Essay
Las mujeres y la literatura ecuatoriana

Las mujeres y la literatura ecuatoriana

Gabriela Polit Dueñas

Inmediatamente después del momentum que el #metoo y #notonemore intelectuales y artistas francesas escribieron una carta abierta criticando a las americanas por puritanas y conservadoras. Reclamaban a las gringas echar el agua de la bañera con el niño adentro, y se quejaban de que, con sus acusaciones, estaban acabando con la necesaria ambigüedad que debe existir en toda seducción. De todas las reacciones que se publicaron a favor y en contra de las francesas, la de la peruana Gabriela Wiener fue (“Yo te acoso ‘moi non plus’”, NYT español), a mi modo de ver, la más lúcida y la que ponía en el ojo de la tormenta la avasallante ola de violencia contra la mujer que se vive en el mundo y, en particular, en América Latina.

Hubo una cosa, sin embargo, que me quedó rondando en la cabeza, quizá porque no se articuló de manera contundente, y aunque escriba de ello meses después, creo que tiene vigencia. Es que todo, aun las formas aceptadas de la seducción, está atravesada por una mirada masculina, y las francesas se quejaban de que se acababa una manera de seducir y ser seducidas con la que crecieron, con la que aprendieron a desear a ser deseadas e incluso, con la que se hicieron profesionales. Había también en la discusión una tensión generacional (evidente también en la discusión en México entre Marta Lamas y Catalina Ruiz-Navarro a propósito del tema). Para lo que sirvió la discusión, y la coyuntura, es para seguir haciendo visibles las varias manifestaciones de la dominación. Esas formas culturales que van desde las maneras aceptadas (o no) de seducción, hasta las de los caminos difíciles por las que las mujeres transitamos para ser profesionales. Si no las hacemos visibles y no nos apoderamos de la responsabilidad de rehacerlas, seguiremos siendo presas de su arbitrariedad.

Pensando en esto me vino un recuerdo a la mente. Algo que me sucedió a mí y a un grupo de mujeres ecuatorianas de mi generación o muy cercanas a mi generación, hacia finales de los años 90. Yo había publicado un libro de cuentos, editado por la editorial El Conejo (Historias de la radio). Días después del lanzamiento, recibí la llamada del entonces editor de Librimundi, Javier Vásconez, diciéndome que quería editar un libro sobre literatura escrita por mujeres y que me invitaba a participar con un relato. 

Eran los años en los que Alfaguara, bajo la dirección de Juan Cruz, lanzaba su proyecto de Alfaguara Global. La editorial había reeditado recientemente algunos volúmenes de las obras de los escritores del boom y se había estrenado el Premio de Novela Alfaguara, (concedido a dos escritores latinoamericanos) con el afán de cooptar mercados al otro lado del charco. En una entrevista con Cruz en su despacho en Madrid, me confesó que el proyecto de cooptar el mercado latinoamericano se lanzaría con la promoción de las obras de dos mujeres, Marcela Serrano y Ángeles Mastretta, porque su literatura era la más “global”. En una de esas vueltas de tuerca, como suele pasar cada cierto tiempo, las mujeres se pusieron de moda y su obra se difundía como novedad extraordinaria. Si las escogidas por Alfaguara para su proyecto global eran mujeres, así sucedió también con editoriales locales en varios lugares de la región.

El proyecto de Librimundi obedecía a este momento y la llamada de Vásconez, por su puesto, fue para mí un cimbrón. Era, como siempre lo es, la llamada del anhelado reconocimiento. El libro publicado con El Conejo abría ese largo y tumultuoso camino de la escritura. Mandé dos cuentos y no supe más.

Ya vivía yo en New York y estudiaba literatura latinoamericana. Conducía un segmento literario en el programa latino de una radio en la ciudad y además iniciaba una serie de lecturas en Café Café, un café (valga la redundancia) en Soho. Era un buen momento. De la edición del libro en Ecuador seguí sin escuchar nada. En mi siguiente viaje a Quito fui a Librimundi a preguntar qué había pasado con ese proyecto. Vásconez me dijo que el material era mediocre, que ninguna de las autoras invitadas (casi todas rondábamos los 30, si mal no recuerdo) había mandado algo digno de publicación (ahora dudo de si alguna se salvó de aquel juicio contundente) y que él había desistido del proyecto.

Pensando en un escenario alternativo, o sea, un grupo de varones convocados a publicar sus textos y el rechazo de un editor, imagino una llamada por teléfono, un mail comunicando al escritor convocado que el proyecto se canceló. Imagino también que quizás habría habido cuentos que al editor sí le hubieran parecido buenos. Lo imagino por eso de que, si en algo distingue a la literatura escrita por mujeres, no es que sea esencialmente una literatura distinta, sino que la mayoría de veces enfatiza, muestra, crea situaciones que echan luz sobre la particular experiencia de las mujeres. Una experiencia que no está esencialmente determinada, es socialmente construida en relación al mundo, al entorno, a otras mujeres y, por supuesto, a las mujeres y a los hombres. Si algo la define, es un régimen de poder que no escapa a las propuestas estéticas, y que pone a las mujeres en desventaja. Es decir, no es lo literario –que no puede diferenciarse de la historia misma– sino un lenguaje que da cuenta de una realidad no canonizada. En una serie de relatos escritos por varones, seguramente el editor de Librimundi habría encontrado más elementos de identificación, así como formas de lo que tradicionalmente definía su experiencia estética.

