Fiction
Los profetas

Los profetas

Carlos Ávila Villamar

Ya no se espera que algo ocurra.
Antes, cuando tocaban la puerta, se sentía que podía ser Dios.
Ahora se piensa que sea un cobrador y no se abre.

J. Lezama Lima

Se sentía el olor del mar y pisaban un suelo hecho de tierra y arena, piel mestiza en la que ya no crecían más que unas pocas yerbas invasoras. El otoño del trópico, mucho más sutil que el otoño redundante de lugares más fríos, afectaba apenas a un par de especies en el pequeño bosque. Alejandro y Alina apartaron unos sargazos verdes y salivosos y tiraron las sábanas en la arena y se acostaron. Los niños no pudieron esperar y se lanzaron al agua sin importar que fuera temprano y que todavía estuviera fría. Saúl tenía trece años. Los gemelos, Samuel y Samanta, ocho. Samanta se bañaba siempre con zapatos aunque no hubiera piedras, en protesta por un erizo de mar que la había pinchado hacía un año entre los arrecifes. Todavía recordaba a Alejandro sacando por la noche las puntas con una pinza de cejas. Si no te las saco ahora se encajarán más, le había dicho a la niña. Para Samanta la idea de las puntas perdiéndose en su carne resultaba interesante y preguntó si se quedarían en sus pies para siempre si no se las sacaban. Sí, respondió Alejandro, se quedarán para siempre.

El mar ensayaba infinitamente sus crestas y había una lluvia lejana y mansa en el horizonte como el musgo de una pared vieja que se ensucia de tanto no verse. Alejandro prendió el cigarro mientras miraba a unos pescadores que lanzaban carnadas desde los arrecifes. ¿Quieres bañarte ahora?, preguntó Alina y su hermano respondió que más tarde. Samuel defendía el dominio del neumático y los demás trataban de que cayera echándole agua. Alina al principio fingía esforzarse para que el pequeño autócrata cayera de su trono. Al comprobar que resistía no dudó en producir auténticos maremotos con sus brazos, apartando la vista hacia otro sitio por temor a un contraataque. Cuando Samuel estuvo a punto de caer Samanta se cambió de bando para ayudarlo. Los gemelos recuperaron el control del neumático y gritaron victoria tan alto como pudieron para que Alejandro los oyera.

La espuma se quedaba por unos segundos en el rincón de playa, en la marejada de algas y de conchas minúsculas que todavía no eran arena. Alejandro pensó en un posible poema sobre la formación de las playas. Alina regresó a su lado y se quedó dormida en cuestión de minutos. En las gafas marrones de Alina seguía reflejándose el ascenso del sol en el cielo. El pelo, teñido de un castaño cobrizo, brillaba como el de una mujer joven. Las gotas de agua salada se secaban en la piel blanca y llena de pecas.

Alejandro se quedó dormido y se despertó porque soñaba que caía, y su cuerpo reaccionó como si cayera en la realidad. Los niños jugaban en la orilla. Se dio cuenta de que Alina y él debían ser más precavidos, no podían dejarlos solos en la playa. Llamó a Alina para que se despertara, pero no obtuvo respuesta. Probó en vano sacudirle un brazo. Le pareció que sacudía el brazo de un muñeco de trapo y no el de una persona. Cuando le quitó las gafas encontró los ojos todavía abiertos.

De la playa a la casa había trescientos metros, solo pudo cargarla en brazos los primeros cincuenta. Saúl fue enviado a la casa para llamar a una ambulancia. Alejandro puso el cuerpo de Alina (ya era solo un cuerpo) en el suelo del bosque, en un colchón de hojas secas, y se le ocurrió pedir ayuda a los pescadores. Entre los cuatro la llevaron rápidamente a la casa. Los esperaba inútil la ambulancia.

Luego de la muerte del hermano menor, Alejandro y Alina no supieron en principio cómo iban a criar a sus tres sobrinos. El problema era menos pedagógico que ético. Alejandro consideraba que la humanidad era un flujo incesante de instintos y hábitos, un simulacro de consciencias libres sin otro fin que el crecimiento enloquecido de las copias de un genoma. Se adscribía al antinatalismo, apoyaba de ese modo un suicidio pacífico de la humanidad. El respetar una serie de imperativos morales adquiridos (su única y modesta forma de ser feliz en un mundo cuya naturaleza era el caos) se debía únicamente a haber creído en Dios durante la etapa de formación de su consciencia. Los valores morales de una crianza atea, sospechaba, podían a menudo carecer de bases sólidas, y por tanto ofrecer poco más que un tenue regocijo, equivalente al recuerdo de la aprobación de los padres luego de hacer una cosa correcta, un resplandor afectivo en la oscuridad de la razón. El error de la mayoría de los ateos, consideraba, yacía en juzgar la veracidad de las historias y de las enseñanzas religiosas como si se tratara de enseñanzas científicas, cuando en realidad estaban llenando un lugar muy distinto en el alma de los hombres. La religión como institución moral ponía un centro de gravedad invisible, un centro al que incluso los ateos se terminaban subordinando. Las razones por las cuales actuar no podían sostenerse en la lógica, debían cubrir de misticismo su terrible vacío. Alejandro pensaba que en el fondo ninguna de nuestras acciones tenía significado, y que de hecho fantasías como el apego, la posesión, la autoridad (móviles para el actuar humano), solo podían sostenerse gracias a la misma manipulación de los hechos y de los conceptos que hacía posible relatos mayores, aquellos de carácter religioso.

Tuvo entonces la idea. A fin de procurar una educación perfecta que el nihilismo de la razón jamás iba a conseguir (es decir, una educación que incluyera lo moral), enseñaría a los niños a creer en Dios, y los dejaría descubrir por su cuenta que no existía. Para ese momento ya el mundo que verían sus ojos habría estado moldeado por un cúmulo de historias que él mismo se habría encargado de crear. El bien es un gusto estético, pensaba Alejandro, al igual que el mal. El pájaro herido conmueve de un modo y la posibilidad de herir un pájaro conmueve de otro. No nacemos sabiéndolo, cada sistema moral es un gusto estético glorificado. Alejandro ideó una religión nueva, diseñó todo un laberinto teológico que permitiera en un futuro convertirse en el tipo de persona que él mismo habría deseado ser. Alina le dijo que su idea estaba hecha de narcisismo, ya que suponía que su experiencia individual era el único camino posible para la oscura iluminación de la humanidad. Él nunca lo quiso aceptar. Una cosa tuvo clara Alejandro desde el principio, y en eso Alina lo apoyó. Para no infligir a sus sobrinos una dolorosa decepción en el momento en el que dejaran de creer, la religión no concebiría la vida después de la muerte.

El entierro se postergó hasta la mañana del martes. El cementerio todavía era el pequeño cementerio rural de otra época, cuando no estaban los edificios multifamiliares, hechos originalmente para que allí durmieran los trabajadores de la ciudad vecina. A apenas unos metros de las tumbas, después de un cercado irrisorio, ya empezaban los patios de las casas. Todos tenían pequeños platanares y aves de corral, en caso de que otra vez escaseara la comida. La venganza del orden rural tras una urbanización apresurada. Alejandro no tuvo dinero suficiente para comprar un ataúd de buena madera. En pocos años la humedad probablemente lo desintegraría y en la tierra los huesos quedarían sueltos como raíces. Saúl había escuchado a Alejandro decírselo a alguien por teléfono. Los gemelos no lo sabían, y además no parecían entender aún la naturaleza de la muerte. Miraban la escena del entierro (palabra grosera para referirse a una práctica cuyo primer sentido sería meramente sanitario) con secreta curiosidad. Sus mentes podían sentir la tristeza, pero no la auténtica desesperación. Su percepción animal del peligro, como la de un cervato, apenas estaba formándose, no existía en ellos suficiente material para invocar las fantasías depresivas a las que los seres humanos estaban acostumbrados en la madurez. Alejandro sonreía cuando alguien decía que la felicidad en el mundo era ilusoria y que todo lo que quedaba era sufrimiento. En verdad el sufrimiento no era menos ilusorio (por estar sugestionado) y absurdo (por estar sugestionado por uno mismo) que la felicidad.

