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La fuente de la popularidad del presidente
COLUMN/COLUMNA

La fuente de la popularidad del presidente

Alejandro González Ormerod

Mucho se ha escrito sobre los efectos y eficacia de las políticas públicas del presidente y él —exasperando infinitamente a sus críticos— no parece tener ni el más mínimo interés en sus reproches. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador se distingue tan profundamente de sus antecesores recientes porque, al parecer, no juega bajo las mismas reglas. El porqué de este cambio no es particularmente sorprendente ya que todas luces, las reglas del juego anterior no habían funcionado: la apertura económica de Salinas de Gortari falló. El concilacionismo de Fox falló. La mano dura de Calderón falló. Y Enrique Peña Nieto… A él llegaremos después.

Anteriormente, en la recién difunta era de la tecnocracia mexicana (1988-2018), la aplicación de cualquier política pública orbitaba alrededor de dos cuestiones básicas; su funcionalidad y su efecto tangible, dejando relativamente abandonado el campo de su impacto emocional. Para los tecnócratas, cómo se sentía la población al respecto de una política era una irrelevancia. Esto mismo lo dijo con menos palabras el expresidente Peña Nieto: “no gobierno para ser popular; impulso un cambio”.

Durante siglos los grandes intelectuales de su momento se la pasaron combatiendo arduamente por la hegemonía ideológica, protagonizando a pensadores como con Nozick a la derecha (“la propiedad privada es sagrada”) y Marx a la izquierda (“la propiedad privada es robo”), pero prácticamente nadie cuestionaba la fundación materialista de sus teorías. El materialismo dicta que toda ideología parte desde preceptos de la realidad objetiva del mundo que nos rodea —sí, podía haber materialismos dialécticos, históricos, metafísicos, etcétera, pero el éxito de cualquier idea debía basarse en la realidad medible de los resultados aplicados en la práctica.

Esta postura tecnocrática no es desdeñable en sí misma. Mucho vale el positivismo, el empirismo y la ciencia en la investigación, aplicación y medición de las políticas públicas. Conecta a aquellos que quieren hacer un cambio positivo con la realidad medible de sus acciones.

Sin embargo, un gobierno completamente utilitario obsesionado con macroresultados puede llegar a gobernar, no para, sino a pesar de su población. No hay que ir mucho más lejos que el cabal de los aptamente llamados Científicos del Porfiriato que pregonaban el mantra de “mucha administración y poca política”. Durante treinta años trajeron para muchos orden y progreso, ¿pero a qué costo?; para 1910 era evidente que había sido demasiado alto. Muchos partidarios del presidente por lo tanto apelan al necesario ajuste de cuentas con una casta de científicos neoporfiristas en esta “Cuarta Transformación”. Pero las evocaciones históricas ocultan un cambio de reglas mucho más estructural y profundo que a principios del siglo XX.

Antes la Revolución era verdaderamente revolucionaria; hoy, la situación de México no es tan diferente a la del resto del mundo. Vivimos en un momento histórico de cambios profundos en la estructura del capitalismo global y la crisis del viejo orden liberal internacional. Las estructuras globales de las cuales dependemos crujen bajo su propia inercia letárgica como han indicado Attenborough, Picketty, Hoskins y Acemoglu. Atrapados por un estatu quo deteriorante, solo era cuestión de tiempo para que llegara la reacción, pero ahora que ha llegado (en México con la victoria arrasadora de Andrés Manuel López Obrador), muchos de los que ahora forman la oposición simplemente no saben cómo catalogarlo. López Obrador no juega por las viejas reglas y en consecuencia es el presidente más exitoso de nuestro continente y de nuestros tiempos. ¿Qué pasa aquí?

El nuevo precio del voto

El presidente López Obrador es un gobernante idealista —en el sentido filosófico de la palabra. Él es una persona que gobierna, no enfocado en estadísticas o políticas que miden la realidad empírica que a su vez informan y alteran su curso, sino que más bien parte de la idea que la realidad del país es un reflejo de nuestra situación espiritual/mental/cultural/política colectiva. Para el presidente idealista la verdadera transformación solo vendrá por medio de un cambio profundo en las mentes de la ciudadanía.

