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La mano que escribe

La mano que escribe

David Miklos

En días recientes apareció una lista de pronto polémica, llamada Bogotá 39 2017

Para Yásnaya Elena Aguilar Gil, con afecto,
ya sea en coincidencia o en divergencia, pero con la voz y el oído siempre abiertos

  1. ¿Qué fue primero, la escritura o la mano que, finalmente, la trazó?

Lejos de ser capciosa, la pregunta anterior se responde, salvo que entremos en disquisiciones metafísicas complejas, de manera sencilla: sin mano que la trace, no hay escritura.

Hay, sin embargo, una pregunta más difícil de responder.

La mano que escribe, ¿nace o se hace?

Quisiera no recurrir a la palabra “escritora” o “escritor”, que es quien porta dicha mano, y pensar mejor aún en la palabra “voz”, que es la representación sonora del trazo dejado sobre el papel –o sobre el soporte que el lector prefiera– por la mano que escribe, es decir, la “voz” es la escritura que se dice, ya sea a través de la voz interior de quien la lee o de las palabras vueltas sonido de quien procesa el texto en su cerebro y lo dice, lo saca no sólo de sí sino, temporal, fugazmente, de la página –o el soporte elegido– que la contiene.

Pero no respondí a la segunda pregunta planteada en estas líneas iniciales.

Y, por ahora, no lo haré, sino que abundaré en otro asunto.

  1. En días recientes apareció una lista de pronto polémica, llamada Bogotá 39 2017, concebida por los organizadores del Hay Festival, que ya habían hecho lo mismo una década anterior, con la originaria lista Bogotá 39, compuesta por autores latinoamericanos menores de 40 años cuya obra, en mayor o menor medida consolidada, era “la mejor” del orbe.

La empresa es un eco de lo realizado en su momento por la revista literaria inglesa Granta, que en 1983 hizo una lista de los “20 most promising young British novelists under 40”, es decir, los 20 escritores británicos más prometedores y menores de 40 años.

El experimento de Granta es una piedra angular de la historia no sólo literaria sino editorial del Reino Unido y, claro, de los países, sobre todo España y en particular la editorial Anagrama, que se hicieron de los derechos de la obra de dichos autores, hoy aún reconocidos y reconocibles, algunos más que otros, casi todos –que si no todos los todavía evidentes– varones y blancos.

Sobra decir que Granta ha hecho esta lista cada 10 años, aunque nunca con el mismo efecto ni impacto que su lista originaria de 1983.

De regreso en nuestro continente, la primera lista del Hay Festival, presentada en 2007, provocó su consabida polémica, aunque quizá no tan aguerrida y fuera de sus cabales como la ocurrida este mismo año, hace apenas algunos días (hoy aún vigente, llena de ecos).

En el caso de los escritores mexicanos elegidos, hay cuatro mujeres, y fueron ellas las que acabaron debajo del círculo del reflector, para no decir de la vociferante queja: ¿por qué ellas, todas “niñas bien”, peor aún, exitosas, y no otras?

Entrecomillo “niñas bien” –y no exitosas: esa es otra historia– para no hacer una lista amplia de características de “privilegio” –que también entrecomillo– que, en realidad, no tienen nada que ver con la escritura en sí, es decir, con la escritura en estado puro, buena o mala, de las enlistadas.

Y es que lejos de volcarse sobre la propia escritura, que es la sustancia última de la literatura y, luego, de su comercio –allí donde la mano que escribe es amputada o se vuelve invisible o, sin más, regresa a hacer lo que mejor sabe: escribir–, las críticas quejosas, quejumbrosas, ahondaron en la genealogía, la formación, la historia privada y el lugar de residencia de dichas escritoras.

Es decir, lejos de obviar a las autoras y poner la lupa sobre su escritura –luego sobre su devenir literario–, los portadores del reflector se pusieron a hacer sociología más que crítica, acusando a un sistema –esa cosa tan inasible, tan difícil de definir o de ver– de celebrar no la calidad sino el privilegio, no fijarse en sus manos que escriben sino en sus meros cuerpos.