La noche del entierro Alejandro no encendió ninguna luz. La comida que encontró (la bombilla automática del refrigerador cegaba en medio de la oscuridad) era lo que quedaba de un último plato de espaguetis que había preparado Alina. Nadie podría preparar aquellos espaguetis de nuevo, y esa verdad vulgar lo destruyó. El mar y el cielo vistos desde las ventanas eran una sola cosa, la espalda de un monstruo infinito. Un vértigo profundo calaba símbolos en sus huesos. Lo que sentía Alejandro resultaba más grave que el teatro complaciente del sufrimiento. Unos pocos hechos en la vida de una persona eran capaces de destrozar (a veces de manera irreversible) el andamiaje de significado gracias al cual funcionaba su mundo, rajaduras en el paisaje de tela de una escenografía. Lo que sentía Alejandro no era dolor, sino el sobrecogimiento ante el caos que quedaba detrás del dolor, y que se intuía por instantes en la noche enemiga. El sufrimiento corriente, esa liberación vanidosa, no podía curarlo esta vez. El cuerpo de Alina estuvo en el hospital por unas pocas horas. Luego hubo que vestirlo. En medio de la confusión tuvo que elegir la ropa interior y el vestido. Imaginó los huesos diminutos de sus pies, un día ceñidos por las medias blancas. Hacía una semana su hermana Alina, que dormía en un cuarto aparte, lo había despertado a causa de una pesadilla y le había pedido que la dejara dormir con él, como cuando eran niños. Hacía una semana su respiración había coexistido junto a la de ella en una misma cama. Por primera vez (la noche del entierro) Alejandro sintió el peligro real de volverse loco. Puso la almohada en el suelo, se sentó sobre ella e intentó meditar. Le resultó imposible. Quizás la gente del pueblo tenía razón, quizás estaba loco.

Un tiempo después de la muerte de Alina, al poner flores a la lápida, Samanta y Alejandro comprobaron que ya había comenzado a crecer vegetación sobre la tierra recién removida. Samanta preguntó si Dios iba a molestarse en caso de que ella no llorara lo suficiente. Había un sol seco que levantaba el vapor del asfalto. Si te sientes triste porque algo no te importa, contestó Alejandro, entonces quiere decir que sí te importa. Samanta propuso caminar mientras llegaba la hora del almuerzo.

Le gustaban esos paseos en los que ambos quedaban mucho tiempo sin decir nada, solo observando detalles. Parejas sacando a pasear a sus enormes perros. Un joven vendedor de frutas dormido bajo el árbol deshojado de un parque, en una pose sinuosa que parecía sacada de una pintura anterior al impresionismo. Una casa humilde abierta y sin nadie cuidando, con el viejo televisor encendido (el hombre de las noticias, vestido de traje y cuidadosamente peinado, parecía un demente que hablaba para las paredes y los muebles). Dios no es una persona, dijo Alejandro, no va a molestarse si no estás triste, su forma de juzgar es distinta de la forma de juzgar de los seres humanos.

Samanta no era particularmente hermosa, como tampoco lo eran sus hermanos, pero por suerte y a diferencia de ellos no lo sabía. Es inusual una muchacha hermosa que no sepa que es hermosa. Todavía más inusual una muchacha casi hermosa que no le preocupe no llegar a serlo del todo. A Samanta le preocupaba, eso sí, no llegar a ser suficientemente alta. El asunto de la altura adquiría una absoluta seriedad para ella. Tenía unos ojos claros y profundos y daba la impresión de no poder ver una cosa sin cambiarla para siempre. Antes me habías dicho que Dios era un anciano con barbas blancas, contestó Samanta.

Poco faltó para que Alejandro recurriera al tópico de la duplicidad de la forma divina, que nunca preocupó a los primeros hombres. Un dios podía ser literalmente el sol y también un hombre de cabellos rubios más parecido a un rey, o podía ser literalmente la lluvia y también una mujer de pelo largo y sedoso. Alejandro decidió permanecer en silencio con la esperanza de que la niña estuviera llegando con sus preguntas al lugar indicado.

En términos de inteligencia, debía ser Samanta la primera en descubrir la falsedad de Dios, pero la inteligencia no siempre lleva a la razón. Todas las semanas Samanta (estudiante prodigio en matemática, para sorpresa de quienes la veían leyendo poesía en vez de atender a las clases) intervenía en la escuela por Samuel ante estudiantes y profesores. Cuando no veía más argumentos para justificar sus faltas no dudaba en recordar que ambos eran huérfanos. Solía funcionar. Samuel era una especie de mito de la indisciplina dentro de la escuela. En realidad también Samanta hacía de vez en cuando bromas malévolas, pero su hermano gemelo asumía las culpas despreocupadamente a cambio de ser defendido en un momento clave del futuro. En particular Samanta tenía un larguísimo historial encerrando personas en lugares pequeños. Le fascinaba hacerlo. Una vez vislumbrada la posibilidad de poner un pestillo nada la detenía. Ningún castigo podría privarla de aquel placer tan exquisito de presenciar desde afuera el instante en el que la persona descubría (con la esperanza de que se tratara de un error) que no podía salir. Algún día, aseguraba, iba encerrar a la directora de la escuela. Otras bromas eran menos caprichosas y un tanto más diabólicas. Una vez que Alina los había llevado a los tres a un restaurante, Samanta había quemado previamente el dinero solo para comprobar qué sentía al hacerlo. A ella le dio una inocente gracia ver el pánico de Alina cuando registró su monedero vacío, y ver la rabia del dueño del restaurante, que se creía víctima de una estafa premeditada cuando Samuel se culpó a sí mismo. Samanta explicó allí que en realidad había sido ella. Nadie le creyó. Después Alina regañó a Samuel, menos por la pena pública que por haber destruido el dinero. Esconderlo por un rato habría sido mejor. Además, muchos niños pobres lo habrían aceptado agradecidos. Samanta lloró durante varios días, porque Dios lo habría sabido y debía estar decepcionado.

Alejandro notó pronto que cada hermano se tomaba de una manera distinta la muerte de Alina. El más inquieto, Samuel, había sido el primero en llorar y el que con más tristeza comprendería luego que ya no volverían a verla jamás. Saúl, el mayor, de temperamento más calmado pero de alma menos transparente, hacía preguntas de todo tipo sobre Dios y sobre la lógica de su relación con los seres humanos. Alejandro presentía que ya dudaba, pero no quiso intervenir. Debía llegar él solo al precipicio de su concepción del mundo. Intentar acortar el trayecto podía provocar el efecto contrario. Al verse demasiado asustada por lo que encuentra, pensó Alejandro, la mente no solo suele abandonar la búsqueda, también corre el riesgo de olvidar la posibilidad de la búsqueda misma y los motivos por los cuales empezó. Samanta había reaccionado de la manera opuesta a Saúl. Ahora las fábulas religiosas constituían su refugio. La muerte de Alina había reforzado su fe, pero el fanatismo podía ser un simple remedio a la incredulidad, un peso puesto sobre sí misma como castigo por dudar.

Durante la caminata que habían hecho para esperar el almuerzo Samanta apenas habló. Un vendedor de flores que pasaba en bicicleta se detuvo y le regaló un ramo a cada uno. El vendedor era un anciano con barbas blancas. ¿No vas a darle las gracias?, le preguntó Alejandro a Samanta. Gracias, dijo ella y el vendedor se le acercó y le susurró unas pocas palabras en el oído y ella afirmó con la cabeza. No pasó nada más. Almorzando en la casa, Alejandro le preguntó qué le había dicho aquel hombre extraño y Samanta respondió que aquel hombre extraño era Dios y que lo que le había dicho era sumamente secreto.

Practicaban una meditación al alba y una al anochecer. Alejandro, Alina y los niños se sentaban antes sobre unos cojines, cerraban los ojos y trataban de desprender su pensamiento del objeto de su pensamiento. Si les venía a la cabeza el recuerdo extraño de un ojo de cristal lo primero que debían hacer era desnudar la idea de lenguaje, olvidar que era un ojo de cristal y perderse en el vacío que quedaba luego. En algún punto la idea antes construida se desintegraría. Con suficiente práctica les sería fácil evitar otras ideas que se le asociaran e ir anulando la relación del individuo consigo mismo. La meditación no consiste en conocerse, insistía Alejandro, sino en desconocerse. Una parábola decía que el hombre nadaba en la búsqueda de Dios, que lo esperaba en una orilla inalcanzable. Solo cuando estuviera separado el hombre de sí mismo (lo cual era imposible en vida) tocaría la mano blanca de Dios y existiría fuera del espacio y el tiempo. La meditación era menos un vulgar método para relajarse que una lección de humildad. Alejandro decía que meditar era lo mismo que tratar de pintar de negro un espejo inseparable de nuestros ojos.

La doctrina de Alejandro enseñaba a los niños una concepción determinista del mundo. El azar no existía más que como consecuencia de la imposibilidad de la mente humana de predecir ciertos hechos, por tanto el tiempo era una sucesión ineludible de estados, una línea recta. Cualquier noción de libre albedrío quedaba descartada, los niños aprendieron que su voluntad no excedía la sumatoria de su instinto y de sus hábitos. Para ilustrar una lógica determinista que cuesta entender durante los primeros años de aprendizaje, Alejandro ideó historias acerca de bosques que podían perfectamente crecer en dirección contraria a nuestro tiempo. Los seres humanos veían que ciertos árboles se empequeñecían con los años hasta hacerse retoños, y luego semillas, y que de las semillas brotaban frutos que luego se adherían a otros árboles. Esos bosques poco a poco desaparecerían hasta llegar a los primeros árboles de cada especie, figuras arquetípicas. Su comienzo se hallaba en lo que para nosotros era el final, y su final en lo que para nosotros era el comienzo. Alejandro quería probar, mediante aquella monstruosa simultaneidad, que de una consecuencia se deducía una única causa, tanto como de una causa se deduce una única consecuencia. Dios podía saber por las propiedades de un estado de cosas cuál era el estado de cosas anterior y cuál era el siguiente. Las causas y consecuencias, según él, eran reversibles.