El efecto directo de esta filosofía de gobierno se ve claramente en la política simbólica por medio de la cual rige el Ejecutivo. El presidente cierra un aeropuerto a medio hacer, a pesar de las graves consecuencias financieras y logísticas, pero que destruye de un zarpazo a un potente símbolo de la alianza entre el mal gobierno basado en la tecnocracia, la corrupción y la inversión extranjera. Cierra el penal en las islas Marías, a pesar de ser de los pocos referentes penitenciarios del país, porque representa los peores excesos de regímenes pasados —y no solo en los libros de historia sino en la memoria colectiva de los mexicanos. El presidente cree sinceramente que, si el gobierno es honesto, el resto del pueblo seguirá su ejemplo. Utiliza lenguaje y metáforas de índole religiosa, a pesar de ser líder de un Estado laico y un autodenominado juarista; la oposición, incrédulamente, apunta a la evidente hipocresía y se pregunta cómo podría ser tan estúpido como para minar así su propia “marca”. Sin embargo, lo que está haciendo el presidente es hablarle a la gente en el idioma que más resuena con ellos, no en el idioma de las élites a las que tendía a dirigirse el poder en el antaño tecnocrático de las últimas décadas o de la autocracia de los licenciados y “presidentes caballeros” del siglo pasado. En este sentido, el anti-AMLO perfecto fue el del candidato José Antonio Meade, quien habló exclusivamente con certeza técnica y cifras duras durante los debates presidenciales para llegar con eficiencia tecnocrática al penúltimo lugar en las elecciones. Lo que no entiende gran parte de la comentocracia actual es que a un público hay que abordarlo con el idioma que habla, no en el idioma que le gustaría que hablara.1

La militancia de Morena interpreta esta estrategia de comunicación política como la llegada de la democracia popular verdaderamente representativa. La oposición tilda el mensaje reduccionista del presidente de populista. Pero, irónicamente aquí las cifras duras de todas las encuestas científicas hablan al unísono y con contundencia: con una aprobación del 80 porciento, la estrategia del Presidente está funcionando. ¿Por qué?

La etiqueta de “populista” que tanto se usa para calificar a López Obrador es popular por su conveniencia. La definición neutra de la palabra describe efectivamente al comportamiento del presidente. Pero la novedad de López Obrador no está en su “populismo”. Por una parte, AMLO lleva años siendo “populista”, pero nunca con este grado de éxito. Por otra parte, nada de su populismo es especialmente nuevo. La historia nos brinda ejemplos de populismos milenarios: Mao, Perón, Santa Anna, Napoleón, Julio Cesar. La diferencia yace en el contexto específico de nuestra era. Hoy en día, la necesidad de gobernar de modo “populista” se ha agudizado gracias a la masificación, tanto de la información como del consumo, alterando fundamentalmente la relación entre el gobernante y el gobernado.

Electoralmente, México es un país sólidamente de clase media con una cultura arraigadamente clasemediera. Esta clase social fue la misma que le arrebató el triunfo en elecciones previas a López Obrador y la que se lo dio de manera contundente el año pasado. Este último punto es de importancia fundamental ya que, a diferencia del mito fundacional que comparten tanto los que apoyan y los que se oponen al Presidente, la preferencia electoral pro-Morena es proporcional al ingreso de los votantes —los pobres fueron los que menos votaron por AMLO en el 2018.

En una democracia masiva de clase media la divisa con la que se consiguen los votos es diferente a la de una democracia de pocos votantes o de electores pobres. Primero, la posibilidad de comprar votos se ha vuelto prohibitivamente caro —de hecho, hay mercados negros de votos bien estudiados que ponen el precio del voto hasta en $500 pesos. Además de su plusvalía individual, la compra del voto cada vez menos rentable en una democracia de cientos de millones de electores. Se podría decir que el 2018 fue el año en el que la elección ganada con un Frutsi y una torta o con el pacto entre caballeros se acabó. El voto ahora se consigue con cosas más intangibles; vivimos en un nuevo mercado político de transacciones simbólicas.

La simbología del poder morenista

El filósofo Jean Baudrillard argumenta que en era de la escasez —la premodernidad y la modernidad— los símbolos eran representaciones de una realidad literal y universal, pero para muchos inalcanzable. De ahí surgían desde las iconografías religiosas que representaban a los dioses (perfectamente reales para todos hasta hace poco) hasta las bolsas Louis Vuitton que marcaban un cierto prestigio social (mientras no descubrieran que el tuyo era falsificado).