Pero este tampoco es el corazón de estas líneas, de este texto cada vez más amplio y evasivo de su quid.

  1. A mí, en lo personal, la circunstancia presente y la historia privada o pública de los cuerpos que poseen las manos que escriben –es decir, las escritoras y los escritores– suelen tenerme sin cuidado.

¿Qué más me da que fulana de tal sea hija de un embajador y haya estudiado y vivido fuera de México, aunque mexicanísima, la mayor parte de su aún joven vida, o que perengana proceda de una universidad privada y no pública, alejada del pueblo, o, más aún, que zutana tenga apenas un libro publicado y se dedique en realidad a otras lides y sea muy amiga de o cercana a los que evangelizaron la lista y que, finalmente, mengana, de nuevo, no viva en México pero su libro casi único haya sido traducido ya a un buen puñado de lenguas?

Todo lo que ocurre después de que la mano que escribe hace su labor, en realidad, me importa poco, ya que, las más de las veces, responde al designio del mercado y no a la celebración o la condena de la ya casi inexistente crítica literaria, esa disciplina –también realizada por la mano que escribe– luego olvidada del texto en sí –la escritura alcanzada– y volcada en su circunstancia, contexto o, ay, chisme.

Demasiados rodeos, lo sé, en este texto, en esta Biopsia en la que, como suelo hacer, pasaré a hablar un poco de mí como ilustración o ejemplo de lo que intento, de lo que estoy intentando atajar.

  1. Tuve la ocurrencia –para no decir el mal tino– de publicar una serie de textos de menos de 140 caracteres sobre el tema de la escritura en Twitter, plataforma más proclive al insulto, la denigración y el acoso que al sano diálogo y la polémica iluminadora.

My bad, como se dice en inglés.

Más allá de los amigos, colegas y desconocidos que replicaron o discutieron de buen modo –educadamente, pues: con decencia y buena fe– lo por mí dicho, aparecieron en escena una serie de rostros sin nombre –es decir: avatares y seudónimos sin real persona evidente– y voces altisonantes que, para no decirme simple y llanamente “idiota”, buscaron darme clases para mostrarle al mundo mi “ignorancia”.

¿Cómo me atrevía yo a basarme (“mal”) en Barthes (o en mí mismo: ¡peor aún!) para hablar del “grado cero” de la escritura; por qué decía que me importaba un pepino la circunstancia o el contexto de los cuerpos dotados de la mano que escribe; cómo era posible que fuera yo tan retrógrada en pleno 2017, año en el que la humanidad alcanzó la cima del progreso, la democracia y el bienestar (esto es una broma, que deja de serlo ahora que lo aclaro)?

Exagero, sí, pero no tanto.

La policía de Twitter, una mezcla de detentores de superioridad moral, corrección política, revolucionarios de bidé, lanzadores de dardos y enmascarados anónimos pero nunca súper avatares, me sopló el silbato, alzó no sé qué reglamento de tránsito en redes, me puso en el banquillo y me mandó bien pronto a la hoguera de las brujas, nada más por decir lo que pensaba y cómo lo pensaba.

Pero ya me distraje, ya me pegó la digresión, ya me fui por la tangente de lo que realmente quería decir, sobre lo que quería ahondar, que son la escritura, la voz y la mano que escribe.

My bad, again.

Tres gotas de clonazepam.

Y voy de nuevo.

  1. Yo también he hecho listas.

Peor aún: he editado, críticamente, antologías literarias, particularmente de narrativa, una en 1999; otra, entre 2015 y 2017.

Antologías de nueva o no tan nueva narrativa mexicana.

Y mi criterio para la selección de los textos que las conforman siempre fue uno: que en los textos fuera evidente lo genuino –circunstancia y contexto y obra publicada aparte, aunque fue a través de “la obra” que llegué a ellos– de la escritura allí pergeñada por la mano que escribe, allende su cuerpo.