Procuró llenar las historias de detalles arbitrarios, que suelen abundar cuando un mito alberga cierta realidad. Si un profeta vagaba por un desierto de arenas azules (luego el profeta descubriría que se trataba del firmamento, al que había llegado por error) se especificaba que sus destruidos zapatos habían sido hechos con piel de chivo. Las historias canónicas de la doctrina estaban acompañadas por historias no autorizadas, a veces incompletas, hechas para generar la duda en los niños y más tarde para generar la capacidad de discernir una verdad propia. Había historias no canónicas grises y aburridas, pero también las había agudas e inquietantes. Después de suficiente práctica los niños iban a tratar a todos los textos como si fueran apócrifos, en el sentido de valorarlos con desobediencia, sin lealtades. Aunque convenía que las escucharan desde antes de aprender a leer, luego se hacía necesario llevar las historias al lenguaje escrito. La doctrina presuponía que cada uno de sus discípulos copiara con su propia caligrafía los textos sagrados. Eso no era obligatorio. Los niños tenían la opción de copiar los textos que quisieran y aún de adulterarlos. Esta última libertad los aterró a todos, y Alejandro la había concedido precisamente para eso, para que concibieran la responsabilidad más abstracta, aquella que no se daba entre los seres humanos, el terror a Dios.

La empresa de escribir los textos sagrados de la doctrina encajaba con su ideal de literatura. Sin lugar a dudas un texto sagrado era la meta última de casi cualquier escritor. La consciencia escritural llevada al extremo. Nada estaba prohibido, o mejor dicho, las cosas prohibidas no eran las cosas que siempre habían estado prohibidas, eran otras nuevas, que el lector no iba a advertir. Sus historias no eran cuentos ni novelas cortas, constituían sencillamente narraciones degeneradas, o más bien poemas narrativos, debía desaprender a escribir antes de hacerlas, debía fundar un género nuevo con cada una. Demoró años en escribir su propia tradición, y hasta meses antes de la muerte de Alina seguía añadiendo nuevos textos, que mostraba a los niños haciéndoles creer que siempre los había tenido, y que solo esperaba el momento correcto para que los leyeran. Bañaba los manuscritos en agua con café, los dejaba secar, los enterraba y los sacaba a la semana siguiente cuando ya parecían viejos. Se suponía que las copias que cada persona guardaba de los textos debían quemarse en el momento en el que la persona moría. Samanta pidió a Alejandro que quemara las copias de Alina, como exigía la tradición, pero en ese momento Samuel se interpuso llorando y nadie tuvo el valor de hacer cumplir las reglas. Las copias que Alina había transcrito estaban en el baúl de Samuel (su baúl, como le encantaba llamarle), en una caja metálica de galletas que nadie estaba autorizado a tocar. Alejandro dejó de escribir luego de la muerte de Alina. Supo que no se trataba de un fenómeno momentáneo. Algo se había roto en él, quizás algo tan simple como la posibilidad de que ella volviera a leer cada cosa nueva que escribiera.

La vida humana parecía demasiado inexplicable para Alejandro sin ella. Los objetos más ridículos la invocaban, los nombres comino, orégano, pimienta, escritos con su caligrafía en latas y pomos de vidrio que una vez contuvieron otras cosas, en un pasado industrial ya perdido. La caligrafía como manierismo, fruto de incontables repeticiones. Cada trazo, el resultado ciego de miles de intentos. El alma humana contenida en aquellas formas. La madera gastada del borde de la mesa. La pintura de una pared tostada por el sol persistente de la misma ventana, entreabierta por Alina siempre a la misma hora.

La enfermedad de Saúl se manifestó por primera vez cuatro meses después de la muerte de Alina. La fiebre fue seguida por las ronchas, parecidas a las del sarampión. Los médicos no pudieron identificar la enfermedad que lo atacaba, por tanto no tenían un tratamiento concreto. El deterioro fue inmediato. Saúl perdía peso cada día y su voz se escuchaba cada vez más lejana. Llegado un punto le costaba levantarse, estaba casi todo el día en la cama, alejado de sus hermanos por temor a contagiarlos. Cuando querían hablar, los tres se ponían de acuerdo para descolgar juntos el teléfono. Samuel decía que le gustaba esa forma de comunicarse con Saúl, que lo hacía sentir como si estuviera hablando con un delincuente muy peligroso a través del cristal de una prisión. Vamos, le decía al enfermo, no nos mientas, hiciste algo terrible y como eres menor de edad te recluyeron en tu cuarto hasta los dieciocho. Pero no te preocupes, Samanta y yo tenemos un plan, te vamos a sacar de ahí. Los gemelos escuchaban la risa débil de su hermano en el teléfono y se alegraban.

Cuando el médico empezó a llevar a Alejandro a hablar a cuartos privados con mayor frecuencia Saúl supo lo que significaba. No dijo nada a sus hermanos, pero le fue inevitable deprimirse. El vacío negro se dejaba sentir por momentos en la soledad de la habitación. El globo terráqueo junto a la cama, con letras que solo podían leerse mediante una lupa (hubo un tiempo en el que valía la pena imprimir palabras que solo pudieran leerse mediante una lupa) y colores que se habían adulterado con el paso de los años, el mar de un verde oscuro y continentes de blanco hueso. Los libros viejos que nunca iba a leer, tostados por el aire. El agujero en la pared que daba al otro cuarto, en el que había vivido un ratón antes de que él naciera, ese tiempo en el que las cosas lo preexistían, y del que por instantes parecían llegarle imposibles memorias. De noche al contrario descubría (creía descubrir) memorias de la muerte, del vacío y la oscuridad posteriores a la muerte. Samanta lo consolaba en el teléfono recordándole que el horror ante esa idea era solo por la imposibilidad de pensarla. Dios nos espera en la otra orilla del río, le dijo. No me interesa que me esperen si yo no voy a estar, respondió Saúl con voz moribunda, Dios tomará mi mano cuando ya no tenga cara.

En medio de la tensión, la única en la casa que conservaba la calma era Samanta. Una tarde pidió que la llevaran a la playa. No habían ido desde la muerte de Alina, por razones obvias. Le preguntó a Alejandro si había playas que se estuvieran formando en el futuro y que por tanto cada año tuvieran la arena más y más gruesa hasta que devolvieran las conchas y las caracolas de criaturas que todavía no nacían. Alejandro estaba demasiado triste para dar una respuesta justa a aquella fantasía metafísica. No lo sé, pero escríbelo cuanto antes, dijo, para que no se te olvide. El más afectado por la situación resultó Alejandro. Sentía una culpa ambigua, y sentía la obligación de no demostrar debilidad. Trataba de estar tanto tiempo como le fuera posible al lado de Saúl. El niño por su parte cada vez pasaba menos tiempo despierto. Dormía catorce y quince horas al día. Alejandro chequeaba si su tórax se movía. Se reprochaba a sí mismo comprobarlo constantemente, tener la frialdad práctica para hacerlo.

La noche crítica había un vapor horrendo que subía del suelo y se estacionaba como un intruso en las habitaciones. Saúl temblaba de frío a causa de la fiebre. El ventilador giraba inútil en una esquina. Habían llamado al médico, pero de momento el médico no llegaba. Alejandro, envuelto en la desesperación, dejó entrar a los otros dos niños. No podría perdonarse luego que Saúl muriera alejado de sus hermanos. Samuel empezó a llorar al verlo tan cambiado. No es él, repetía una y otra vez. Samanta quiso acostarse junto al enfermo, pero Alejandro no la dejó. Todavía no sabemos lo que tiene, dijo, ya bastante riesgo corren estando aquí. Saúl despertó y los observó detenidamente a todos, tenía los ojos rojos e hinchados y la piel de una palidez escalofriante. Una sonrisa leve apareció y desapareció en su cara. Llamen al médico, dijo y al parecer gastaba todas sus fuerzas en aquellas sílabas. Había sido la primera vez que pedía en su vida algo parecido, puesto que sabía que el médico solía acompañarse de inyecciones. Ya lo llamamos, respondió Alejandro, llegará en cualquier momento. Saúl levantó su mano unos centímetros y le hizo una seña a Samanta para que se acercara. Cuando toque su mano ya no tendré cara, le susurró justo antes de llorar. Yo conocí a Dios, le dijo Samanta. Me regaló una flor que ahora es solo un botón de flor, una flor que vino del futuro. Ese no era Dios, respondió Saúl llorando. No hay ningún Dios. Alejandro lo abrazó y escuchó que alguien tocaba la puerta. El médico hizo las preguntas pertinentes y le dio varias pastillas naranjas con una división en el medio que debía tragar sin masticar. Esperemos un milagro, le dijo a Alejandro en privado.