Pero nuestra era posmoderna —digital, personalizada, masificada, globalizada— fusiona los símbolos con la realidad y los hace intercambiables. Es así como acabamos con fenómenos como el Fyre Festival —una fiesta ingeniada para proyectar una simulación de diversión que nunca existió—, o CryptoKitties —un mercado lucrativo de tokens digitales de gatitos, sin valor intrínseco alguno ni existencia física, que venden por millones de dólares—, o las cientos de personas que van a conciertos para verlos en sus celulares en grabaciones que nunca más volverán a ver. Según Baudrillard —predecesor intelectual del concepto del Matrix— nuestra civilización se ha deslizado hacia un permanente estado de simulación —un mundo de símbolos que representan cosas que no existen que todos colectivamente tomamos por verdaderos.

En este mundo de concepción posmoderna, la única opción de gobierno es uno que rige mediante símbolos. En este mundo simulado, el positivismo se vuelve una parodia de sí mismo; un positivismo posmoderno que valora sobre todo y cuida a toda costa las cifras abstraídas del PIB y del mercado de valores, pero que a la vez es impotente frente a los complejísimos e interconectados sistemas globalizados que rigen nuestras vidas.

Ya desde antes de AMLO en México se comenzaba a ver un gobierno simbólico. Enrique Peña Nieto, como presidente entre 2012 y 2018, tomó una ruta radicalmente diferente a la de sus predecesores. Donde ellos habían tratado de gobernar y legislar para cambiar la situación material de los mexicanos —desde Salinas con su liberalización económica hasta Calderón con su guerra contra el narco—, Peña Nieto inicialmente trató de combinar la visión materialista que lo precedió —regido tras bambalinas por los viejos tecnócratas— y, frente al público, buscó cambiar la imagen de México para afectar las percepciones de quienes ellos pensaban que verdaderamente importaban; los inversores extranjeros y las élites empresariales. Esto no llegaba a ser el idealismo lopezobrabdorista que llegó después, sino una especie de híbrido: un gobierno por marketing. Sobra decir que la realidad rápidamente sobrepasó al presidente de la televisión.

El destino que doblegó a Peña también amenaza la actual administración; a fin de cuentas, las balas y los billetes hablan más que los spots. El gobierno por marketing de Peña Nieto era un gobierno de materialismo liberal, pero que seguía filosóficamente materialista a pesar de todo. Buscaba afectar con mensajes aspiracionales las fuerzas impersonales e indomables de la globalización y de los mercados. El problema con esta filosofía materialista liberal (popular a nivel global en décadas pasadas) es que glorifica los ideales del gobierno democrático e intervencionista, mientras que a la vez da rienda suelta a los sistemas que realmente determinan los destinos de la población, incrementando contradictoriamente las expectativas y, a la vez, restándose injerencia.

Por lo tanto, la población votante tiende a seguir vinculando los flujos impersonales e inexorables de la economía, la sociopolítica global con las acciones de sus gobernantes.

Un estudio, publicado en 2015 por Daniela Campello y Cesar Zucco de la Fundação Getulio Vargas de Brasil, analizó 107 elecciones presidenciales de Latinoamérica desde 1980 y los comparó con las fluctuaciones de las tasas de interés y los precios de las materias primas a nivel global. El resultado fue contundente (pero poco sorprendente), las tendencias mundiales positivas beneficiaban al poder establecido, las negativas a la oposición. “Los votantes no separan al azar del buen gobierno”, concluyeron.

Cómo gobernar simbólicamente

Todo lo anterior indica que no hay nada más peligroso —y fútil— que regir con intenciones de cambiar la realidad material del país. Mucho mejor gobernar exclusivamente por medio de marcadores de acción y justicia simbólicos, ¿verdad?

Por supuesto que no.

Por una parte, el Gobierno de México sí está enfocado en pasar legislación, gobernar con resultados concretos y medir esos resultados para poder mejorar la vida de sus ciudadanos (y presumirlos). No por nada el gobierno mexicano manda a funcionarios al extranjero a vender la viabilidad de Pemex. Todavía hay un amplio enfoque sobre la “gobernanza técnica” y varios sectores del gobierno entienden la necesidad de aplicar políticas públicas sensatas. Pero lo que ha cambiado el nuevo régimen es la simbología de la aplicación de políticas públicas. Esta nueva estrategia de comunicación y retroalimentación es lo que lo mantiene sobre los azotes de las tendencias globales incontrolables.