Lejos de hacer una historia literaria y/o editorial, más allá de trazar los antecedentes de dichas obras y de vislumbrar su prospectiva, su camino al éxito o al fracaso, mi radar se activó, de entrada, por esa cosa tan rara llamada “afinidades electivas”, es decir, por el mero afecto a la escritura en sí.

Y es que yo, pecata minuta, también escribo.

Yo también llevo pegada a mí, más allá de mi contexto, de mi circunstancia y de mi historia privada o pública, una mano que escribe.

¿Importa mucho que yo haya nacido el 8 de agosto de 1970 en San Antonio, Texas, que no haya tenido hogar ni padres sino hasta octubre del mismo año, mes en el que mis padres adoptivos –ella francesa, hija de alemanes; él mexicano, hijo de húngaros– me trajeron a México a forjar mi nueva historia en un suburbio del entonces DF, que toda mi educación haya sido privada, que mi abuela me rechazó porque mi sangre no era en realidad judía, que nunca me dieron la beca de jóvenes creadores del Fonca pero sí tres veces el estímulo del Sistema Nacional de Creadores, que en 2010, casi a los 40, haya sido padre primerizo de una hija, que me gusten los gatos y esté separado y ahora enamorado y escribiendo estas líneas en un departamento cálido y familiar y acogedor no muy lejos del centro de Coyoacán, CDMX, que haya publicado, luego de trazarlos con la mano que escribe, 10 libros de narrativa, y que esté a la espera del resultado de ingreso a un doctorado que dedicaré a la historia y a la ficción?

Mejor resumo.

¿Nací o me hice escritor?

Sé que la escritura fue primero que yo: todos llevamos a Homero dentro, nadie se libra de dialogar con él ni de rebelarse a su designio.

Todos, de algún modo, escuchamos y nos contamos historias.

Pero no todos recurrimos a la mano que escribe para volverlas escritura.

Y no todos pensamos en esa escritura como una voz que está más allá de nosotros y de nuestra circunstancia, hayamos nacido indígenas originarios en México o priistas de cepa en el Estado de México, chilangos tránsfugas en un DF hoy inexistente, mexicanos hechos y derechos en una embajada en el extranjero o en una cárcel en el Altiplano.

Sí, ciertamente, nuestra historia, nuestro contexto, nuestro género, la exposición de nuestro género a la sociedad, el acoso, la suerte, el rechazo, la época, el círculo de miseria o el corazón del privilegio van a intentar, si decidimos escribir, tomar por asalto nuestra escritura y a la mano que escribe.

Muchas de esas manos que escriben lo harán en plena consonancia, bien o mal, con el cuerpo a la que están atadas, y usarán esa escritura para explicarse, para decirse, para hacer historia de sí.

Muchas otras de esas manos decidirán, decidiremos, como la mano de Escher que dibuja a la mano de Escher, recurrir a la escritura para dialogar con la propia escritura y conseguir, o no, que se haga la alquimia de la voz, circunstancia, contexto, historia privada o personal aparte.

Y ya.

  1. O no tanto.

Algo más.

Lo pergeñado por las manos que escriben, motivos aparte, trascenderá o no.

Y eso dependerá, por un lado, del comercio.

Del otro, por la vigencia, el ser único y la mística de dicha escritura: la alquimia de la voz.

Ahora sí, ya de salida, paso aquí a celebrar los 100 años de Juan Rulfo –fue huérfano, como muchos otros lo hemos sido, pero eso qué más da; nació en Jalisco pero escribió en el DF; dejó la escritura, es decir, la narrativa, su voz, en 1955 y murió en 1986 con sólo dos libritos publicados–, decía, celebrar a Juan Rulfo, por un lado, y a su escritura, por el otro.

¿Y saben qué hago ahora?

Estrecho la mano que escribe de Juan Rulfo, luego de Homero, con mi propia mano que escribe.

Y que es idéntica a la mía.

Y, sí, igualita a la tuya, también, escriba o no escriba.

Miklos1David Miklos es autor de La piel muertaLa hermana falsa La gente extraña, así como de Miramar, entre otras novelas. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como jefe de redacción de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.

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Posted: May 21, 2017 at 8:10 pm

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