La madrugada la pasaron todos despiertos. El médico, un hombre joven y atractivo, aunque con aspecto desaliñado, intentó entretener a los hermanos haciendo historias graciosas de sus pacientes. Saúl no mostró demasiado interés y preguntó con una voz desecada y un tanto majadera si podía suicidarse, para no seguir sufriendo. El médico le respondió que casualmente un paciente suyo le había hecho la misma pregunta. Una vez aparecidos los síntomas inconfundibles de cierta enfermedad mortal, trató de matarse para evitar el prolongado dolor, pero con el intento solo consiguió una misteriosa mejoría, y el hombre pronto se curó. El festejo de los familiares duró poco, se había encariñado con la idea del suicidio y no iba a permitir que su salud lo frustrara tan fácilmente. Se lanzó por fin de una azotea, todavía con miedo a las propiedades curativas de la caída. Los niños quedaron con la boca abierta, fascinados por el relato del médico. Saúl sonrió y Alejandro le tocó la frente. La fiebre había bajado.

Samuel contó luego de un lugar que Samanta y él habían encontrado en un extremo del bosque, en el que jugaban con otros niños a buscar árboles que crecieran en dirección contraria al tiempo. Samanta abrió los ojos y le pidió que se callara. No hables de eso, dijo. Saúl volvió a sonreír desde su cama y les preguntó cómo sabían que un árbol crecía en dirección contraria al tiempo. Hubo un silencio hecho de curiosidad. Samuel le lanzó una mirada a Samanta como pidiendo su aprobación para hablar. Samanta suspiró y dijo que sí con la cabeza. Se mecen con demasiada facilidad, explicó Samuel. Alejandro y Saúl hicieron un gesto de incomprensión. Las raíces se encogen a medida que los árboles se hacen más jóvenes, añadió Samanta, y dejan surcos demasiado grandes debajo de la tierra, por tanto los troncos quedan medio sueltos. Alejandro le preguntó a Samanta si había hablado de Dios a otros niños. La niña no respondió. El médico los miró a todos con extrañeza y le preguntó a Alejandro si creían en Dios. Alejandro no respondió.

Al amanecer, Saúl ya se sentía mejor e incluso pudo probar un poco de comida. Solo al levantarlo de la cama, en la que llevaba postrado demasiado tiempo, descubrieron una horrible inflamación en la pierna derecha. La enfermedad cada vez era más extraña. De cualquier modo ha sido mejor no ingresarte, dijo el médico, las condiciones del hospital son pésimas. Afuera de la casa, al momento de despedirse, el médico le preguntó a Alejandro cuáles eran aquellas historias sacrosantas de las que siempre hablaban los gemelos. Me adscribo junto a los niños a una religión con muy pocos fieles, respondió con un tono de humildad rancia. Algún día le explicaré con calma, contestó Alejandro y se despidió rápido.

La milagrosa recuperación continuó. Lo único extraño era lo que Samuel llamaba el misterio de la pierna derecha. Bajada la inflamación se notaba una herida que bien podía ser de un clavo o de cualquier otro objeto punzante. ¿Recuerdas haberte pinchado? No, respondía siempre Saúl. Además, no recuerdo que la herida me sangrara ni nada. En poco tiempo los tres niños volvieron a salir como antes. Al regresar de una de sus excursiones Samuel contó que Samanta había encontrado el origen de la enfermedad de Saúl. Al parecer la herida en su muslo había desaparecido súbitamente por la mañana, tras arder un poco. Más específicamente, tras pincharse Saúl en el mismo lugar de la herida con una planta peculiar que había aparecido en el pequeño bosque. Ella postulaba según él que la planta era una de las plantas que crecían en dirección contraria al tiempo, y que su veneno afectaba a la víctima en el pasado y no en el futuro y que había sido la causa de la misteriosa enfermedad.

Cada vez más, Samanta se obsesionaba con las escrituras. Algunos pasajes especiales habían sido leídos por ella cientos de veces. El de los árboles que crecían en dirección contraria al tiempo tendría el premio, sin duda, pero otros no debían encontrarse tan lejos. La profecía de los tres hermanos, por ejemplo, que anunciaba que solo uno de ellos quedaría destinado a contemplar la verdad. Samanta de pequeña había propuesto que su hermano Saúl debía ser el elegido, y Saúl, con secreta vanidad, lo había aceptado. La recuperación milagrosa de la enfermedad llevó a pensar a Alejandro que Saúl estaría próximo a recobrar su fe. La doctrina no contemplaba la existencia de milagros, pero quizás el milagro podía ser intuido como mecanismo por su inteligencia. Una noche se resolvió el asunto. Había tanto silencio en la casa que en el cuarto de Saúl se escuchaba el sonido del reloj de pared de la cocina. ¿Tienes miedo de que Dios sepa que querías ser el hermano elegido?, preguntó azarosamente Alejandro. Dios no existe, dijo el niño, pero agradezco que lo inventaras para nosotros. No hizo falta decir nada más.

A la mañana siguiente Alejandro se levantó y vio bajo la luz cremosa del alba que solo dos niños meditaban, tirados en la tierra húmeda del patio. Samuel atrás, Samanta al frente, con su típico overol rojo lleno de roturas y de parches y sus zapatos de bañarse en la playa. Estaba tan quieta que un sinsonte se posó en su cabeza por unos segundos, inspeccionó el ambiente y luego se echó a volar junto a otras aves matutinas. El primero de los tres hermanos ha desertado, pensó Alejandro y luego vio la escena con más detenimiento. Del otro lado de las rejas tres nuevos niños, tres nuevos fieles de la doctrina, meditaban impasibles en la calle.

La propagación de la doctrina se inició como un juego. Otros niños copiaban las escrituras de la misma manera que las niñas mayores copiaban versos cursilones en sus almibaradas libretas. La transcripción de las historias en la mayoría de los casos ni siquiera implicaba el entendimiento. Constituía una actividad mecánica, cuyo premio era la sensación de camaradería, de pertenecer a alguna cosa. Sensación que (bien lo sabía Alejandro) una y otra vez aprovechaban las más diversas sectas del universo adulto, incluidas las políticas, para engrosar sus filas.

Por su parte, Alejandro al principio no se sintió preocupado y hasta le hizo gracia que los niños anduvieran copiando sus creaciones como si se tratara de textos mágicos. Su lucha personal era contra la locura. La casa, que los gemelos abandonaban la mayor parte del tiempo, puesto que ya eran las vacaciones, lo retaba a vivir en una especie de tiempo suspendido. El suicidio quedaba descartado a causa de los sobrinos, pero le parecía lo más lógico en ese momento de su vida. Ya había escrito sus mejores poemas, y había pasado los mejores momentos de su vida, en lo adelante solo quedaba una lenta reducción de sus facultades y un rápido debilitamiento de su salud física. Sin amigos y sin dioses por los que festejar o entristecerse Alejandro estaba condenado a una existencia absurda. Saúl y él se reflejaban, pero al menos el sobrino tenía el consuelo de los desengaños amorosos, que ocupaban su tiempo y sus fuerzas. Muchachas idiotas que él perseguía sin obtener nunca recompensa. El amor era la religión de los débiles. Feliz Saúl, que no había comprobado ni una sola vez la superficialidad del objetivo una vez capturado. Una persona no puede amar a nadie de la misma manera tras haber descubierto (con horror, con placer, o con ambas cosas) lo fácil y trivial que es destruir a un ser humano. La abstinencia habría sido lo mejor para él (para la humanidad, se entiende), pero en su defecto, al menos el muchacho practicaba por ahora la abstinencia involuntaria, orquestada al parecer por la totalidad del género femenino.

El tiempo pasaba. Alejandro podía comprobar días tras día cómo sus dientes se volvían más amarillos y cómo sus pulmones lo obligaban a toser si fumaba demasiados cigarros el mismo día. Antes (le aseguraban) era un tipo atractivo y revisaba el estado de sus pulmones nadando sumergido durante intervalos prolongados. Le enorgullecía hacerlo porque era la única actividad remotamente atlética que había practicado en su vida, y la hacía bastante bien. Alina y su hermano menor solían celebrarlo en la arena mientras bebían ron o whisky y mientras fumaban sus propios cigarros sin preguntarse cuánto daño les estaban haciendo. Los tiempos habían cambiado y ya no quería revisar qué tan mal estaban sus pulmones. Ahora fumaba con una contenida rabia, como sabiendo lo inútil de intentar dejarlo. No solo apagaba los cigarros en el cenicero, los desmembraba. Era el profeta de un dios caído en desgracia. Por instantes se le ocurría que lo mejor que podía pasar era que los gemelos nunca descubrieran la inexistencia de Dios. No quería su destino para ellos. Quizás al final su único logro era haber estado equivocado en todo a lo largo de su vida. Y por no haber encontrado una verdad pura, no haber podido descubrir por comparación la falsedad del resto.

