamba.

También me dio un número de teléfono para que llamara, una vez allá (o acá). Era el de su nieta. Entonces estaba en Florida.

Nunca la llamé. Tampoco intenté escribirle. Yo misma estaba embargada por mi propio desarraigo. Ahora, en la distancia temporal y espacial, en la distancia inexorable que me separa de David, me pregunto qué efecto hubiera tenido llamarla. ¿Qué le hubiera dicho? Quizá David quería que alguien cercano a él la contactara y así, de manera indirecta, recuperar a su nieta, y recuperar algo mucho más preciado. El pasado. Las distancias que separan y juntan, las distancias de tiempo o espacio, las distancias y los desplazamientos que van resignifi cando las relaciones, percepciones, posicionamientos. Nuestras perspectivas y la de los demás. Todo en constante movimiento. Un constante fl ujo de objetos y personas que determinan los infi nitos tonos de las relaciones que se establecen y fracturan. Y así, así, así.

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Así, dejé mi propio departamento, mis queridos y queridas y, con una valija enorme azul y otra muy chiquita, mi violín, y una cartera de cuero marrón, un 9 de agosto del año 2000, me subí en un avión, y de allí a un ómnibus y luego a una camioneta que me llevaría a mi destino.

Vi a David unas cuántas veces más, de regreso a Buenos Aires: sea en un bar de la calle Corrientes, en el Instituto de Literatura Argentina o en su departamento. Llegué incluso a contarle mi proyecto de tesis: ciudades imaginarias latinoamericanas. Como siempre, me ofreció con esa generosidad tan suya, incontables nombres de espacios que se podían corresponder con lo que yo estaba tratando de trabajar. Nadie conocía (ni conoce) la literatura argentina como él. Conocía cada cruce, intersección, yuxtaposición y/u omisión. Se ofreció a servirme de “ayuda” en lo que fuera. También, se burló de que fuera una yalie.

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Además de sus textos, tengo incontables papeles y libros en los que hay anotaciones suyas. Eso es lo que me queda. Las palabras, los subrayados, las glosas. Pero lo que más me queda de él es su honestidad. Su forma honesta y apasionada de relacionarse con el mundo, una forma exenta de obsecuencia e intereses ocultos. Fue esta forma exenta, de hecho, la que le valió tantas pérdidas. Este homenaje íntimo, desde el exilio –un exilio voluntario, desde ya, pero no menos exilio– busca conectar a través de los recuerdos al Viñas que hizo de la literatura y el exilio no sólo un diálogo para la refl exión y la creación fi ccional, sino también una forma de compromiso intelectual que supo combinar acertadamente, el proceso de escritura creativa, la translocación y la acción política.

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David era un ateo. Al menos hasta lo que yo sé de él. En una ocasión me preguntó si me había vuelto “mística” ya que mencioné la palabra Dios. No sé en qué creía. Estoy segura que en algo debía creer, sea místico o no, algo que lo llevó a seguir adelante después de tantos desgarramientos. Quisiera que esa fuerza –llámese como se llame– lo haya por fi n empujado hacia los brazos incandescentes de María Adelaida y Lorenzo Ismael, sus dos hijos.

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Posted: April 25, 2012 at 10:16 pm

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