Fiction
La ciudad de Asclepio

La ciudad de Asclepio

Gisela Heffes

Los altos edificios se erguían metálicos y azules entre las pálidas nubes. Se retorcían como los cartílagos duros y tornasolados de las caracolas añiles, formando grandes arcadas, cúpulas de vidrio y bóvedas transparentes. Millones de corazones titilaban en su interior, estrellas blandas y carnosas que se conectaban a través de sus arterias por toda la ciudad. No había puertas en la ciudad de Asclepio, sino puentes, pasadizos subterráneos e incontables pórticos con forma de serpientes que se plegaban y enrollaban en un bastón, y que formaban las galerías de la ciudad. En el centro urbano, la médula de la cardiociudad, se erguía un parque frondoso, verde, colmado de hojas con forma de estrellas, las cuales se extendían en círculos como constelaciones de luminarias cetrinas. Había además una fuente de alabastro en el punto medio y equidistante de todos sus límites circulares, donde se levantaba un árbol de laurel, y en cuyas ramas crecían misteriosamente cabras y perros. Muchos llamaban la ciudad de Asclepio el santuario sagrado de la era más moderna de todas.

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Miles de figuras se deslizaban silenciosamente a través de los pasillos, corredores, callejones y galerías de la ciudad. Vestidas todas de blanco, con una túnica larga que arrastraban por el suelo, llevaban sus cabezas calvas, sandalias y un carnet de identidad colgado de sus cuellos. Era difícil diferenciar su edad o sexo, y todas las personas parecían fantasmas, delgadas y taciturnas.

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Los habitantes de este territorio independiente y autónomo tenían una rutina y cada mañana, al despertarse, se sumergían en aguas radioactivas que los purificaban. Luego debían presentarse ante los hijos de Asclepio, quienes los examinaban y les daban una tarjeta verde o roja, dependiendo de cada caso. Mientras la primera significaba que podían pasar el resto del día haciendo sus actividades diarias, la roja indicaba que debían remitirse a la galería de Yaso, donde se los sondeaban con una lupa hiperbólica. A veces recibían una tarjeta amarilla, que significaba “pausa”. Entonces los ciudadanos de Asclepio debían replegarse en sus habitaciones donde reposaban, leían y tomaban té o un licor fino.

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Hacía dos semanas que Ángela recibía de manera invariable la tarjeta amarilla. Su vida se había detenido, y Ángela sentía que no avanzaba ni retrocedía, sino que gravitaba en un eterno presente. Había llegado cuando las ocho agujas del reloj central se habían clavado en el centro más profundo de una piña de gelatina translúcida. El tiempo en la ciudad de Asclepio seguía una lógica de serpiente, y las horas solían retorcerse y hundirse en cavidades insospechadas.

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Esto fue lo que llamó primero su atención: cómo el tiempo se amalgamaba en instancias secretas, inadvertidas hasta entonces. De hecho, las horas podían sujetarse con las manos, y, aunque se escurrieran (su materia era muy gelatinosa), se preservaba la sensación única de haberlas poseído al menos un instante (también gelatinoso).

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Con su tarjeta amarilla sujeta a su carnet de identidad, Ángela se dirigió a una cafetería de la ciudad. Pidió un café con leche y una galletita de chocolate. Miró al señor que le hablaba, al otro lado del mostrador. No era un ciudadano de Asclepio. Vestía la ropa normal propia de las otras ciudades, aquellos espacios de los que Ángela sólo sentía una leve nostalgia. Le pagó con una sonrisa silenciosa, y llevó su bandeja con café y galletita hacia una mesa junto a la ventana. Luego de mezclar el café con azúcar y morder despacio su galletita, se puso los auriculares y escuchó música. Traía también un diario de notas, donde escribía día a día su experiencia en la ciudad de Asclepio.

Del otro lado de la ventana, los edificios impolutos brillaban con el resplandor del sol. Pequeños arbustos que habían sido podados y formaban esferas verdes, albergaban el canto de los pájaros calizos. La cafetería era una caja de vidrio, y los edificios se imponían en su interior, como un destino inevitable. Algunas de las figuras translúcidas, llevaban pequeños perros de la correa. Otras leían en un banco de piedra. Estaban quienes reparaban las veredas y quienes desenterraban la tierra con las manos. Era importante que tuvieran una actividad, les habían indicado. Había que encauzar la energía hacia el poder reanimador de Asclepio.

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Una brisa albina inundaba la ciudad. Nieve artificial coronaba los arbustos y los árboles del parque frondoso. Incluso las cabras y los perros con sus pelambres níveas. Los suspiros, las muecas, los gestos, las miradas, los silencios y el pulso glacial de las manos. Sonrisas eternas. Tristezas infinitas. Soledades inmaculadas. Luz plena y energética. El sol era la mano derecha de Asclepio.

