Flashback
La historia de dos ciudades: el punk

La historia de dos ciudades: el punk

Miriam Mabel Martínez

“Era como si su espíritu y el mío hubieran conseguido, momentáneamente, salvar el abismo del lenguaje y de la tradición y unirse en la mayor de las intimidades”( It was as though his spirit, and mine had momentary succeeded in bridging the gulf of language and tradition and meeting in utter intimacy), así describe George Orwell el encuentro con un compa italiano al inicio del libro Homenaje a Cataluña, esa empatía es la que imagino tenía también Malcolm MacLaren por los muchachos que solían visitar su tienda, Sex, en King’s Road, en el Londres de los años setenta. O la que sentían Hilly Kristal, dueño del famoso CBGB neoyorquino por las bandas que encontraron en este espacio –en el energético y nada gentrificado East Village– el impulso y la audiencia para tocar su “OMFUG” (Other music for uplifting gormandizers). Así como Orwell se sumó al Ejército Republicano en plena Guerra Civil española, The Ramones, Patti Smith, Talking Heads, en NYC, y los Sex Pistols y The Clash, en Londres, se unían casi simultáneamente a un movimiento al que en ese momento los medios de comunicación designarían, despectivamente, como “Punk” y que dejaría, además de una huella musical expansiva, los cimientos de un estilo de vida –confeccionado por uno mismo y a la medida–: rebelde, fresco, contestatario y…, sobre todo, igualitario. Porque el punk nos dio una lección de empoderamiento, nos enseñó a confiar aun en nuestras limitantes y a revelarnos de la autoridad. Es, quizá, uno de los registros triunfantes de la anarquía en el siglo XX, tan conmovedor como la Barcelona que caminara Orwell, esa que aún controlada por los anarquistas, ofrecía un espectáculo maravilloso: “Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas” (It was the first time that I had ever been in a town where the working class was in the saddle). Escenas así serían constantes a mediados de los setenta en las tocadas punketas.

¿Habría existido un Johnny Rotten sin la lectura de la literatura distópica británica? Si bien la ola musical de los sesenta conquistó al mundo con su talento y su intelectualidad (basta escuchar a The Who, a Jethro Tull o a Pink Floyd para entrever la presencia de Charles Dickens, de Oscar Wilde) asumiendo el trono de un sonido sofisticado y una visión constructiva de la posguerra, los punks se rebelaban ante esa autoridad sibarita y, desde su punto de vista, cómodamente entumecida.

Tal vez esos muchachos de clases bajas se movían en las entrañas del mundo feliz de Aldos Huxley y se sentían acosados por la misma policía del pensamiento que persiguiera a Winston. ¿Se entiende Patti Smith o The Ramones sin la guía de la generación beatnik? Aquí y allá estos chicos dejaron de temerle al Big Brother. Antropólogos de su momento, se les escapaba el encanto de los sesenta. El swinging London no había sido suficiente para borrar el registro de la diferencia. En los círculos cercanos al Big Ben la vida ocurría a otro ritmo, y con otra moda más complaciente, pero ya se escuchaba a la vanguardia sonando en las periferias.

El nombramiento de Margaret Thatcher como ministra de Educación y Ciencia del Reino Unido sólo fue el principio del fin. Las consecuencias de la reducción de los gastos en educación (lo contrario a Winston Churchill, para quien la cultura significaba el escudo mayor del imperio británico) todavía nos sigue expidiendo la factura a nivel mundial; el eco de esos ajustes en el primer mundo neoliberal –como la supresión de la leche gratuita para los alumnos pequeños y, poco a poco, la eliminación de las materias artísticas y humanísticas, que apoyó la Dama de Hierro– rebotó en el tercer  mundo y en las políticas del libre mercado. En el capitalismo salvaje, el pensamiento es el enemigo número uno a derribar y “ser”, un peligro.