Años más tarde la embajada de Ecuador en Madrid y el Ministerio de Cultura organizaron un evento llamado Ecuador Post Fronterizo, en Casa América. El objetivo era integrar a los ecuatorianos que habían migrado tras la crisis del 99. Una de las charlas fue sobre literatura, sobre las experiencias de académicos y escritores que vivían en la diáspora en los varios puntos del planeta. Para entonces era ya profesora en una universidad en los Estados Unidos y fui invitada como académica. El colega Vladimiro Rivas, académico ecuatoriano radicado en México, hizo una sesuda exposición de la literatura de Ecuador desde el siglo XIX y no mencionó ni una sola mujer. Me dirán los entendidos –es que no hay–; y respondo: sí, en ese entonces había pocas, pero eso mismo hacía todavía más importante no dejarlas de lado. La omisión de Rivas, de la que después hablamos los dos en un interesante intercambio intelectual con el público, era una muestra más de la naturalidad con la que se inscribía la invisibilidad de esa literatura en el canon nacional.

Cada vez que abro un libro de Gabriela Alemán, una de las escritoras ecuatorianas contemporáneas de mayor visibilidad dentro y fuera del país, me ha llamado siempre la atención esa descripción suya de la solapa. “Gabriela Alemán, escritora ecuatoriana (Rio de Janeiro 1968)”. Me ha llevado a preguntarme, ¿Qué hace que Alemán decida mencionar la ciudad de nacimiento, que aparece como un oxímoron respecto al gentilicio que lo precede? Alemán fue también una de las autoras convocadas a esa frustrada antología de Librimundi, y quizá el suyo fue uno de los relatos que gustó al editor. Pero quizá tampoco recibió noticia de la cancelación del proyecto. La enseñanza de esta historia es que esa mirada del editor (¿es necesario recordar que es masculina?) no encontró material publicable. Como el guardián de la puerta en la parábola de Kafka (El Proceso), no dejó entrar a ninguna de las mujeres al reino de la literatura ecuatoriana, y como en el cuento, sólo las convocadas podrán contar cuál fue su interacción con el guardián (finalmente la historia de Kafka es una reflexión sobre la manera en que la ley se aplica a cada individuo). Jacques Derrida analiza el cuento de Kafka para hablar del hecho literario y cómo se lo define. Podemos también decir que, con su crítica, el editor guardián negó la posibilidad de que esos relatos se reconozcan como “hechos literarios”. La puerta se cerró para todas, pero se cerró para cada una de las escritoras individualmente, porque ninguna de sus historias fue reconocida como hecho literario y, por lo tanto, se les impidió atravesar el umbral. (Mis cuentos se publicaron en una revista literaria en Mendoza meses después, y no dudo de que los cuentos de otras autoras hayan tenido suertes similares).

Por eso me llama la atención el sutil recordatorio que Alemán elige para su descripción personal, ser escritora ecuatoriana, y al mismo tiempo se hace el quite de ese confinamiento territorial. Lo interpreto como el sutil rechazo a un reino al que seguramente le fue muy difícil entrar. Al que, entonces, tampoco hubo urgencia por pertenecer. Alemán quiere fundar uno nuevo, que trascienda las fronteras de lo nacional y de lo literario (de la literatura ecuatoriana).

El reconocimiento de Alemán es importante en otros países, (en un encuentro en un pequeño pueblo de Antioquia me sorprendió gratamente encontrar a gente que conocía su obra y hablaba muy bien de ella. Su novela Poso Wells fue traducida al inglés este año). No digo que Alemán reniegue de ser ecuatoriana. Su literatura más notable es justamente una apropiación racional de mitos y personajes muy vinculados con los imaginarios del Ecuador del siglo XX y XXI, pero también su última novela Humo (2017) habla de una experiencia tan paraguaya que alguien escribió que era la mejor novela del ese país publicada en lo que iba del año. Esto tiene que ver con que Alemán y sus experiencias vitales están atravesadas por el guaraní, el inglés, el francés; idiomas que le pertenecen tanto como el castellano ecuatoriano. Y la suya es literatura ecuatoriana tanto como es una literatura escrita por ella, una mujer. Sus pertenencias son múltiples y no están constreñidas a lo nacional, ni a lo físico, se deben a lo intelectual, a lo afectivo, a lo cotidiano, a lo vital que se experimenta desde ese ir siendo.

Alemán, una escritora sobresaliente en su generación, rompió el cristal, como se dice.

Y no es la única. María Fernanda Ampuero –Lo que aprendí en la peluquería (2011), Permiso de residencia (2013), Pelea de gallos (2018)– y Mónica Ojeda –La desfiguración Silva (2015), Nefando (2016), Mandíbula (2018)– son autoras recientemente mencionadas como autoras indispensables de América Latina.

Dos lecciones quedan de todo esto. Ningún académico dedicado al estudio de la literatura ecuatoriana podrá de ahora en más, dar una charla sin mencionar la obra de estas y otras autoras. Tampoco habrá editores que convoquen a un grupo de autoras a participar en una antología para después guardar silencio para no dejarlas ingresar al reino de la literatura ecuatoriana, porque gracias a ellas, la literatura ecuatoriana dejó de ser lo que era.

Hay que contar historias como esta porque nos pasó a todas, de maneras distintas. Ahora, ni el silencio, ni la invisibilidad.

 

Gabriela Polit Dueñas es escritora y la autora del libro de cuentos  Amsterdam Avenue (dislocados, 2017) .Como investigadora, publicó por Beatriz Viterbo Editora . Trabajó con María Helena Rueda en un volumen titulado Meanings of Violence in Contemporary Latin America (Palgrave-MacMillan, 2011), y Narrating Narcos, Culiacán and Medellín por la universidad de Pittsburgh. Es profesora de la Universidad de Austin.

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Posted: October 14, 2018 at 11:00 pm

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