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Ángela se encontraba sola. Su madre y su padre también habían venido a la ciudad de Asclepio, algunos años atrás, pero su poder reanimador no había sido lo suficientemente poderoso como para devolverlos al nivel de la realidad. Ahora se deslizaban por un subterráneo alternativo a este plano, nivel ontológico que llamaban “pasado”: éste consistía en un cubo enorme que albergaba todo tipo de elementos: desde personas hasta memorias inconclusas, conciencias e inconciencias, huesos, sueños, días y noches, polvo de luna, ojos, misterios, éxitos y fracasos, desdichas, tristezas, homicidios, momentos de alegría y colores, risas con dientes y sin dientes, y muchas cosas más. Un cristal delgado dividía el pasado del presente, y Ángela tenía permiso para visitar a sus padres, aunque sólo desde afuera. Entonces Ángela se asomaba al “pasado” y lo miraba como se mira un libro o un vestido en una vidriera.

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La palidez absoluta dominaba la ciudad de Asclepio, sus cúpulas angulares, sus vigas de acero, sus puentecitos laureados con bayas cristalinas, las torres con tejas pulidas y suaves, museos cincelados, toda su arquitectura diamantina, con sus olores antisépticos y sus emociones congeladas. Sólo de la vitrina que unía el “pasado” con el “presente” irradiaba una luz de colores. Con las manos pegadas al vidrio, la nariz aplastada, los ojos algo vacíos, Ángela buscaba a sus padres, quienes se confundían con la multitud de personas que se deslizaban, incandescentes, por toda la esfera. Si bien de lejos parecían maniquíes, las personas no estaban inmóviles sino que circulaban lentas, demoradas, como subidas a una enorme calesita.

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La multitud que vivía en el nivel “pasado” semejaba a una pintura abstracta de Jackson Pollock: pinceladas que se tornan difusas y yuxtaponen colores y formas deshechas unas sobre otras. Pero dentro de esa masa colorida e imprecisa que giraba despacio pudo distinguir el perfil de su madre primero, y luego su cuerpo, sus manos, su cuello, su mirada azul. Vio que se reía y vio también que se hamacaba en una silla mecedora. Reconoció la silla, reconoció los aros de su madre, reconoció el pañuelo alrededor de su cuello, reconoció la mirada perdida, antes de irse para ese “pasado” del que parecía disfrutar vivamente. Ángela golpeó el cristal de la esfera de vidrio, pero su madre no la escuchó. Golpeó más fuerte, ahora con sus dos manos, la nariz aún chata contra la superficie fría, sin resultados. La rueda giratoria del carrusel fue alejando a su madre y su mecedora de su mirada. Ahora veía frente a ella otras personas, otros recuerdos encarnados en formas extrañas. Ángela siguió golpeando, los nudillos de sus manos estaban rojos. Gritó con fuerza, llamó a su madre con desesperación. Esta vez dos de los hijos de Asclepio llegaron, la tomaron de las manos y la acompañaron, con suma suavidad, hacia el nivel exterior/superior, el plano real del “presente”.

–Necesitás descansar– recetó uno, y su compañera asintió.

Ángela entró en su habitación. Pensó que la inmersión en las aguas radioactivas purificadoras le producían un sopor profundo. Se recostó sobre las blancas sábanas de su catre metálico y cerró los ojos. Lloró en silencio, con miedo a que alguien conociera su dolor. Guardó el dolor en un compartimiento de su corazón hasta que por fin pudo dormirse. Entonces soñó.

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Estos sueños eran verdaderos: Ángela vivía en otra ciudad. Los niños remontaban barriletes naranjas y rojos. Otros cargaban barquitos de papel. Había un lago azul profundo, como un barril lleno de arándanos. Ángela, arrimada en la arena de ese lago, juntaba piedras y ramas. Después venía Pedro, y comían juntos manzanas y duraznos. El aire tierno y febril de pájaros y peces de colores. Su madre hablaba despacio, con un cigarrillo en la boca. Tejía una gorra de crochet. Se abanicaba con una revista vieja de moda, que hojeaba sin prestarle demasiada atención. Su padre mordía un habano cubano, y se reía, con sus amigos, mientras daba vuelta el cubo con los dados y movía las fichas del backgammon. Después, al anochecer, comían pizza en la terraza de la casa de los padres de Pedro, tomaban limonada dulce y hundían las moras en los huecos de las paredes blancas. La madre de Pedro gritaba. Su padre reía, junto al suyo, y a su madre. Había otras personas. Una mujer con un sombrero de paja, anteojos oscuros y uñas violetas. Se paseaba por la terraza con un abanico español, y un chal andaluz con cintas de raso aterciopeladas.