¿Qué podían esperar estos niños y jóvenes a quienes la autoridad les susurraba al oído que infancia es destino? Y el suyo vivía en la marginalidad, muy lejos ya no de la bonanza, sino de una vida justa e igualitaria. Los relatos de Dickens continuaban siendo fieles retratos de la realidad, pero el beat londinense marcado por la corona y el éxito, Pink Floyd (Atom Heart Mother, 1970; Meddle, 1971; Obscured by Clouds, 1972; The Dark side of the Moon, 1973; Wish You Were Here, 1975), ahogaba con su maestría las esperanzas de los menos privilegiados. El lado oscuro de la vida azotaba el día a día, los embargos petroleros, los problemas sindicales, las huelgas mineras y el conservadurismo preveían un futuro más desalentador que el vaticinado por George Orwell. La rudeza de El señor de las moscas, ese de William Golding, estaba presente en una generación que parecía no encontrar la salida… Hasta que escucharon a los New York Dolls.

Del otro lado del Océano Atlántico, el sonido industrial de Detroit con Iggy Pop al frente ya había abierto una brecha para los outsiders, y se subía, con un sonido más agresivo y una actitud retadora, al tren más experimental de Velvet Underground. Lou Reed e Iggy Pop sonaban “raro” para la armonía sesentera que los precedía, sus voces no resultaban precisamente tersas; al contrario, su imperfección tocaba la sensibilidad de quienes estaban dispuestos a hurgar otros sonidos a través de letras que también indagaban en los miedos. Total, ya David Bowie nos había presentado al hombre que vendió al mundo. En ese contexto, los New York Dolls sintetizaron una nueva dinámica que ofreció una posibilidad a su generación, que a diferencia de The Who, quien cantaba “I don’t need to fight to probe that I’m right”, estos jóvenes estaban dispuestos a hacerse escuchar por la autoridad. Exigentes y sin nada que perder (ya lo habían perdido de antemano) hicieron de su rebeldía su mejor arma.

Los en ciernes punks no necesitaban ser perdonados (¿de qué o por quién?), orgullosos de su origen obrero buscaron otros gurús y otros foros. En Estados Unidos, The Ramones con sus flecos y guitarras estridentes tocaban sin desenfado sobre sus preocupaciones cotidianas como “I don’t wanna grow up”, esa sinceridad era tan vital y tan sencilla como la batería y el bajo. ¡Quién necesitaba más!

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Los punk ingleses encontraron en músicos como Desmond Dekker, Peter Tosh, Bob Marley y sus Wailers, una lírica más contestaria; y en la tienda de MacLaren, con la  estética de la jovencísima Vivienne Westwood, la posibilidad –y en la tradición dandy– de expresarse con su vestimenta.  Pantalones de cuero, chamarras negras, alfileres, cabellos parados, roturas…, todo hecho por ellos mismos, para ellos mismos y en un afán de ser diferentes, de demostrar su enojo y mostrar sus posturas como lo hiciera Johnny Rotten con su legendaria playera de Pink Floyd en la que, simplemente, había agregado un “I hate”. MacLaren vio en él y en otros chicos asiduos a la tienda como Steve Jones, Paul Cook y Syd Vicious la oportunidad de crear una banda con sello británico en la línea de los New York Dolls. El movimiento punk apenas empezaba, rebelándose al estado autoritario y la policía del pensamiento orwelliana.

Como salidos de las diarios de guerra de George Orwell y con la misma inocencia que retrata a los republicanos en Homenaje a Cataluña, en los setenta los muchachos de la clase obrera salieron a las calles con los pantalones entallados gritando, saltando e impulsando una corriente musical estridente y original que proponía la brevedad como uno de sus principios. Menos es más. Tres minutos, tres acordes, tres instrumentos bastaron para dejar huella (aún en los poquísimos años, como en el caso de Sex Pistols, que duró la agrupación).

El descontento juvenil de los setenta había perdido su inocencia en el 68: ni las teorías situacionistas, el Peace & Love o las flores habían logrado nada; así que estos chicos asumieron su enojo y, sin prejuicios, exhibieron su ira por distintas pasarelas. En Estados Unidos el punk tomó un camino más intelectual y poético gracias a la sofisticación de Patti Smith y de los Talking Heads, banda que iniciaría el New Wave; en Reino Unido tomó una más ruta política. Subcultura en América, contracultura en Europa, el punk representó, desde su inicio, la expresión musical de la anarquía.