Si sus pensamientos se retorcían demasiado llamaba al médico para saludar y programaba alguna visita a Saúl. En realidad lo hacía por su propia salud mental. Le agradaba el médico. Un alma noble y llena de anécdotas a pesar de sus pocos años. Era un conversador entretenido al que no le interesaba convencer a nadie de nada, exactamente lo contrario a él, que solía dar sermones odiosos y que carecía de ingenio oral. Las ocurrencias solo se le aparecían a Alejandro en el lenguaje escrito. El médico, por ejemplo, no se tomó demasiado en serio que Samanta regañara a Samuel por mencionar delante de los adultos el tema de los árboles que crecían en dirección contraria al tiempo. Aquel día se limitó a comentar la facilidad con la que Samanta daba órdenes militares a su hermano. No le interesaba conocer lo que se le ocultaba, sino el mecanismo para ocultarlo. Alejandro pensó que, de ser escritor, el médico elaboraría relatos basados en el carácter de los personajes y no en la consecución de sus acciones. Samanta explicó que Samuel debía hacer siempre lo que ella decía porque le debía muchas cosas y además porque ella había nacido primero y era la mayor. Estuvieron hablando largo rato sobre el hecho de ser gemelos. El médico les contó que algunos gemelos nacían unidos por alguna parte del cuerpo, y que otros, todavía más inusuales, llamados gemelos parasitarios, no eran personas completas, a veces solo un tronco y una cabeza sin inteligencia saliendo del tronco del gemelo bien formado, y que en la mayoría de los casos morían al nacer, pero que algunos pasaban toda la vida con sus monstruosos hermanos a cuestas.

Samuel y Samanta quedaron impactados por aquellas historias. Samuel pasó varios días con un bebé de juguete atado a su abdomen diciendo que ellos tenían un cuarto hermano. Samanta corría horrorizada cada vez que lo veía. El juego se detuvo cuando Samuel tuvo que ir al baño un día en el que Alejandro no estaba, y Samanta lo encerró desde afuera por ocho horas, sin importarle sus peticiones de misericordia. ¿Dejarás de molestarme?, preguntó finalmente ella. Lo prometo, respondió, ahora suéltame. Samuel le devolvió con tristeza el muñeco y le susurró unas palabras al oído. Bien pensado. Ese mismo día por la tarde Samanta se sentó en el patio con la intención de meditar y afuera la esperaba una multitud ya no solo de niños, sino también de ancianos, hombres y mujeres. Alejandro la regañó. Le preguntó si ella realmente entendía que lo del muñeco era un juego, y ella le respondió que no era ningún juego y que Samuel había sido muy cruel. Samanta realmente creía que el muñeco era un hermano parasitario.

Alejandro se sentó en la sala y los observó con paciencia. Todos inmóviles como estatuas, imitando a los dos gemelos. Algunos niños que jugaban con palos a una guerra imaginaria les pasaban por delante y por detrás, pero los ancianos, hombres, mujeres y demás niños no se inmutaban. Alejandro pensó que la separación entre juego y realidad (que se incrementa en los niños con el paso de los años, hasta que el juego se hace imposible) disminuía minuto tras minuto en el caso de Samanta. El juego de los niños es siempre una reproducción del mundo adulto, pensó Alejandro. Feroz ironía la de aquellos que veían en la infancia un paraíso perdido, cuando no era más que un ensayo torpe, una sombra deformada y tragicómica que la silueta de la adultez proyectaba hacia el pasado.

Una vez más preguntó Alejandro a Samanta antes de dormir qué cosa le había dicho aquel hombre al que ella llamaba Dios. Es sumamente secreto, repitió la niña. ¿Por qué Saúl y tú han dejado de meditar desde que murió Alina?, preguntó y Alejandro no supo qué responder.

El mar levantaba aires frescos que calmaban por ratos el calor nocturno, pero Alejandro no conseguía dormir. La separación entre juego y realidad (vacío, ceguera necesaria en los niños) quizás no quedaba tan lejos de la separación entre el mito religioso (o de cualquier arabesco cultural que tomara la forma de la religión) y la realidad (o la experiencia más directa que se entendía por realidad). Una dosis de blanca hipocresía se necesitaba para aceptar paralelamente las historias trascendentales y conservar algún sentido común durante las decisiones más cotidianas (este sentido más práctico a su vez requería del mito trascendental para justificarse a sí mismo, de lo contrario alimentarse y respirar sería vistas como actividades inútiles). Sin la separación cínica entre el sentido trascendental y el sentido común un ser humano no podía terminar en otro sitio que en la locura. Las grietas en nuestras concepciones del mundo, pensó, no constituyen defectos, sino benevolentes respiraderos.

Un día tocó la puerta una mujer con olor a vagabundo y un niño en brazos y preguntó si allí vivía Samanta. Desde entonces las cosas fueron de mal en peor. La niña le había prometido que si el esposo volvía a pegarle podría quedarse en su cuarto, le explicó la mujer. Alejandro llamó a Samanta y ambos tuvieron una discusión. La mujer y el niño pequeño se terminaron quedando en la cama de Samanta, y Samanta pasó a dormir con Samuel. Dos noches después, Samuel protestó porque a él no lo dejaban tener a un gato, mientras que a Samanta la dejaban tener un vagabundo. Alejandro lo dejó tener un gato en el hipotético caso de que apareciera alguno en el futuro (la mañana siguiente Samuel trajo el saco de pulgas). La mujer en teoría no iba a comer en la casa, sólo el niño. Terminaron comiendo ambos. Alejandro le repitió mil veces que a él apenas le alcanzaba la comida para sus tres sobrinos y que ella debía encontrar un trabajo y otro lugar donde quedarse. La mujer no parecía demasiado apurada en conseguir una cosa o la otra, e insistía en el hecho de que si regresaba su esposo la mataría.

Para mantenerla entretenida, Samanta le sugirió que empezara a copiar las escrituras. La transcripción le tomó alrededor de un mes. Al terminar pidió que todos en la casa se sentaran junto a ella unos minutos. Les había mentido. La historia de las golpizas era falsa, ahora quería que la perdonaran y que la dejaran ir. La mujer no aceptó dinero, solo un poco de leche para el niño mientras llegaban a la casa del padre. El padre había obtenido la custodia y como venganza ella se lo había robado.

La mujer se llevó su copia de los textos sagrados y prometió difundirlos ante todo aquel que la escuchara.

Poco después de la partida de la mujer, se corrió la voz de que sobraba una cama en la casa de los gemelos y otros extravagantes huéspedes fueron aceptados por Alejandro a regañadientes. Por ejemplo, un afilador de tijeras cuya máquina se había roto y lo había dejado en la mendicidad (el pueblo regresaba a esa rara edad de la civilización en la que objetos tecnológicos, una máquina de hacer helado, una máquina de algodón de azúcar, procuraban la subsistencia de una serie de magos que los atesoraban), o un veterano de guerra al que le faltaban las piernas y que luego se había dedicado a hacer papalotes de papel, hasta que había llegado otro hombre que los hacía de nylon y mucho más baratos, dejándolo en la quiebra. La compasión, pensó Alejandro, es una ternura momentánea, mientras que el asco por la humanidad es un sentimiento perseverante. Tal es el problema natural e irresoluble de la filantropía.

A causa de las abundantes solicitudes de asilo, Samuel pidió que los dejaran dormir en el sofá para así poder cuidar a dos personas a la vez. La casa resistió solo por cuatro días más. Los huéspedes se aprendían los textos sagrados en la noche y pasaban el día hablando en los parques al transeúnte infeliz acerca de árboles que crecían en dirección contraria al tiempo. Alejandro no pudo soportar más aquella locura y prohibió a los gemelos llevar a cualquier otro extraño a la casa. Samuel preguntó cautelosamente si se podía quedar con el gato, aunque Samanta ya no tuviera ningún vagabundo. Alejandro respondió que siempre y cuando no obligaran al gato a copiar las sagradas escrituras.

Las cosas parecieron calmarse hasta que el médico llamó una noche para preguntar por la salud de Saúl y se quedó hablando por largo rato con Alejandro. En realidad no llamaba por Saúl, sino por los gemelos. Mis hijos han sido parte de algunos juegos muy extraños que han inventado los gemelos, dijo el médico. Alejandro le preguntó cuáles juegos eran esos.

