Fiction
Cuanto más te debo

Cuanto más te debo

Michael Sledge

Llegada a Santos*
(noviembre, 1951-enero, 1952)

Aquí hay una costa; aquí hay un puerto;
aquí, tras una exigua dieta de horizonte, hay algo de paisaje:
de formas imprácticas y –¿quién sabe?– autocompasivas, las montañas,
tristes y adustas bajo su verde frivolidad,

con una iglesia pequeñita en una de sus cimas. Y almacenes,
algunos en color rosa pálido, o azul,
y algunas altas borrosas palmeras. Ay, turista,
¿es así como este país te responderá, a ti

y a tus excesivas demandas para un mundo distinto
y una vida mejor, y la entera e inmediata
comprensión de ambos, al fin, luego de esperar
durante más de dieciocho días en suspenso?

Termina tu desayuno.

*“Llegada a Santos”, poema incluido en la
Poesía Completa de Elizabeth Bishop,
Trad. Jeannette L. CLariond,
Vaso Roto Ediciones, Marzo 2016.

El barco cruzó el ecuador en algún momento de la noche. Elizabeth se sentó en la cubierta entre contenedores de carga con destino a Sudamérica para resguardarse del viento húmedo. El cielo era inmenso, con una media luna y montones de estrellas tenues de aspecto aceitoso.

Era una mujer madura y este su primer viaje al hemisferio sur.

Tormentas y mares encrespados los habían perseguido desde que dejaron Nueva York. Cada mañana, al salir de su camarote, ráfagas de lluvia gris envolvían el carguero. Se acercaban de cada lado antes de retroceder, como si quisieran provocar a la nave, adelante y luego atrás. Entre las olas negras aparecían láminas plateadas que brillaban cuando la luz del sol se abría camino entre las nubes, deambulando sobre la superficie del agua como reflectores en busca de algo. El capitán, un reservado noruego, dijo que era el viaje más duro que había hecho en años, pero, sin duda, no lo bastante duro como para disuadirla de quedarse en la cubierta hasta pasada la medianoche. Más aún, no lo bastante duro como para apartarla de su trabajo. Por fin había terminado las reseñas a las que llevaba dando vueltas durante meses.

La señora Lytton, en cambio, no había sobrellevado el viaje tan bien. Pasaba la mayor parte del tiempo mareada en su camarote y apenas salía a la superficie durante la comida para tratar de ingerir algunas cucharadas de caldo. Pobre de ella, aunque su estupidez realmente no conocía límites.

Todos ellos eran indeciblemente estúpidos. La señora Lytton y el señor Richling, estar encerrada con esos dos en un barco era una tortura absoluta. Esa noche, durante la cena, no habría podido soportar de buen grado los triviales alardes del cónsul de Uruguay ni cinco minutos más. El apacible capitán se retiró de la mesa con la más brusca de las despedidas. Sin duda nadie podía rivalizar con él. La única pasajera a quien el señor Richling no había logrado aturdir con sus historias sobre la superioridad de su intelecto, su bravura o su caballerosidad era la siempre verde y descompuesta señora Lytton, quien, a pesar de su debilidad, lograba mantener el control y apartar al Dr. Richling de la conversación sobre sí mismo, para referir sugerentes anécdotas propias acerca de las últimas indiscreciones de las páginas de sociedad o, cuando se le acababa este tema, los vulgares escándalos de la gente de a pie. Elizabeth supuso que tendría que alegrase de que se hubieran encontrado el uno al otro. Sus feroces críticas sobre personas que no viajaban a bordo del Bowplate los mantenía ocupados y, por lo general, lejos de las vidas privadas de quienes sí viajaban con ellos. Al día siguiente tendría lugar una cena de acción de gracias para todos los pasajeros. A Elizabeth, la sola idea de dicha comida compartida le provocaba más nauseas que el movimiento incesante del barco.

Me escondí en el tiempo cambiante, el balanceo de las paredes. Borrascas día tras día.

Aun así, a pesar de los demás pasajeros, Elizabeth no podía concebir una forma más agradable de viajar que en barco. Podía admirar el océano durante horas sin aburrirse nunca. Sin mirar hacia delante o atrás, sin un solo pensamiento sobre lo abandonado o lo que encontraría en su destino. Suspensión perfecta y nada más.

