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La verdad está aquí adentro
COLUMN/COLUMNA

La verdad está aquí adentro

Alberto Chimal

1. Hace algunas semanas, pocos días antes de las marchas del 8 de marzo en México por el Día de la Mujer, un periodista, Marco Olvera, acusó a la activista y periodista Frida Guerrera –así como a otras figuras que apoyaban la protesta– de recibir financiamiento de George Soros, empresario multimillonario de origen húngaro. Olvera pidió que se les investigara: según él, Soros les estaría dirigiendo “desde lo oscurito”, tratando de interferir en México con quién sabe qué malignas intenciones.

La acusación parece una locura (es una locura), pero tiene un origen explicable. Soros es judío y desde hace años es blanco de críticas, insultos y “teorías” conspiratorias de varios grupos de derecha, particularmente en los Estados Unidos y Europa. Éstos evitan mencionar explícitamente su antisemitismo resumiéndolo en el apellido del millonario; lo convierten así en una palabra clave muy particular. En el mundo de la política de habla inglesa se le conoce como dog whistle (silbato para perros): algunas personas la oyen y la entienden, es decir, detectan el prejuicio de manera inequívoca y se identifican con él, y otras no.

Así, la palabra “Soros”, por costumbre y repetición, evoca para los antisemitas siglos de prejuicios y una actitud paranoica que se remonta, al menos, a los Protocolos de los sabios de Sión, el libro de 1902 que pretendía “justificar” la persecución de los judíos en la Rusia zarista. Quienes usan la palabra clave pueden dejar clara su postura para su propia tribu y, pese a ello, enredar y oscurecer su discurso: pueden decir que no están diciendo lo que están diciendo, que no implicaban eso, y protegerse hasta cierto punto de quienes los acusen. Como mínimo, darán a sus partidarios y a ellos mismos la satisfacción de haber burlado a los enemigos. Ya sabemos que algo de lo peor que nos han enseñado las redes sociales es que está bien buscar la sensación de una victoria violenta: la de que se ha “vencido”, “aplastado”, “masacrado” a alguien, aunque no sea más que con un truco retórico.

Olvera, según él mismo, basó su acusación en artículos publicados en Breitbart, el portal de ultraderecha dirigido hasta el 2018 por Steve Bannon, ideólogo de Donald Trump y ex asesor estratégico de la Casa Blanca. Supongo que Olvera no pensó en lo absurdo de las conexiones que estaba haciendo ni en lo poco que tienen que ver con la cultura política mexicana: solamente buscaba un modo de desprestigiar a las marchas, o a algunas entre sus organizadoras y partidarios, y se le hizo fácil recurrir a un enemigo inventado. Habrá pensado que la sola mención de Soros podía crear desconfianza y antipatía: sumó manzanas y gatos, y los multiplicó por la altura de la Gran Pirámide, porque lo importante no era decir ninguna verdad, sino hacer ruido.

¿Pero cómo se le ocurrió una cosa así?

2. Creo tener una posible respuesta a esa pregunta porque en este encierro me he puesto a leer cómics viejos, en los que no había ni pensado durante al menos veinte años.

No es por ocio, aunque no hay nada malo en el ocio. Estoy, precisamente, investigando el momento actual. Y lo que más me ha llamado la atención hasta ahora es una serie mensual ya desaparecida, de superhéroes, llamada Stormwatch.

Lanzada en 1993 por Image –una editorial independiente de Estados Unidos–, Stormwatch tuvo varias etapas y versiones. Al principio fue una calca de otros títulos dedicados a un equipo de personajes, como Avengers, X-Men o La Liga de la Justicia, y una bastante mediocre: sus guionistas y dibujantes se contentaban con llenar las páginas de diseños, planos y secuencias vistosos, siguiendo las modas de la época. Sin embargo, desde su origen Stormwatch tuvo una premisa argumental de lo más llamativo: los superhéroes eran empleados de la Organización de las Naciones Unidas, y ésta era uno más de los poderes fácticos en un mundo de conspiraciones y sociedades secretas, siempre luchando entre sí. El acento estaba en la acción y la violencia, desde luego, pero se sugería que los pobladores comunes del universo narrado sólo veían estos combates de lejos, y apenas sabían nada de quiénes los libraban o de sus motivos.