Tras unos titubeos el médico habló de unas supuestas escrituras sobre árboles que crecían en dirección contraria al tiempo. Sobre yerbas que en tiempos de sequía se volvían verdes la noche anterior a la esperada lluvia. Y sobre animales que también crecían en dirección contraria al tiempo, pájaros que desaprendían a volar y terminaban metiéndose en el cascarón. El médico contó que sus hijos aseguraban haber hecho un experimento, habían capturado a uno de aquellos pájaros extraños y lo habían dejado en una jaula sobre el suelo del bosque para ver cómo era posible que naciera, si ya había sido capturado. El pájaro, aseguraban sus hijos, fue achicándose en la jaula y los insectos y la tierra fueron devolviendo el cascarón del huevo y en algún punto el pájaro se encerró en el cascarón, y los niños retiraron la jaula, ya sin miedo a que el pájaro escapara, y cuando regresaron el huevo ya no estaba, y descubrieron que había un nido encima y que el huevo por tanto se había caído hacia el pasado y que el pájaro había crecido en la jaula y no había aprendido bien a volar (por eso lo habían capturado tan fácilmente). Alejandro quedó pasmado por aquella historia y sólo pudo observar que no tenía sentido que el huevo cayera por una gravedad que funcionara contraria al tiempo. El médico dijo que aquello era lo que le habían contado sus hijos, y que le habían contado además que un niño había querido romper los huevos de los pájaros que crecían en sentido contrario al tiempo, preguntándose si matando a los pichones en el presente los estaría aniquilando en su futuro, es decir, en el pasado ordinario de los seres humanos, que ya había ocurrido, y le contaron que Samanta se lo había impedido.

La verdadera razón por la que estaba preocupado el médico era porque sus hijos le aseguraban contentos que habían encontrado un esqueleto humano hacía un mes y que ahora el esqueleto recuperaba las carnes y que los niños iban a verlo todos los días esperando que regresara a la vida. Él había tratado de seguir a sus hijos, pero cuando se sentían vigilados regresaban a los juegos normales y no hablaban de plantas ni de esqueletos. Alejandro le aseguró que averiguaría pronto lo que estaba pasando. El médico le preguntó por la religión que decía practicar y que les había enseñado a los niños. Él se negó a contestar. Mire, dijo el médico, he escuchado historias muy raras, hay quien dice que jamás debieron darle la custodia de sus sobrinos, y hay quien dice que alberga en el cuarto de sus sobrinos a cualquiera que necesite un techo, pero he hablado con usted y me parece un hombre razonable, dígame la verdad. Alejandro le dio las buenas noches y colgó con violencia el teléfono.

Tras la meditación matutina una muchedumbre de niños siguió a Samanta. Saúl tenía claras instrucciones de seguirlos y de observar lo que hacían. Alejandro estuvo esperando por horas alguna noticia. A las siete de la tarde por fin llegó Saúl junto a los gemelos. Alejandro al principio no le creyó. Lo hizo jurar varias veces que no mentía y lo hizo repetir la ubicación exacta. No pudo esperar un segundo más y fue para allá. Ya había oscurecido y se perdió en el pequeño bosque. Mala idea, pensó.

Regresó la mañana siguiente. Un círculo de auras anunciaba la ubicación entre los árboles veraniegos y floridos. El olor lo mareaba a medida que se iba acercando y al tenerlo a unos metros se vio obligado a vomitar. Un círculo de niños tomados de las manos bailaba alrededor de la masa ennegrecida. Cantaban una canción sobre un nuevo mundo que estaba por venir. Los niños daban pequeños saltos y bailaban cada vez más rápido y el círculo se despegaba del suelo por un extremo y se pegaba por el otro como una moneda que termina de dar sus vueltas en el piso, sin poder voltearse. Y Alejandro se acercó y los niños lo vieron y dejaron de bailar. El cadáver sonreía. Los dientes manchados no estaban cubiertos por labios y la piel negra se le pegaba a los pómulos y le entraba por las cavidades de los ojos y de la nariz como si se tratara de una figura de cerámica hecha por un mal artista. Llevaba puesta una ropa extraña que Alejandro nunca había visto antes y en su mano era posible vislumbrar el filo de una navaja. Samanta trató de ponerse en el medio. No lo toques, le dijo, o Dios va a enfurecerse mucho.

Váyanse todos con sus padres, dijo Alejandro. Samanta y Samuel, vengan conmigo. Alejandro escuchó cómo Samanta le susurraba a Samuel que su hermano mayor los había delatado. Samuel aseguraba que el impasible Saúl era inocente.

Esperaron dos horas en la comisaría. El salón de espera, pintado de un marrón oscuro horrible desde el piso hasta la altura de los hombros y pintado de un marrón claro el doble de horrible desde la altura de los hombros hasta el techo, había sido provisto de unas sillas plásticas negras parecidas a las de los consultorios médicos. Te enseñan a resignarte desde que entras, pensó Alejandro. El jefe de la policía estaba en una reunión y por eso había ocurrido la demora. Cuando por fin los atendió y escuchó la historia se puso serio y sacó unos papeles de su escritorio metálico. Déjeme leerle algo, dijo el jefe de la policía, y Alejandro pensó que iba a ser el archivo de algún caso o su propio expediente de nihilista o de hombre de razón dudosa, jamás pensó escuchar la lectura de sus propias historias, las que había inventado para sus sobrinos. Alejandro le pidió que se detuviera. Aquí está profetizado, contestó el jefe de la policía, debemos poner unas cintas amarillas y esperar que despierte. Usted está loco, dijo Alejandro.

Pasó una semana sin que nadie hiciera nada y Alejandro buscó el número telefónico de la policía provincial y reportó lo que pasaba, que en la comisaría se habían vuelto locos y que se creían historias que él mismo había inventado para sus sobrinos. Los de la policía provincial le hablaban con cierta incredulidad, como si el loco fuera él, pero le prometieron que enviarían a alguien.

Alejandro prohibió a los niños salir de la casa. Por suerte estaban de vacaciones y no tenían que ir a la escuela. Por las mañanas y por las tardes seguían las meditaciones. Saúl se sentía solo y apartado, sus hermanos no confiaban en él. Hiciste lo correcto, le dijo Alejandro. Saúl por fin confesó una cosa más que había escuchado, Samanta aseguraba que estaba a punto de pasar algo en el pueblo para lo que todos debían prepararse. Alejandro recordó que lo que distinguía a un profeta de un simple sacerdote era la capacidad de predecir el futuro y pensó que Samanta ahora debía encontrar alguna causa para reunir a sus fieles. Mientras tanto, había un cadáver descomponiéndose en el bosque.

De la policía provincial enviaron a un detective agradable que se limitaba a hacer preguntas ambiguas y que le pidió a Alejandro que le dijera dónde estaba exactamente el hombre que habían encontrado los niños. No quiso que lo acompañaran. Alejandro luego se enteró de que había reportado la ausencia del cadáver y su probable inexistencia. Los oficiales de la comisaría, según sus palabras, no podían encontrarse en mejor estado de salud mental. Quizás los niños han ocultado el cadáver, pensó primero Alejandro, eso lo explicaría todo. Sin embargo, la razón de aquel reporte resultaba mucho más retorcida. El detective, se enteró después, hacía poco había recuperado a su hijo secuestrado. La madre lo había devuelto por voluntad propia y a cambio sólo le había pedido al padre que leyera ciertos escritos que le habían cambiado a ella la vida.

Al enterarse de que aquel delirio colectivo se propagaba a velocidades tan espeluznantes, Alejandro llamó por teléfono al médico (lo más parecido a un amigo que tenía) para sugerirle huir juntos del pueblo con los niños y pedir ayuda en la capital. Temió al principio que el médico se encontrara resentido por la última conversación. Le pediría disculpas de ser necesario y le confesaría la verdad. No pudo sospechar que el hombre iba a responderle que no había problema, que sus hijos le habían mostrado las escrituras y que él ahora se dedicaba a transcribirlas con fervor, una vez entendido lo que estaba a punto de ocurrir en el pueblo. Alejandro le preguntó qué cosa estaba a punto de ocurrir en el pueblo, y el médico le dijo que si no lo sabía por algo se lo estaría ocultando Samanta. Quizás tus escrituras estén incompletas, dijo. Pero yo inventé las escrituras, contestó Alejandro, es absurdo que estén incompletas. Quizás Dios eligiera a un ateo para propagar la nueva religión de la humanidad, haciéndole creer que escribía para niños, dijo el médico y colgó el teléfono.

Los pájaros se perdían en el cielo como si regresaran a nidos lejanos. Anochecía y los gemelos meditaban sobre la tierra del patio. Del otro lado de la reja una muchedumbre los imitaba sin importarle la llegada de la oscuridad.

