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Los ataques de Bruselas y los Cowboys

Los ataques de Bruselas y los Cowboys

Naief Yehya

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Al abrir los ojos, lo primero que vi en la televisión fue sangre corriendo en las ruinas de la sala de salidas del aeropuerto de Bruselas. Poco tiempo después otra bomba explotó en la estación de Maelbeek del metro de esa ciudad. Cuando esto se escribe han muerto 35 personas y docenas se encuentran en estado crítico. Nuevamente una ciudad europea había sido blanco del terrorismo islámico. En este caso los servicios de seguridad belgas decían desde hace meses que un acto semejante era predecible, inevitable y era cuestión de tiempo. Los ataques tuvieron un elemento convencional: blancos suaves en sitios estratégicos; pero a la vez había un elemento particularmente desafiante: el aeropuerto está a menos de cinco kilómetros de la sede de la OTAN y la estación de Maelbeek está a unos pasos de los edificios de la Unión Europea. El hecho de que el ataque tuvo lugar pocos días después de la captura de Salah Abdeslam, el único terrorista sobreviviente de los 10 que participaron en los ataques de París del 13 de noviembre de 2015, puede interpretarse como una provocación y una muestra de fuerza de parte de las células del Estado Islámico (EI) en Europa o bien como una respuesta precipitada ante el temor de que Abdeslam confesara y entregara a sus cómplices. Aunque también existe la posibilidad de que este ataque hubiera sido planeado con anticipación para esta fecha. La captura de Abdeslam fue por un lado un triunfo de la policía belga pero a la vez puso en entredicho su capacidad ya que durante cuatro meses estuvo oculto en el municipio de Molenbeek Saint Jean, cerca de donde creció y vivía, una zona habitada predominantemente por inmigrantes del norte de África (pero también por jóvenes hipsters no religiosos), que estaba fuertemente vigilada por la policía y los servicios de inteligencia.

En los últimos meses se ha hablado hasta el hastío de que Bélgica es el país de Europa Occidental con más voluntarios del EI. Los ataques de París fueron aparentemente planeados en Molenbeek, donde el desempleo alcanza el 30% y a pesar de ser una zona pintoresca y vital es también un lugar donde el yihadismo y el crimen común se cruzan y confunden día a día. Los terroristas que llevaron a cabo los ataques de Bruselas aparentemente eran miembros de la misma red que organizó y llevó a cabo los ataques de París. Y aparentemente la gran mayoría eran ciudadanos europeos de origen norafricano.

Bélgica, la capital de la Unión Europea, es una nación dividida, en la que las comunidades valona francófona y flamenca tratan de ignorarse mutuamente, leen sus propios diarios, ven sus propias televisoras y hablan (unos en flamenco y los otros en francés) con toda seriedad sobre cómo conspiran sus vecinos para despojarlos de sus derechos, libertades, cultura y lenguaje (y aparentemente cada vez hay menos gente que habla ambos idiomas). Los políticos de ambas comunidades a menudo compiten más que colaboran por financiamiento y recursos, por tanto hay redundancias en servicios, así como despilfarro y negligencia. Esta fragmentación y aparente caos se ha traducido históricamente en una atmósfera liberal que ha permitido la disidencia, la creatividad, la diversidad cultural y la libertad de pensamiento que caracteriza a los Países Bajos.

No obstante estas virtudes no benefician a la mayoría de la población de origen norafricano y musulmana, la cual en general ha llegado ahí por motivos económicos y se siente marginada, discriminada y con poca o nula representación política. Así, muchos jóvenes inmigrantes musulmanes han encontrado opciones para subsistir tanto en el crimen como en los grupos yihadistas, ocupaciones a veces intercambiables o vinculadas, como han demostrado las trayectorias de algunos de los terroristas que se han inmolado o que han sido capturados. Así como algunos de los miembros de esta célula terrorista operaban como miembros de pandillas criminales otros fueron a Siria a aprender sobre explosivos y guerrilla urbana.

In this photo provided by Georgian Public Broadcaster and photographed by Ketevan Kardava two women wounded in Brussels Airport in Brussels, Belgium, after explosions were heard Tuesday, March 22, 2016. A developing situation left at least one person and possibly more dead in explosions that ripped through the departure hall at Brussels airport Tuesday, police said. All flights were canceled, arriving planes were being diverted and Belgium's terror alert level was raised to maximum, officials said. (Ketevan Kardava/ Georgian Public Broadcaster via AP)

Imagen de  Georgian Public Broadcaster fotografiada por  Ketevan Kardava. Dos mujeres heridas en el aeropuerto de Bruselas

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La presencia y actividades de estos grupos enajenados que actúan en nombre del islam han sido motivo de ansiedad en Europa desde hace décadas. Recientemente Thomas Bidegain, conocido por su trabajo como guionista de Jacques Audiard (coescribió la fenomenal Un profeta, la muy popular De óxido y hueso y la reciente ganadora de Cannes, Dheepan), debutó como director con una historia que trata acerca de la radicalización de los jóvenes en Francia, Les cowboys (2015). La película comienza en el otoño de 1994 con una primera imagen deliberadamente desorientadora: un grupo de franceses disfrazados de vaqueros, con chamarras de mezclilla, botas de punta y sombreros rancheros, montan a caballo y bailan square dance bajo banderas estadounidenses y confederadas, mientras escuchan música country y comen hot dogs y hamburguesas. Alain (François Damiens), con su esposa (Agathe Dronne) y dos hijos: Kelly (Iliana Zabeth) y George, a quien llaman Kid (Finnegan Oldfield), disfrutan de disfrazarse como cowboys con sus amigos y vecinos en su comunidad rural del este de Francia. Sin embargo, esa tarde la diversión termina cuando desaparece Kelly, quien apenas tiene 16 años, y aprovecha la confusión para escaparse.