Junto a la baranda, apenas a seis metros de su tumbona, una figura apareció en la oscuridad.

Al reconocer la figura alta y angulosa, Elizabeth se puso en pie de un salto. Cuando el movimiento en la cubierta le hizo perder el equilibrio, se sostuvo con fuerza del cargamento de tractores y segadoras. Por fortuna, el pesado equipo agrícola estaba amarrado y embalado, a diferencia de los vehículos en miniatura que a menudo rodaban por el suelo, poniendo en peligro tanto a los pasajeros como a la tripulación. El misionero había logrado enseñar a sus tres hijos a hablar otro idioma, ¿existía algún motivo que le impidiera enseñarles también a guardar sus juguetes? Convivir con la humanidad podía ser peligroso, para el cuerpo y la mente por igual.

Para evitar sobresaltarla, Elizabeth llamó a la anciana suavemente por su nombre.

–Elizabeth –respondió la señora Breen. El pañuelo enredado sobre su cabeza era incapaz de contener los mechones de canas que flotaban de manera etérea alrededor de su rostro angelical–. ¿Por qué no me sorprende encontrarla aquí?

–Veo que usted también está despierta. –Nunca puedo dormir mucho después de las cuatro. –Yo apenas consigo dormir. –La señora Breen sonrió a su manera, vaga y enigmática. «¿Por qué Brasil, Elizabeth?», le había preguntado al principio del viaje. «¿Y usted? ¿Por qué decidió ir a Brasil?». Y la señora Breen contestó simplemente: «¿Precisamente usted me hace esa pregunta?». Elizabeth aún no admitía cuán precipitada había sido su propia decisión. Cuando acudió al puerto con la intención de comprar un pasaje a Europa, descubrió que solo un barco zar- paría el día en el que planeaba viajar: el Bowplate, con destino a Argentina, el cual haría una escala en el puerto de Santos, cerca de São Paulo. Y ese fue el viaje que reservó.

–Acabamos de cruzar el ecuador, creo –dijo Elizabeth–. Salí a la cubierta para saber si había algún cambio evidente.

–¿Qué le parece este hemisferio?

–Muy parecido. La verdad es que, a donde quiera que vaya, es- capar de una misma resulta imposible. Entender el mundo y a mí misma no será tan fácil como pagar el precio de un viaje en barco

–No –dijo la señora Breen, misteriosa–. Pero sucederá. –¿Habla la voz de la experiencia? –Para nada. De la esperanza, quizá –añadió–. Pero Ida siempre me recuerda que soy como Pollyanna. El barco se inclinó bruscamente hacia un lado. Elizabeth se aferró a la baranda con ambas manos y dejó escapar una carcajada de sorpresa y placer. Giró para sentir el cálido viento marino e inhalar el aire ecuatorial.

Espuma luminiscente, donde el barco partía las aguas. Se sentía casi una niña al lado de la
altísima señora Breen, imponente pero no corpulenta. Probablemente rondaba los setenta años; su cabello era tan fino que se antojaba acariciarlo. Huesos protuberantes sobresalían de sus codos. Sus ojos grandes y expresivos, del azul más azul, parecían inmunes al tiempo. Cualquiera juraría que muchas más cosas pasaban por la cabeza de la señora Breen de lo que permitía ver a quienes la rodeaban. Los pocos detalles personales que Elizabeth conocía de ella (que había sido comisaría de policía, que recientemente se había retirado tras dirigir durante más de treinta años una prisión para mujeres en Detroit y que hasta había desempeñado un papel importante en la investigación de varios asesinatos) los había obtenido poco a poco durante el viaje después de mucha insistencia por parte de la señora Lytton y compañía. Aunque le hicieran las preguntas más vulgares e indiscretas, la señora Breen se negaba a perder la paciencia. Era en extremo amable con cada uno de los pasajeros y tan dulce que Elizabeth era incapaz de imaginarla supervisando un centro de mujeres criminales. La señora Breen había mencionado a su amiga Ida en varias ocasiones, pero Elizabeth notó que solo se refería a ella como su compañera de piso cuando estaban a solas.