Un anciano se separó de la muchedumbre y agarró las rejas, más bien sujetándose, como si tuviera miedo a caerse. Me estoy quedando ciego, dijo el anciano. Quiero saber si voy a estar más cerca de Dios cuando ya no pueda ver nada. Samanta abrió los ojos y sonrió. ¿Por qué me preguntas eso? Si quedarme ciego me acercara a Dios, contestó el anciano, me arrancaría los ojos ahora mismo, y deformaría mi cuerpo hasta que ya no pudiera escuchar ni sentir el mundo. Quedarte ciego no te acercará a Dios, dijo Samanta. No extirpes tus sentidos, porque de cualquier forma tu memoria ya está contaminada por el mundo. Entonces me mataré, dijo el anciano. Samanta se levantó y caminó hacia él, y saltó la reja y habló alto para que todos la escucharan. Si el tiempo es infinito, hay infinito tiempo en compañía de Dios antes de nuestro nacimiento y hay infinito tiempo tras nuestra muerte. Morir hoy no te va a dar más tiempo en compañía de Dios que morir dentro de cien años. El anciano miró hacia el suelo y dijo unas palabras lastimosas. Pero el tiempo no es infinito. Samanta tras un largo silencio afirmó con la cabeza. Es cierto, no lo es, y el día terrible se acerca. La niña cruzó de nuevo la reja y entró a la casa. Estaba atemorizada por algo y la muchedumbre parecía esperar dócilmente sus instrucciones.

Samuel se mantuvo en el patio hasta que el sol se ocultó por completo en el horizonte. Las personas permanecieron tras las rejas. Alejandro les pidió que se fueran, pero no lo escucharon o fingieron no escucharlo. Se vio obligado a cerrar las puertas y las ventanas. Aquello parecía una ciudad sitiada y no una casa. Alejandro le llevó la comida a Samanta a su cuarto. La luz del cuarto era cálida pero insuficiente. Samanta le confesó que no tenía mucha hambre. Alejandro cerró la puerta y entreabrió las persianas. La muchedumbre seguía observándolos tras las rejas. Cerró las persianas abruptamente, tenía miedo. El ventilador removía las páginas de un libro abierto en uno de los ángulos de su incesante giro. Pídeles que se vayan, dijo. No puedo, contestó Samanta sin mirarlo, volteada hacia la pared.

Yo tampoco tengo hambre, dijo Alejandro. El plato humeaba en la mesa de noche. Samanta se volvió hacia él, tenía los ojos rojos y húmedos. Al pueblo le queda poco tiempo, pero no me atrevo a decir lo que debemos hacer, dijo Samanta. ¿Y por qué no te atreves? Samanta titubeó antes de responder que empezaba a dudar que existiera algún Dios. Quizás el anciano con barbas blancas no era Dios y no tengo la razón. ¿Sería tan malo que no hubiera Dios?, preguntó Alejandro. Samanta lo miró fijamente a los ojos. ¿Qué tratas de decirme?

Regresó a su cuarto de madrugada, destrozado. El plan había sido que cada niño descubriera por su cuenta que no había ningún Dios, pero la situación se había salido de control. Había tenido que hacerlo, explicar lo que Alina y él habían ideado, había tenido que convencer a Samanta de que el mundo nuevo que estaba por llegar y del que ella se negaba a contarle una palabra constituía un ejercicio de la imaginación, solo eso, y convencerla de que el centro de la doctrina constituía un nihilismo anti-humanista, cuya horrenda naturaleza había sido adormecida por la fe moral. La fe moral flotaba como una burbuja de aire a causa de su propio vacío. El vacío era la fuente de cualquier sentido. El sentido no brota del sentido. La razón no brota de la razón. Samanta ya no necesitaba un Dios para comprenderlo. Dos de los tres hermanos ya han desertado, pronunció Alejandro para sí como el narrador de uno de sus relatos sagrados.

Mientras Samuel meditaba en el patio, un poco atónito por la ausencia de Samanta, Alejandro y Saúl preparaban el desayuno. Alejandro le enseñó a Saúl cómo hacer cronchos, trocitos de pan tostado fritos con mantequilla en una cazuela. Comieron cronchos y naranjas azucaradas y tomaron leche con chocolate. Samanta los saludó al despertarse y se sentó en la mesa como si jamás hubiera meditado en su vida. La muchedumbre que rodeaba la casa se exaltó al ver a Samanta y Alejandro llamó a Samuel con la excusa de que debía cerrar la puerta del patio. Necesitaba crear la ilusión de que no había nadie afuera observando.

Trataron de pasar un día normal, como los que tenían cuando Alina estaba viva. Samanta se puso a resolver ejercicios de matemática y Saúl jugó un poco de ajedrez con Alejandro. Samuel, necesitado de alguna actividad que considerara más interesante, le recogió el pelo a Alejandro con una mano y se burló del tiempo que llevaba sin hacerse un corte. Samuel se propuso como nuevo barbero oficial. Le mojó el pelo como había visto que hacía siempre Alina y empezó a cortar mechones con cuidado. El resultado no fue tan satisfactorio como el que siempre conseguía Alina, en opinión de Samanta.

Prepararon pasta, que era además uno de los mejores platos que Alina había aprendido a hacer. Se había especializado en los espaguetis que no llevaran salsa de tomate ni queso. A Alejandro le parecían exquisitos, pero en secreto solía agregar un poco de queso de contrabando a su plato.

Los niños comieron desparramados por la casa, sin ninguna formalidad. Hubo un momento en el que Samuel dejó la comida y se levantó y abrió la pesada puerta del patio. La multitud la esperaba como siempre al anochecer. El menos metódico de la casa era el último dispuesto a continuar la rutina. Alejandro le dijo a Samanta que podía salir una última vez si quería y ella aceptó. Samanta se acercó a la reja y dijo algo al oído a un mendigo, y el mendigo lo comunicó a un hombre y a una anciana, y a su vez ellos se lo comunicaron al resto.

Samuel le preguntó luego a Samanta por qué no había meditado y ella le dijo que más tarde le explicaba, pero que el plan no debía detenerse.

Samuel jugó con el gato que había recogido hacía unas semanas. El animal se concentraba en sus manos y atacaba juguetonamente con sus dientes de tigre encogido, y Samanta le preguntaba cómo podía él aguantar las constantes mordidas y arañazos, y él le respondía que no le importaban. Samanta tenía un modo peculiar de llamar a los gatos. Decía la palabra gato con tal rapidez que parecía monosilábica. Le divertía llamarlos y perseguirlos en la calle más que manosearlos y alimentarlos en la casa. Samanta es tan sinvergüenza, tan gata, que odia a los gatos, decían Alejandro y Alina cuando ella era más pequeña.

Hasta la medianoche Samanta y Saúl jugaron ajedrez. Incapaz de aceptar su derrota, Samanta retó a Saúl a un duelo de almohadas como el que no habían tenido en años. Perdió y después de un largo suspiro declaró que ya no servía para nada. Debiste dejarme ganar hoy, dijo Samanta, y Saúl no entendió de qué estaba hablando. Antes de la una, Alejandro los mandó a dormir y luego se acostó. En alguna parte había leído que la sumatoria de los momentos que valían la pena en la vida de una persona rara vez excedía los diez minutos. Se preguntó si tales momentos eran tan escasos como para apenas alcanzar diez minutos o si por el contrario existía un almacenaje máximo de diez minutos que nos obligaba a desechar la fascinación ante un momento u otro. Pensó que quizás nuestra memoria de la felicidad era como una de esas viejas cámaras de video con cintas magnéticas. Cuando se acaba, la cinta sólo se puede volver a grabar desechando lo anterior.

El insomnio en sí ya no era tan molesto. Se había acostumbrado. Le regocijaba entristecerse pensando en sus hermanos muertos. Entristecerse por ellos constituía una excusa para recordarlos. La ventaja del sufrimiento, pensó Alejandro, es que nos permite la tranquilidad de dejar nuestra cinta magnética intacta, de no tener que borrar nada, nos permite dedicarnos a ella con lealtad y sin falsas esperanzas. Alejandro nunca se había acostado con una mujer. Prefería la curiosidad de la abstinencia al asco del exceso. Alina, su hermana, había sido lo más cercano que había tenido a una compañera, incluso si ella había estado con otros hombres de un modo en el que él nunca habría de estar con nadie. Alejandro no sólo no entendía el amor de pareja, le parecía causante, además, de la enloquecida reproducción de la especie, que postergaba su final gracias a los pequeños ciclos individuales llamados vidas humanas. El borrado de memoria sistemático del monstruo para ocultar su cansancio e impedirse a sí mismo el suicidio. La especie era sabia y estúpida a la vez. Su cuarto quedaba detenido mientras su consciencia intrusa fluía. Miró su mesa de trabajo, en la que Samanta había estado haciendo sus ejercicios de matemática. Compases de metal, semicírculos de un plástico que ya no se fabricaba (de un azul translúcido e inocente, de moda en otra época), reglas largas y minuciosas en las que convivían pulgadas y centímetros, escalas misteriosas, repetidas en el tiempo como las palabras, como el lenguaje, olvidando el trozo de madera o de piedra tomado una vez como referencia. La forma persistiendo inútilmente por sí misma. No entiendo cómo no lo vi antes, pensó Alejandro, la humanidad constituye una forma como cualquier otra, y por tanto cada uno de nuestros gestos no es sino una mueca.