No hay ironía alguna en la noción de la penetración cultural estadounidense sino que simplemente se presenta como una curiosidad local. Kelly se ha ido con su novio, Ahmed (Mounir Marghoum), de quien la familia no sabía nada. La pesadilla familiar de la búsqueda de la hija ante la incompetencia de las autoridades se extiende por meses. Alain trata desesperadamente de presionar a la policía para que busquen a Kelly pero no pueden hacer gran cosa y la hipótesis de un secuestro es poco creíble. Va quedando claro que su hija fue radicalizada por su novio, que aprendió árabe, bajo sus narices, sin que él tuviera la más remota sospecha, y que la joven rechazó a su familia, su cultura y su país por la idea del islam y lo que esa vida le ofrecía.

El filme se convierte en una paráfrasis de la cinta de John Ford, The Searchers (Más corazón que odio, 1956) en la que Alain y su hijo, Kid, como Ethan Edwards (John Wayne) y su sobrino, buscan por años a una joven que ha sido arrebatada de su cultura, aquí por musulmanes, allá por comanches. Así mismo podemos pensar en Hardcore, de Paul Schrader (1979), en la que un padre trata de rescatar a su hija de las garras de pornógrafos. Entonces la depravación del porno parecía la principal amenaza a la integridad de la familia, ahora es el islam radical.

Alain recorre los bajos mundos donde resentimiento cultural, crimen organizado y fanatismo religioso se confunden en un marasmo de reivindicaciones esquizofrénicas. La cinta ofrece una radiografía superficial de las redes internacionales de tráfico humano, de armas y dinero entre las comunidades musulmanas europeas y grupos fundamentalistas religiosos en Paquistán y Siria. Sin embargo, el cineasta no trató de hacer una versión antiyihadista de Taken (Pierre Morel, 2008) ni pretende que su héroe tenga una “serie de destrezas especiales”, para derrotar a decenas de peligrosos criminales a mano limpia, como hace el exagente de la CIA, Bryan Mills (Liam Neeson). La obsesión lleva a Alain a destruir su matrimonio, su negocio y eventualmente a su muerte. Casi como si se tratara de una clásica historia victoriana de la mujer blanca robada por los árabes, Bidegain plantea la primera parte del film como un crescendo de islamofobia, con personajes unidimensionales de los cuales no sabemos casi nada: la familia ha perdido un miembro, los árabes aparecen como espectros siniestros y la historia podía haber terminado ahí.

Pero no es así, sino que comienza una segunda parte que tiene lugar después del 11 de septiembre, cuando la “guerra contra el terror” estremece al mundo y George-Kid se une a una ONG para dar ayuda humanitaria en Afganistán pero con el verdadero objetivo de reencontrar a su hermana. El compromiso humanitario de Kid se desmorona cuando un misterioso agente o mercenario estadounidense (el carismático John C. Reilly) le ofrece llevarlo a donde tienen a su hermana, quien ya se llama Aafia. En otra paráfrasis westerniana, el joven e inexperto Kid termina encontrando a Ahmed y matándolo, un poco accidentalmente y un poco por venganza. En un giro que pretende cerrar el bucle narrativo, George termina rescatando a una de las viudas de Ahmed, la paquistaní Shazana (Ellora Torchia), a quien se lleva a Francia a comenzar una nueva vida.

Bidegain hace esfuerzos por mostrar ambos lados del conflicto pero su narrativa es incongruente. No hay un esfuerzo mínimo por entender la mentalidad yihadista en ninguna dimensión. Ni siquiera a través de los ojos de Kelly cuyas razones podrían iluminar la decisión de los occidentales y musulmanes que abandonan lo que consideramos una vida de libertad y oportunidades para vivir bajo las restricciones de la ley sharía, que antes del EI parecían sofocantes pero no tan espantosas como lo que práctica este grupo genocida. Si bien el cineasta no ofrece el final feliz que redondearía una narrativa hollywoodense convencional sí se muestra complaciente con su propia incomprensión.