–¿Cree usted que el reverendo Brown le enseñará a cantar himnos a sus hijos en una esquina de Buenos Aires? –preguntó Elizabeth.

–Me imagino que todos ellos cantarán. ¿No han venido a eso?

–Ayer su esposa me pidió que le leyera algo sobre Argentina, de mi guía de viaje. No sabe absolutamente nada del lugar al que llegarán; no ha leído una sola palabra al respecto. Y creía que yo estaba viajando a ciegas. Casi siento el deseo de protegerlos; parecen tan perdidos y dan tanta lástima. Aunque no me cabe duda de que ella pensará lo mismo de mí.

–Lo piensa de las dos –añadió la señora Breen–, para ella somos mujeres caídas. –Posó su mirada sobre Elizabeth, como si sus ojos azules pudieran penetrar sus pensamientos.

A lo largo de los días habían descubierto, tímida y lentamente, que ambas fantaseaban con el mismo Brasil, el mismo tapiz de bosque verde, de aves y flores coloridas.

–Cada vez son más irritantes –dijo Elizabeth en un arranque de amargura–. Parecen más una caricatura que personas reales.

–Querida, no importa.

Este odio, este veneno. No podía escapar; la había perseguido a través del mar abierto. Sí, ciertamente uno no puede evitar ser como es, sin importar cuántas latitudes recorra: he ahí la lección. O… ¿sería posible? ¿Acaso cabía la esperanza de que dichas emociones no fueran más que vestigios tóxicos de los últimos dos años intentando salir de su cabeza como cuando una tubería en desuso escupe óxido antes de que el agua pueda salir limpia?

–Tiene razón –respondió Elizabeth–, no importa en absoluto. De verdad, es irrelevante.

Se observaron mutuamente. Valiente, Elizabeth preguntó: –¿No le hubiera gustado a Ida venir con usted? –Estoy segura de que sí, pero ha tenido que viajar a Corea del Sur. –¡Corea del Sur! Así que las dos son intrépidas exploradoras. –Está ayudando a organizar el cuerpo de mujeres policía allí.

–¡Y las dos se dedican a hacer cumplir la ley! Sus vecinos deben de sentirse muy seguros.

–Por supuesto –dijo la señora Breen con una sonrisa–, todos se sienten seguros en mi presencia.

El pequeño camarote no era desagradable, pero en la oscuridad le recordaba a otras habitaciones, en otros lugares, donde Elizabeth había experimentado, con tanta intensidad, el aislamiento de otros seres vivos. Intentaba colocarse en la litera, pero con cada ola que el barco surcaba estaba a punto de caer al suelo. Necesitaba un cinturón o algún sostén que la sujetara a la cama. Sin embargo, se sentía agradecida de que, al menos esta vez, su propio cuerpo (a diferencia del de la desafortunada señora Lytton) no la hubiera traicionado.Michael Sledge Cuanto mas te debo CUBIERTA-1

El amanecer estaba cerca, pero su mente seguía trabajando al ritmo de las máquinas que reverberaban en las paredes de su camarote; acelerando y desacelerando para acelerar de nuevo. «Estoy bien –repetían las máquinas–, estoy bien, estoy bien». Era en esos momentos de silencio en los que su oficio se revelaba más inútil. ¿Por qué sus pensamientos no se llenaban de tranquilizadores fragmentos, de versos y rimas, de las imágenes que había contemplado durante el día, de peces voladores o de la luz refractada en la brisa del barco al pasar, de nubes de tormenta, de los hijos del misionero en una fila cantando un himno? ¿Por qué su imaginación no era capaz de alcanzar y capturar en palabras todas las maravillas que el mundo ofrece como lo hacía con tanta insistencia cuando era niña? En lugar de eso, su cerebro vivía en una tempestad, como las borrascas que sacudían el barco en todas direcciones, pensamientos incoherentes que se derramaban como un volcán en erupción. Noche tras noche, una tormenta de ideas. Eso fue exactamente lo que había sucedido en Yaddo el año anterior. Su mente no podía posarse ni descansar. Yaddo, el sueño utópico de unos millonarios locos, donde la miseria del mundo real se mantenía al margen por un tiempo para permitir a los artistas deambular a placer, rumiar sus pensamientos, esculpir, com- poner, pintar, lo que fuera, sin ninguna interrupción. Elizabeth también había paseado por sus apacibles terrenos, observado a las ardillas corretear por el jardín; alimentado a las palomas con pan y mantequilla; soplado pompas de jabón desde su terraza para entretenerse por las tardes y enloquecido lentamente en silencio. Todo tan perfecto; la señorita Bishop era la única fuera de lugar. El nerviosismo, el vértigo, la pequeña astilla de pánico clavada cada vez con mayor profundidad; solo una cosa era capaz de ahuyentar estas sensaciones. Cada tarde pasaba junto a los estanques cubiertos de verdín en su camino hacia el centro del pueblo y una vez allí se dirigía de inmediato a un comercio de confianza para luego regresar a su habitación, donde bebía hasta entumecerse por completo. Tiraba las botellas con discreción a la basura fuera de la cocina. Por supuesto, los demás lo sabían, todo el rebaño. Todos ellos tan agradables, simpáticos y jóvenes, le sonreían y le deseaban un buen día, lo cual resultaba mucho más siniestro que si hubieran desviado la mirada por completo. De alguna manera, había conseguido seguir escribiendo durante toda su estancia. Pero en realidad no importaba. Las semanas transcurrieron.