El caso de Pemex y el petróleo es ilustrativo. Cuando el ex Secretario de Hacienda José Antonio Meade le explicaba a la ciudadanía la necesidad fiscal imperativa de tener que eliminar los subsidios a la gasolina, se armaron disturbios y protestas en contra de la hipocresía de un gobierno de ricos y corruptos. “Ni modo”, decía el Gobierno tecnócrata, “es un paso importante para asegurar el futuro macroeconómico de la economía mexicana”.

Hoy ya no hay “gasolinazos”, ahora se aplican “ajustes inflacionarios” al precio de la gasolina. Pero ahora, el presidente a la vez reduce salarios, vende el avión presidencial y se traslada en vuelos comerciales para ahorrar dinero. En verdad, el dinero ahorrado por estas medidas de austeridad personal del presidente son perfectamente irrelevantes frente a la magnitud de lo que costaría subsidiar la gasolina, pero la gente está mucho más dispuesta a aceptarlo. No basta con tener razón, hay que ser convincentes.

Tal vez el símbolo más poderoso que tiene López Obrador —el que le aseguró la victoria contundente y que consolidó su poder— fue su periplo por cada uno de los municipios de la República. El ejercicio tiene valor para el racionalista más objetivo; el gobernante democrático debe recolectar datos sobre los que gobierna para poder priorizar y diseñar políticas públicas. Pero, para el político idealista hay un efecto mucho más valioso. El simbolismo de haber ido a literalmente cada uno de los 2,558 municipios del país es enorme. El contacto físico con López Obrador le otorga un aura de cercanía emocional, de ser un hombre concebiblemente representativo de cada uno de los pueblos a los que se fue a plantar.

No sirve de mucho gritar sobre el populismo descarado del presidente desde las columnas de marfil opositoras si, por otra parte, él se ha tomado la molestia de salir a dar la cara. El simbolismo de recibir al presidente en Badiraguato, la cuna del Cartel de Sinaloa, para marcar el restablecimiento de la autoridad del Estado ciertamente no suplanta los servicios que faltan, ni la capacitación de la policía, ni la necesidad de justicia, pero ciertamente vale por más que un presidente que manda militares desde la comodidad de su oficina a cientos de kilómetros de distancia.

Claro que un gobierno de simbolismos en exceso puede ser nocivo para el país—y para la popularidad del presidente. Las opiniones de los banqueros que leen las tablas del Financial Times siguen importando para la estabilidad financiera; la ciudadanía eventualmente espera resultados tangibles, ya que nadie vive de símbolos. Douglas Haddow, en su crítica de la hipersimulación hipster, ve “una cultura obsesionada con la superficialidad de su pasado e incapaz de crear ningún nuevo propósito”, describiendo sin saberlo a un presidente que promete refinerías porque el gobierno pasado falló en su manejo del petróleo, sin darse cuenta que el verdadero desarrollo ya no puede depender de los combustibles fósiles. Igualmente, Haddow inconscientemente revela el porqué de los silencios de López Obrador en torno a temas de derechos sociales como el matrimonio igualitario y aborto que son cada vez más ensordecedores.

López Obrador definitivamente puede pecar, y ha pecado, de ser el presidente simbólico de un país que tiene una marisma de problemas muy tangibles y muy serios. Pero, la oposición no deja de cometer el grave error de desdeñar este nuevo modelo de comunicación política; el lenguaje simbólico del presidente lo hace muy popular y si la oposición quiere empezar a ser tomada en serio, debe tomar esto en cuenta. Ya que antes de criticar estas transparentes simulaciones presidenciales, habría que recordar que nosotros también jugamos a este juego posmoderno. No hay nada más simbólico que la emisión de un voto individual en un país de cientos de millones de electores. El valor objetivo de un sufragio personal tiende a cero y aun así cada seis años nos dirigimos a diluir el voto de otros con el nuestro con la esperanza de efectuar un cambio positivo. Somos seres simbólicos y el presiente lo entiende.

NOTA:

  1. Los refiero al nombre de esta columna a los que vean la contradicción entre el mensaje y el tono de este texto.

 

 

Alejandro González Ormerod. Historiador y escritor anglomexicano, colabora en Letras Libres Nexos. Es coautor de Octavio Paz y el Reino Unido (FCE, 2015). Actualmente es editor de El Equilibrista, columnista de Literal Magazine y titular del podcast Carro completo, dedicado a la historia y la actualidad política. Twitter: @alexgonzor. 

 

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Posted: March 28, 2019 at 9:39 am

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