Ni allá ni acá los jóvenes encontraban su lugar. Ni en la economía ni en la música ni en una sociedad que los reducía a ser uno sector consumista más. Si habrían de consumir, si habrían de pegarse al mercado, lo harían creando y consumiendo sus propios productos. Autofagacia sonora que los impulsó a reinventarse y a crear el London Calling (The Clash), la Anarchy in UK (Sex Pistols) o a cabalgar en los Horses, horses, horses de Patti Smith hacia un nuevo orden más allá del Road to Ruin de The Ramones.

Esa misma ruta ya había sido recorrida por George Orwell en su ensayo Why I write, donde hace un análisis sobre el nacionalismo británico en las distintas clases sociales, plantea el uso político del lenguaje y las trampas generadas en los ámbitos de derecha y de izquierda. Orwell se asume anarquista, y esta convicción no frena su mirada crítica, como pocos analiza los fracasos de la izquierda. En esta línea, los Sex Pistols con su God Save the Queen hacen una crónica iracunda de lo que sucede en las narices del Parlamento y de una sociedad que está dispuesta a sacrificarlos. Mientras que en Nueva York, el East Village se convierte en el laboratorio de arte más importante de la década a nivel mundial con figuras como Robert Mapplethorpe, Jean-Michael Basquiat, Keith Haring, Blondie, Sam Shepard, David Byrne, entre muchos otros.

Los punks arriba del escenario, en las calles, en la televisión mandando a la chingada a los conductores, encabezando las primeras planas de periódicos y portadas de revistas, vilipendiados desde un enfoque conservador que requería estigmatizar a los “malos” para fortalecer su discurso, nos enseñaron a tener confianza, a hacer de nuestras limitantes nuestras fortalezas. Nos encomiaron a hacerlo nosotros mismos, a intentar, a hacer. Como una verdadera y peligrosa pandemia, el sentimiento punk se desperdigó por el orbe. A finales de los setenta y principios de los ochenta había tantas bandas punk como público. Esta euforia refrescó no sólo la música, abrió además brecha en lo político, en la moda, en las artes.

Así como Orwell se enlistó para participar en la Guerra Civil española siendo fiel a esa sensación de que tenía que hacer algo, “aunque en realidad no podíamos hacer nada” (though actually there was nothing we could do), las bandas punk decidieron hacer algo. La historia ya se había enterado de que aquel “sueño profundo de Inglaterra, del que a veces temo que no vamos a despertar hasta que nos sacuda el estrépito de las bombas” (all sleeping the deep, deep sleep of England, from which I sometimes fear that we shall never wake till we are jerked out of it by the roar of bombs), descrito por Orwell estaba de regreso, sólo que ahora el estrépito que los despertaba era el sonido punk, que en la más pura conciencia anarquista, en la que sin ponerse el disfraz de los perdedores, entendían que la revolución no era suficiente, tal como escribiera Gustav Landuauer. “El Estado no es algo que se pueda destruir con la revolución; es una condición, una relación entre seres humanos, una modalidad de la conducta humana; lo destruimos mediante la contracción de otras relaciones, al comportarnos de una forma diferente”. (The state is not something which can be destroyed by a revolution, but is a condition, a certain relationship between human beings, a mode of human behaviour; we destroy it by contracting other relationships, by behaving differently”). Sex Pistols, The Clash, Patti Smith, Blondie, The Ramones, The Misfits, Black Flag… lo hicieron realidad.

Si Julia y Winston, en 1984, sueñan con la utopía, los punks hacen –aunque sea por un instante– posible la utopía. El Punk y su “do it yourself” es una actitud, y, sin duda, el gran legado.

martinez-miriam-mabel-150x150Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Ha publicado los libros de crónica Cómo destruir Nueva York (2005) y Crónicas miopes de la ciudad de México (2013), así como el ebook de ensayos Apuntes para enfrentar el destino (2013) y los libros infantiles Teoría de conjuntos (2011) y Equis (2015). Es parte del colectivo de yarn bombing Lana Desastre. Twitter: @tejerespunk


Posted: February 18, 2016 at 11:01 pm

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