La noche del huracán, Elizabeth observó desde su ventana cómo una increíble ventisca arrancaba pinos enormes de raíz. Uno de ellos cayó y golpeó el techo del taller de pintura contiguo. La destrucción le pareció excitante. Después escuchó un estruendo tan aguzado como un disparo y la pared de su habitación se separó de la casa. Apenas algunos tablones la protegían de la ventisca salvaje y la lluvia torrencial. En su estado de ebriedad, Elizabeth cayó y se golpeó la cabeza, o quizá un pedazo de yeso rebelde la había dejado inconsciente al chocar contra su cráneo. Una corriente de aire frío la trajo de vuelta al mundo. Al abrir los ojos, Elizabeth miró al exterior y contempló el devastado paisaje. Ya había amanecido, con un cielo azul y despejado.

El dolor de cabeza era terrible y su decisión irreversible. Elizabeth se internó en un hospital, se quedó allí durante un largo período que le hizo mucho bien. Era un comienzo. Este viaje le había sentado aún mejor. Desde el momento en que salió de Nueva York comenzó a sentirse más fuerte, cuerda y productiva; ciertamente más sobria de lo que había estado en años. Se estaba portando muy bien. Una bebida al día, ese era el límite, y –si podía soportarlo– esperaba hasta la noche para tomarla.

En la mesa de su camarote, apenas visible en la media luz, des- cansaba la maceta con los crisantemos blancos que Marianne le había dado como regalo de despedida. Aún seguían vivos después de dos semanas a bordo. La única amiga que la había visto partir. Al pensar en el áspero «adiós Elizabeth», pronunciado por Marianne antes de que el barco zarpara, no pudo contener la risa. Elizabeth se concentró en las flores blancas, que se mecían y temblaban con el incesante movimiento del navío. Eran idénticas a la enorme estrella borrosa apenas distinguible desde la cubierta durante las noches despejadas del suroeste.

Divisaron tierra al sur de Río. Un contorno de montañas altas y afiladas, y luego, mientras el barco se acercaba, el agitado follaje verde en las pendientes y el blanco de la playa como el filo de un cuchillo. Nubes oscuras se cernían sobre la costa.

Entraron al puerto de Santos después de la cena, navegando entre las dos docenas de imponentes barcos alrededor de la costa. Llovía con gran intensidad y Elizabeth bajó a su camarote para preparar su equipaje. Antes de retirarse a dormir esperó fuera del camarote de la señora Breen, sin un propósito específico ni nada que ofrecerle, como un pretendiente sin flores.

La señora Breen ocupaba el umbral de la puerta por completo; su presencia era monumental en el pequeño camarote. Detrás de ella, un baúl abierto a medio llenar y una pequeña cómoda con sus perfumes y otros artículos de tocador alineados con cuidado.

–Este camarote es aún más pequeño que el mío –dijo Elizabeth–. Ojalá lo hubiera sabido antes. Se lo hubiera cambiado con gusto.