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–Despertáte– le dijo una voz. Era hora de ir a examinarse de nuevo. Dos hijas de Asclepio la miraban, con una sonrisa distante, reservada. Mientras se vestía, sintió cómo los últimos vestigios del sueño perdían sus colores y se emblanquecían hasta fundirse con el cal que adornaban los muros de mármol.

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Esa tarde conoció a Serafino. Vestía también una túnica blanca larga hasta los pies, el carnet de identidad, la cabeza calva. Acababa de llegar, y se hospedaba en la habitación contigua a la de Ángela. Mientras ésta marchaba con las dos hijas de Asclepio hacia la sala examinadora, cruzó una mirada fugaz con Serafino, quien miró de inmediato hacia abajo. Al instante, Ángela escuchó la puerta que se cerraba a sus espaldas. Luego de una breve marcha por corredores y pasadizos translúcidos, llegó a una habitación inmaculada, donde la esperaban jeringas, una lupa hiperbólica y cables que conectarían su cuerpo a una máquina imponente.

–Esta máquina–, le habían dicho dos de los hijos de Asclepio –lee tu cuerpo.

Su tiempo se fraccionó en todo tipo de exámenes: sangre, respiración, pulso, presión. Mientras Ángela miraba los números digitales creciendo o descendiendo, se preguntó qué tarjeta le habrían asignado a su nuevo vecino. Después de que le tomaran el pulso, el peso, le inspeccionaran los ojos, la garganta y la nariz, Ángela se sentó sobre un banquito, a la espera. Al cabo de media hora, una de las hijas de Asclepio volvió con una botella transparente en la que se encontraba un líquido azulado. Lo bebió en silencio. Otros quince minutos sobre el banquito. Una vez más, Ángela recibió la tarjeta amarilla. De esta forma, regresó a esa pausa perpetua en la que se había convertido su vida.

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En la cafetería que frecuentaba, el vendedor le preguntó su edad.

–Dieciséis– dijo, y sonrió.

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Vio un estremecimiento en el rostro del hombre. Sin comprender, dio media vuelta y se dirigió a su mesa favorita, junto a la ventana, cerca de esos pequeños arbustos domesticados cuyo interior anidaban pájaros blancos. Se colocó sus auriculares y comenzó a escribir su diario. Muchas veces sólo dibujaba: sirenitas, robles y arces en llamas, vastos océanos verdes, y siempre barriletes, barcos de colores.

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Las figuras delgadas, casi translúcidas, se desplazaban en silencio: algunas, con los ojos en alto, contemplaban el cielo estrellado de vigas y edificios; otras, con la mirada perdida en algún punto remoto, caminaban sin destino. Algunos habitantes de la cardiociudad se detenían para descansar en los bancos de mármol que bordeaban el parque, y alimentaban los pájaros con migas de pan. Cuando llovía, muchos rezaban para que pronto saliera el sol y apareciera el arco iris: en la ciudad de Asclepio las personas buscaban con gran ansiedad las bandas de colores que formaban una bóveda colorida y brillante sobre los ligamentos y tendones de estaño. Pero no llovía en ese momento y Ángela siguió dibujando, sin otros pensamientos que las piedras que recogía en el parque cuando iba de vacaciones con su madre y con su padre y toda su vida era una interminable partitura cromática.

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Dejó el violín en el piso y fue a abrir la puerta. Hace rato que golpeaban, pero no había escuchado los golpes porque se había compenetrado en las notas que practicaba. Abrió la puerta distraído, casi involuntariamente. Del otro lado estaba Ángela: sus ojos centelleantes, su cabeza redonda y calva.

–Te traje mermelada de frambuesa.

Serafino sonrió, y luego, aún con timidez, la invitó a pasar a su habitación. Había transgredido al franquear la devastadora lividez de sus paredes con reproducciones y cuadros de músicos y compositores. Ya se las harán sacar, pensó Ángela. Dirán que pueden traer bacterias del exterior y arriesgar las vidas de los ciudadanos de Asclepio. Sin embargo, Ángela no dijo nada. No quería encarnarse en una emisaria del desencanto. Además de la mermelada de frambuesa, trajo pan recién horneado, barras de chocolate, naranjas, y diferentes tipos de té.

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Esa misma tarde Ángela supo que a Serafino le habían dado la tarjeta roja. Se apenó por él, como se había apenado antes por su madre y por su padre. Supo también que no podría verlo muy seguido ya que pasaría gran parte de su tiempo inmerso en las aguas radioactivas purificadoras.