En la mejor etapa de Stormwatch, de 1996 a 1998, el escritor británico Warren Ellis se ocupó de los guiones de la serie y la volvió una de las más notables de esa década al llevarla hasta sus límites. Sus protagonistas dejaron atrás el exceso visual y la torpeza de sus inicios –Ellis contó con la colaboración de Tom Raney, Bryan Hitch y otros excelentes dibujantes y narradores visuales– y pasó, poco a poco, a concentrarse en historias de espionaje e intriga política. El equipo Stormwatch, “la guardia de la tormenta”, enfrentó no sólo a supervillanos, sino a organizaciones paramilitares de todo tipo, empresas corruptas e incluso gobiernos, en especial el de los Estados Unidos. Los representantes y operadores americanos, lejos de parecer los ejemplos de virtud y pureza que son en tantas historias, eran crueles y desagradables, además de tener sus propias ideas extremistas: había racistas ––uno era neonazi y citaba mal a Nietzsche–, policías corruptos que mostraban su desprecio por los pobres y los migrantes, y desde luego creyentes en versiones exageradas y grotescas del “aprecio por la libertad individual” y la “confianza en las capacidades propias” que han sido siempre parte de la ideología de la derecha libertaria en aquel país.

Por lo demás, aunque su versión de la ONU era esencialmente bienintencionada e igualitaria, la Stormwatch de Ellis la mostraba, literalmente, como una cábala de gángsters: tipos de traje, armados con pistolas, reunidos en cuartos amplios y oscuros, alumbrados y a la vez ocultos por luces cenitales. Los “héroes” –más bien agentes especializados, que debían preocuparse por sus sueldos, sus debilidades de carácter, sus relaciones interpersonales y su ingesta de alcohol pese a tener poderes sobrehumanos– corrían el peligro de corromperse, y varios se volvieron contra sus propios compañeros en la búsqueda de más poder para sí mismos.

Tras dejar Stormwatch, Ellis retomó algunos de los personajes de la serie en otra: The Authority, donde él y Hitch hicieron estallar la idea del grupo encubierto y convirtieron a sus justicieros en celebridades globales, adelantándose a las tendencias de los medios del siglo XXI que estaba por comenzar y estableciendo, de paso, todas las características visuales y argumentales del cómic y del cine contemporáneos de superhéroes, incluyendo las películas interconectadas de la Marvel. La novedad de The Authority, que fue enorme, ha desaparecido por completo, absorbida por la cultura pop de la actualidad. Pero releer Stormwatch hoy aún puede sorprender.

Su mundo, de una manera muy curiosa, más que un poco siniestra, es el mundo en el que creen vivir muchas personas de la actualidad.

3. Un periodista mexicano pudo tratar de alborotar a posibles espectadores antisemitas contra una campaña a favor de los derechos de las mujeres (¿sabría lo que estaba haciendo?) porque los silbatos para perros no llegaron al mundo en 2020. Preocupa que se esté propagando acá el pensamiento de Steve Bannon y toda su estirpe de intelectuales impresentables, pero la nuestra es la Edad de Oro de la Desinformación, de todo tipo de desinformación: cualquiera puede “encontrar”, con mínimo esfuerzo, los más diversos culpables de los males del mundo, y quedarse con el que más le disguste.

Y debería preocuparnos también este otro fenómeno: el discurso paranoico de las llamadas teorías conspiratorias, que nos hace ver órdenes e intenciones malévolas donde no hay nada, puede volvernos adictos, y ponernos a repetir en todas partes, ante cualquier fenómeno, los mismos razonamientos retorcidos. Así, los prejuicios cifrados se relacionan unos con otros, se “hablan” entre sí y llevan a crear todavía más enlaces y patrones, nuevos e imprevistos. Por ejemplo, otro “silbato” antisemita es la palabra globalista: proviene de la antigua asociación maliciosa de la usura con el ser judío, pues en la superficie la palabra parece referirse a los partidarios de la globalización económica y las economías neoliberales. Pero saltar de la demonización de un individuo particular a la de una postura asociada a un concepto de internacionalismo, por sesgado y limitado que pueda ser, ha facilitado, me parece, el odio contra todo aquello que trasciende la propia identidad, las fronteras físicas y mentales, de muchas personas.