–Me gusta –respondió la señora Breen–, es tan acogedor como el caparazón de un caracol.

Elizabeth pensó en regalarle uno de sus libros, pero era algo tan vergonzoso eso de ser poeta. «Gracias por vivir con tanta dignidad». Eso le hubiera gustado decir, si fuera algo que una persona pudiera decirle a otra. «Gracias por demostrarme que es posible».

Algunos días más tarde, en la estación de tren de São Paulo, besaría la mejilla fresca y empolvada de la señora Breen para desearle un buen viaje. Las dos mujeres nunca volverían a verse. Sin embargo, la imagen de la señora Breen en el umbral de su camarote permanecería vívida en la mente de Elizabeth durante muchos años; amable guardiana de la entrada, invitándola a volver al mundo.

La lluvia había cesado al llegar la mañana. Por casualidad, ella y la señora Breen eran las únicas pasajeras que abandonaron el barco en Santos. Los demás seguirían aturdiéndose unos a otros durante el largo camino hacia Buenos Aires. Las señoras Breen y Bishop esperaron en la cubierta mientras abordaban los agentes de inmigración. El puerto rebosaba actividad; los hombres cargaban enormes sacos de lona y barriles metálicos a lo largo de los embarcaderos y pequeños botes de remos cruzaban el agua aceitosa de aquí para allá, mientras una variedad de olores atacaba los sentidos: el diésel de los coches, el café y algo rancio. Fruta podrida, quizá. La aleta de un tiburón apareció entre un montículo de basura flotante, pero cuando Elizabeth lo señaló para que la señora Breen pudiera verla, ya se había sumergido en un remolino. Los almacenes a la orilla del agua eran de colores caprichosos: rosa, amarillo y azul. Pero la pintura estaba desgastada y se desprendía de las paredes de los edificios descuidados, algunos al borde del  colapso. Los tejados de hojalata oxidada ascendían por las laderas y luego las montañas se elevaban. Cuán alto, no podía saberlo, pues sus cumbres estaban cubiertas por un velo de neblina.

La industria triste de un puerto; un lugar sucio y desalentador.

La gabarra estaba allí; la vio rodear un barco en su trayecto hacia ellas, una navecita maltrecha que portaba la bandera de Brasil, pilotada por un anciano negro con una gorra blanca.

Elizabeth se aferró a la baranda como pájaro a su rama. Llevaba sus pantalones beige de siempre y una blusa. La señora Breen resultaba muy elegante a su lado, con un vestido negro de lino y un pañuelo con lunares azules. ¿Cómo podía la directora de una prisión de más de setenta años vestir con un estilo tan superior al de Elizabeth? Esa mañana había descubierto un pedazo de papel tirado en el camarote: un recibo de la tienda Macy’s en Nueva York por nueve dólares y treinta y dos centavos. Había comprado una prenda justo antes de que el barco zarpara, pero ya no recordaba qué. Estaba a punto deshacerse de él cuando vio palabras escritas en el reverso, con su propia caligrafía de patas de araña. Una nota que había garabateado en la oscuridad, la otra noche, cuando no lograba conciliar el sueño. El inicio de un poema, comienza antes del comienzo, anticipa el principio; el acto de preparación para el porvenir, aunque uno no sabe qué vendrá, preparativos para un acto de fe.

Dos días en São Paulo con la señora Breen y luego a Río, donde Mary y Pearl la recibirían en la estación de tren. Entre miles de extraños, ellas dos la reconocerían y cada una la tomaría de un brazo. No había por qué temer quedarse sin ancla, perder el rumbo y terminar en una taberna perdida.

Además se reencontraría con Lota.

Ella y la señora Breen se asomaron por la baranda mientras el agente de aduanas trepaba la escalera para abordar y, nuevamente, mientras bajaban su equipaje con cuerdas para colocarlo en la gabarra.

Elizabeth sintió una descarga de entusiasmo, seguida de una ola de preocupación. Un presentimiento. La señora Breen tomó su mano.

*Este es el primer capítulo del libro Cuanto más te debo. El viaje interior de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares de Michael Sledge. Traducción de Hipatia Agüero Mendoza. Vaso Roto, 2015


Posted: November 23, 2015 at 10:43 pm

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