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Ángela pidió que le trajeran libros. Cuando no estaba cansada, leía por las noches. Otras veces miraba películas que se encontraban digitalizadas. En la ciudad de Asclepio había un catálogo de cincuenta mil películas y todas se encontraban disponibles a cualquier hora o lugar. Había pantallas por toda la ciudad, y los residentes podían además cargar sus propias pantallas, y ver las películas que quisieran. Así Ángela redescubrió un universo en colores y sonidos. Se dio cuenta que tanto ella como sus conciudadanos habitaban un universo de cinemática, mudo e incoloro. Escribió una nota a las autoridades de la ciudad de Asclepio, pero éstos respondieron con un carta de carácter legal, en la que explicaban que todas las medidas de blanquecimiento eran disposiciones necesarias para garantizar el bienestar de los ciudadanos de Asclepio. Ángela entonces se preguntó si esa blancura impoluta los salvaba o si, lentamente, los hundía en un desasosiego irreversible.

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Aprendió a hablar la lengua de Serafino. Su idioma denotaba una dulzura serena, apacible. Cuando Serafino no estaba fatigado, podían caminar por largos ratos y conversar. Serafino le hablaba de su música, de su orquesta soñada. Estaba estudiando en el conservatorio, cuando lo vinieron a buscar para llevárselo a la ciudad de Asclepio. Sus gritos y protestas no sirvieron de nada. Lo hacían por su bien, dijeron. Y lo llevaron a la fuerza, para sumergirlo en las fuentes de aguas radioactivas purificadoras. Ángela, para distraerlo, le regaló golosinas. Quiso sujetarle la mano con fuerza, pero le dio vergüenza. Lo miro con ojos verdes y brillantes, y luego quiso darle un beso, pero tampoco pudo. Quiso saber su edad.

–Catorce.

Ángela comprendió el estremecimiento del hombre de la cafetería.

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La tos de Serafino se intensificó. Su cuerpo estaba cada vez más delgado. Ángela no podía verlo tan seguido como antes ya que los hijos de Asclepio pasaban con él la mayor parte del tiempo. Cuando regresaba a su habitación, lo escuchaba tocar su violín, las notas frágiles, débiles. Entonces Ángela corría a su habitación y pasaba largos ratos con él. Quería cuidarlo, protegerlo. Tenía miedo que la abandonara y se fuera al “pasado”, como su madre y su padre, quienes ahora giraban en una calesita de colores, aunque dentro de una dimensión diferente, un plano al que ella no tenía acceso. Un día se animó y le agarró la mano con fuerza. No supo si Serafi no lo notó: los hijos de Asclepio llegaron al instante y se lo llevaron. Y aunque ella corriera detrás suyo, pronto los perdió de vista.

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Dos semanas más tarde Ángela recibió la tarjeta verde. Y tres meses después le dieron un formulario de cien páginas, con el que le devolvían a su vez la libertad. Siempre que un ciudadano recobraba la “libertad” había festejos en la ciudad, aunque sólo participaban en ellos los hijos de Asclepio. Las autoridades temían que incluir en los festejos al resto de sus ciudadanos podía causarles una angustia profunda, sobre todo en aquellos que tenían asignada una tarjeta roja permanente.

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–¿A dónde ir?– se preguntó entonces Ángela.

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Los hijos de Asclepio eran muy cuidadosos respecto a la información que proporcionaban a sus ciudadanos. Ellos tenían que garantizar lo mejor para sus habitantes y procurar además la armonía general de toda la ciudad. Por esta razón, cuando Ángela preguntó por Serafino éstos le respondieron que lo habían transferido a otro edificio, uno un poco alejado, agregaron, pero en el que las aguas radioactivas eran mucho más efectivas.

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Antes de su partida quiso visitar a sus padres por última vez. A través del pasadizo subterráneo se fue deslizando hacia abajo, hasta encontrar un túnel que la condujo hacia la esfera de cristal: el “pasado” vibraba, como siempre, con su velocidad y lentitud difusas e incompatibles. Con la nariz pegada contra el vidrio esperó que el carrusel girara un largo rato. La masa colorida circulaba con una demora propia de otro tiempo y otro espacio. Buscó la silla mecedora, buscó los aros, el pañuelo. Intensificó la mirada. Sus ojos fijos trataban de identificar el perfil de su madre, su risa, sus manos. Aguardó unos instantes: no pudo encontrarla. Vio en cambio pasar, cerca suyo, un joven de pie con un violín en alto. Reconoció el gesto frágil, la mirada cristalizada, una música hecha de silencios y sonidos extraños. Esta vez no pudo llorar en silencio. Golpeó fuerte, los puños cerrados primero, con las uñas y con los brazos después. Con sus ojos vaciados, húmedos, salados, pateó entonces el cristal, la esfera, el “pasado”. El vidrio que separaba el “pasado” del “presente” era sólido como una roca. De pie, junto a la vidriera, Ángela siguió llorando y pateando, gimiendo e implorando.

–¿A dónde ir?– repitió para sí –¿A dónde ir?–


Posted: April 20, 2012 at 7:28 pm

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