El inicio con cowboys es muy revelador de las intenciones del director, ya que muestra a un grupo que ha asimilado una influencia extranjera como modelo de vida. Es un ejemplo interesante de penetración cultural que podría reflejar el caso de los jóvenes yihadistas, ya que los franco cowboys no sólo veneran el idilio campestre del viejo oeste sino que también parecen admirar o por lo menos tolerar la odiosa ideología racista y esclavista confederada, ya que ondean esa bandera sobre su patético rodeo. Los paralelos entre los comanches y los musulmanes podrían parecer interesantes pero debido a la falta de interés por enriquecer a sus personajes hacen pensar en una lectura colonialista, en la que el único salvaje bueno es el salvaje muerto o bien domesticado y conquistado, como Shazana. El cowboy es un símbolo occidental de un espíritu libre, es la imagen romántica del hombre que vive de los peligros del territorio fronterizo, en los bordes de la civilización y la confrontación-negociación diaria con la barbarie. De tal forma estos nuevos cowboys galos son imaginados como la primera línea de defensa en contra de los bárbaros musulmanes, en una invasión inversa: no es aquí el europeo que toma las tierras del nativo, sino el árabe que avanza sobre tierra francesa.

Esta visión refleja los prejuicios que afectan incluso a los intelectuales europeos que se acercan con aparente buena voluntad a este tema conflictivo pero una vez que lo encaran tan sólo se miran a sí mismos enfrentando al mal. Bidegain trata de mostrar los cambios entre el mundo pre y post 9-11 y la forma en que esos acontecimientos están transformando al mundo de manera catastrófica. El filme obviamente tiene que ser visto de manera diferente tras los ataques de París, de noviembre de 2015, que materializaron las pesadillas de quienes esperaban ver a sus vecinos árabes convertidos en asesinos masivos. Esto vino a poner en evidencia que las oleada de jóvenes radicalizados, que han huido de sus vidas para unirse al Estado Islámico, no buscan una redención espiritual sino una venganza en contra de Occidente y el mundo en el que se criaron y del cual están enajenados. El cineasta no trata de explicar la fascinación que provoca esa utopía más allá de insinuar un paralelo entre esta obsesión y la fascinación de las generaciones precedentes con la cultura del oeste estadounidense.

Les Cowboys

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Las atrocidades cometidas por células que dicen estar afiliadas al Estado Islámico en diferentes partes del mundo son parte de un círculo vicioso de violencia desbordada y son la respuesta a una guerra sin fronteras ni límites lanzada por George W. Bush, continuada por Barack Obama y varios aliados europeos, árabes y turcos. Como dijo el propio presidente estadounidense, estos ataques son devastadores, pero están muy lejos de representar una “amenaza existencial” para Europa o los Estados Unidos, como gustan predicar algunos. Este no es un problema militar sino policíaco, uno que no se resuelve bombardeando ciudades en el Medio Oriente, ni derrocando regímenes extranjeros sino entendiendo los vínculos entre fanatismo y crimen, desmantelando a las redes que, como el expansionismo occidental en el viejo oeste, aprovechan los vacíos de autoridad para conquistar espacios.

El sueño de Europa es crear un continente sin fronteras en el que puedan circular sin impedimento gente, ideas y productos de diferentes pueblos. El sueño del Estado Islámico es crear un califato islámico liberado de las fronteras impuestas por las potencias Occidentales. El EI es una teocracia sangrienta y caótica, sin embargo no tan diferente de ciertos imperios occidentales europeos del pasado. En gran medida el EI es una fuerza multinacional invasora cuya mayoría de militantes son inmigrantes, como los cowboys, que provienen del mundo árabe (Arabia Saudita, Túnez, Marruecos y Egipto principalmente). Los pocos o nulos vínculos de muchos de sus militantes con Irak y Siria pueden quizás explicar su crueldad con los nativos, como fue el caso de los cowboys y los indios.

Los ataques de Francia y Bélgica, en mayor grado que los de Ankara y Estambul, han incrementado la sensación de vulnerabilidad de Europa y han servido a los fanáticos racistas para predicar en contra de la inmigración de los musulmanes que escapan a las guerras, así como en contra de la propias poblaciones musulmanas europeas, las cuales suman alrededor de 44 millones de personas en el continente (entre 13 y 20 millones tan sólo en los países miembros de la Unión Europea). Es imposible saber qué porcentaje de ellos ha sido radicalizado pero sabemos que ha habido alrededor de 5000 yihadistas europeos que han viajado a Siria, lo cual no llega ni al 0.011% de esa población que ahora es satanizada como una amenaza. Así, los medios se deleitan presentando dos caravanas de árabes harapientos y peligrosos, unos que van de Europa al Levante para unirse a los fanáticos delirantes del EI y otra simétrica de presuntos refugiados que tratan de invadir Europa. Esta última imagen, de una interminable columna humana, recuerda también a la conquista del oeste.

Cuando los servicios de seguridad belgas afirmaban que esperaban que algo así sucediera es importante saber si estaban hablando la paranoia o si realmente tenían conocimiento de planes y sujetos que preparaban algo como esto. Bélgica no ganará nada si lanza una guerra contra un sector de su población. Bélgica es un país singular, esperemos que su respuesta a este espantoso crimen no siga las estrategias fallidas de otros países Occidentales afectados por el terrorismo. De otra manera es inevitable, paranoia o no, que volveremos a despertar viendo charcos de sangre en otras ruinas europeas.

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Naief-Yehya-150x150Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya


Posted: March 29, 2016 at 10:26 pm

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