Hay que ver lo que sucede últimamente en las redes, al lado de los antisemitas, entre quienes han convertido a la Organización Mundial de la Salud y a la ONU misma en chivos expiatorios de la propagación del coronavirus. El gobierno de Trump lo ha hecho para desviar la atención de su terrible desempeño durante la crisis sanitaria, pero hay quienes la califican también como traidora a tal o cual otra patria, o agente de China, o agente de otros países, o servidora de tal o cual político o figura pública o religión o grupo de presión, y sin duda muchas otras permutaciones. La verdad es que no me molesté en buscarlas todas y no hubiera servido de nada.

Para ese modo de pensar, cualquier institución, por honesta o no que sea, se puede convertir en un enemigo, un opositor que resume frustraciones y miedos de todo tipo y da pie a reacciones violentas. Y se puede entender por qué ciertos regímenes o “actores” políticos podrían encontrar ventajas en minar la credibilidad en instituciones que no controlan –incluso en momentos en que se les necesita desesperadamente, como ahora–, pero la mayor parte de los conspiranoicos de la actualidad no están en posiciones de poder ni siquiera en la industria de los medios de comunicación. Simplemente deliran y encuentran desahogo en el delirio, y repiten, sin saberlo, hábitos y errores del pensamiento muy antiguos, pero que adquirieron las formas que conocemos ahora precisamente en los últimos años del siglo XX.

Quiero decir que obras de cultura popular como Stormwatch, y otras mucho más famosas –desde la serie televisiva Los expedientes X de Chris Carter (1996-2018) hasta la película Hombres de negro de Barry Sonnenfeld (1997)– nos prepararon para aceptar y afiliarnos a las formas de la paranoia contemporánea.

No es necesario repasar más argumentos: a estas alturas, todos conocemos los elementos esenciales del Mito de la Organización Opresora, Oculta y Omnipotente. Su raíz más visible en la historia de occidente está en los “enigmas históricos” que el pensamiento esotérico puso de moda más o menos al mismo tiempo que el antisemitismo moderno, y que obras como El código da Vinci de Dan Brown (2003) terminaron por fijar en la cultura global un siglo después: los caballeros templarios, los iniciados y maestros de las “ciencias ocultas”, el Santo Grial… Todos los argumentos, lugares comunes y personajes arquetípicos, en fin, en los que el pensamiento mágico se actualiza y se convierte en vehículo de una enorme desconfianza de los poderes hegemónicos. Éstos no han desaparecido, naturalmente; por el contrario, se han ido volviendo cada vez más opresivos con la llegada las modernas tecnologías de vigilancia y las numerosas capacidades de manipulación de que hoy se dispone gracias a éstas. Incluso, como sabemos, emplean el mito como arma: una táctica usual de la demagogia de hoy es que un líder proveniente de la oligarquía, empeñado en mantener favores y ventajas para la oligarquía, intente hacerse pasar por “hombre del pueblo”, opuesto a las “élites” opresoras que serían parte de un grupo de conjurados siniestros. Y el truco, con frecuencia, funciona.

4. Quizá las cosas podrían haber sido diferentes si, pese a la moda de la paranoia y el secreto en los años noventa, alguna obra de alcance global hubiera planteado una alternativa: una mirada escéptica ante el pensamiento conspiratorio. No hay ninguna que haya tenido el alcance de las que ya he mencionado.

Se sabe de una que se malogró: uno de los proyectos inconclusos que dejó a su muerte el cineasta Stanley Kubrick fue una adaptación de El Péndulo de Foucault (1988), la segunda novela de Umberto Eco. El libro satiriza el mundo de los conspiranoicos en tono de comedia negra y al final revela, sin embargo, el horror del fanatismo: lo que sucede cuando una mentira deliberada, ridícula, difundida por pura diversión, es tomada en serio por muchas personas. Eco no quiso dar permiso a Kubrick de realizar la película porque no le había gustado la adaptación de su El nombre de la rosa hecha por Jean-Jacques Annaud en 1986 (y la verdad es que tenía toda la razón), y también, al parecer, porque él mismo quería hacer el guión. Lo de siempre: la inseguridad, la vanidad, la mera humanidad.

Hoy entro a las redes y veo toda clase de estafas y bulos monstruosos, desde quien incita al odio contra trabajadores de la salud hasta quien recomienda inyectarse blanqueador en las venas. Muchas de las personas que hacen caso de estas mentiras letales lo hacen por estupidez, por ignorancia, por desesperación o por abandono. Pero me pregunto qué piensan quienes las inventaron.

¿Estaban aburridos? ¿Se divierten mirando cómo se propagan?

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: May 3, 2020 at 7:02 pm

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