Los profetas solo entierran viejas verdades, pensó Alejandro. Una verdad es un olvido, un punto ciego donde perece que las cosas no se mueven de donde están. Absurdo su afán de buscar momentáneas verdades nocturnas. Miró la ventana cerrada del cuarto. La muchedumbre debía seguir allá afuera, observando. El mundo, una criatura que se desdobla y se observa a sí misma, pensó. La terrible muchedumbre rodeando y observando la casa como símbolo de la autoconsciencia. No hay acción natural una vez que nos sentimos observados por nosotros mismos. No hay felicidad. Sus nervios estaban en estado de alerta y el sueño tardío se confundió con su memoria, como el agua transparente de un río se confunde con la imagen móvil de las piedras verdes de su fondo. La memoria es el fondo engañoso y lleno de algas de la consciencia, una imagen o un olor dispuestos en el presente vienen a ser hojas flotantes sobre la superficie. Alejandro tenía veinticinco años y estaba junto a Alina, regresaban de una fiesta. Alina se estaba quedando temporalmente en casa de Alejandro (no imaginaba que terminaría viviendo allí años más tarde), ahora yacían sobre la cama y hablaban entre sí con esa euforia íntima con la que no hablaban con nadie más. El sueño era nítido. Hablaban de la autoconsciencia y de la pérdida de la inocencia, y de cómo la inocencia con los años se perdía con todos, menos con aquellos junto a los cuales se perdía. Ya amanecía y en el recuerdo y en el sueño decidieron salir juntos al patio, cargados de unas semillas que Alina había comprado días antes, en unos de sus abruptos entusiasmos. Fueron descalzos y sus pies se hundían en la tierra suave como una alfombra y en la húmeda oscuridad esparcieron las diminutas semillas, y en el sueño las semillas eran luces centellantes que debían enterrar para que nadie las descubriera jamás.

Alejandro se despertó. En la realidad de su cuarto también amanecía. Los profetas mueren al alba, pensó. No supo de dónde había salido aquella frase. A veces su mente contemplaba ideas que no parecían motivadas desde adentro, sino llegadas de afuera, dictadas por una divinidad, cometas rojos de paso por la atmósfera extraña de su pensamiento. Alejandro apagó el ventilador y se estrujó los ojos. Sabía que no conseguiría dormirse de nuevo. Se sirvió un poco de leche y se fumó un cigarro mientras miraba abrirse en el cielo los párpados del día inminente. El gato comía en su plato (alguien le había servido comida) y unos insectos merodeaban la lámpara de la cocina. Las alas tontas de los insectos producían un sonido casi imperceptible. Alejandro se levantó y fue para el cuarto de Saúl y vio que dormía. Luego fue hacia el de los gemelos. No estaban.

Había unos papeles sobre la cama de Samanta. Eran sus copias de los textos sagrados.

Los papeles narraban las historias de los árboles que crecían en dirección contraria al tiempo. Según Samanta no solo había árboles, también había animales y un día habría seres humanos. La idea del tiempo con un inicio y sin un final le parecía extraña, tan extraña como la de una línea que comenzara en un punto y sin embargo no terminara, una línea que fuera a la vez una recta y un segmento. Para que el mundo solo pudiera suceder de una forma, y por tanto fuera reversible, debía tener otro extremo. Lo que para nosotros sería el final para otros seres vivos sería el principio, escribió Samanta. Hay plantas, animales y seres humanos que existirán en sentido contrario a nuestro tiempo, y cuanto más avancemos en el tiempo más nos acercaremos a ellos. Y las plantas, animales y seres humanos que ahora son comunes serán escasos en un futuro hasta desaparecer.

En unos días empezaría la convivencia, anunciaban los textos de Samanta. Un mundo empezará a decaer y el otro empezará a fortalecerse. Una nueva tierra y un nuevo mar reemplazarán a los viejos. El pueblo donde ellos vivían, según Samanta, sería el primero en iniciar la transición, el elegido por Dios para los primeros seres humanos de otra civilización. Los seres humanos de la civilización destinada a terminar debían, sin resistencia, comenzar a ceder su mundo.

Samanta había transformado sus textos, en lugar de limitarse a copiarlos. Samanta no había tenido miedo de Dios, puesto que sentía que Dios mismo le hablaba. Alejandro dejó de leer y abrió enloquecido la puerta de la casa. Un borracho se había degollado en la acera de enfrente. La sangre todavía crecía por milímetros en la calle desierta. El tiempo estaba como detenido y la espantosa luz solar más bien parecía la luz del crepúsculo. Ni siquiera cerró la casa.

En el parque encontró dispersos cientos de cadáveres. Los árboles producían un ruido ligero y familiar, como si nada extraño sucediera. Supo que no era un sueño porque los sueños no suelen generar detalles arbitrarios. Le costaba trabajo mirar mientras caminaba. Reconoció los rostros de muchos de los suicidas, ahora disecados por el sol ascendente, pero sus sobrinos no estaban allí.

Pudo distinguir entre aquellos que habían optado por suicidarse solos y los que habían necesitado la ilusoria valentía de un grupo. A veces los cuerpos quedaban unos sobre otros en un rincón, con las miradas perdidas y vacías con las que se suele representar a los santos.

Muchos de los ancianos se habían suicidado en sus portales, no tenían por qué morir en un sitio distinto a aquel en el que habían pasado sus últimos años. Lo portales eran cómodos y tranquilos. Alejandro observó cómo la sangre hacía hilos rojos en la piel finísima de los ancianos, como bordados en una tela arrugada.

En el camino al bosque que daba a la playa encontró a la mayoría de los niños. Llevaban ropas blancas, quizás ceremoniales. El más pequeño que alcanzó a ver no habría pasado de tres años. La mayor era una muchacha blanca de pelo negro. A los trece o catorce años su rostro puro conservaba la infancia intacta. Parecía sonreír.

El piso del bosque era color naranja por las hojas secas y estaba manchado de charcos brillosos y destellantes de una lluvia que todavía no ocurría. Subió una pequeña elevación a cuyos lados había dispersos decenas de cuerpos, bultos abstractos que proyectaban largas sombras sobre el verde nocturno del alba. Reconoció los zapatos a prueba de erizos entre los de unos niños que había bajo un árbol inmenso. Llevaba el overol rojo. La serenidad en su rostro era anónima. Alejandro no se atrevió a moverla. Como los otros cuerpos, el suyo estaba metido en un agujero entre las raíces del árbol, escamosas serpientes marinas que emergían y se sumergían en la tierra. Los otros niños parecían rodearla entre aquellos monstruos.

El alba crecía entre los borrosos arcos de nubes. Del otro lado del horizonte la oscuridad daba paso a un cielo de un azul débil y azucarado, como el de ciertas malas acuarelas que había visto hacía muchos años, insolente y vulgar. Los muertos del mundo por venir no se habían levantado aunque ya era de día. Los animales no habían empezado a caminar hacia atrás. Los árboles no estaban pintando de verde sus frutos rojos. Alejandro pidió para sus adentros al Dios inexistente un milagro, la vuelta a la vida de Samanta. Pero el cuerpo no volvió a la vida.

De repente se dio cuenta. Samuel no estaba allí. Buscó entre los otros cuerpos diseminados por el bosque. No estaba. Arriba entre las copas de los árboles Alejandro vio el vuelo circular de las auras. Volaban alto en una extraña danza astral, el círculo que misteriosamente dibujaban tendría cientos de metros de diámetro. El mayor que había visto. Gritó el nombre de Samuel una y otra vez. Fue hasta la playa. Los pescadores se habían suicidado allí. Sus cuerpos desnudos se mecían con los empujes del agua. Cuando la marea terminara de subir, el agua salada se los llevaría y les sustituiría la sangre.

Subió por el río y volvió a gritar el nombre de Samuel. El médico se había matado junto a sus hijos bajo un junco, en una pequeña loma. Las hormigas habían empezado a curiosear sobre sus carnes. Alejandro gritó como un loco. Justo antes de que se diera por vencido atisbó a lo lejos la ropa blanca junto al río. Samuel estaba arrodillado con un cuchillo de picar carne en una mano. El niño no se había quitado las lágrimas de la cara y en sus brazos se veían cortes inexpertos y cobardes.

Alejandro se acercó. El agua rápida del río producía chispas heladas y blancas al golpear las piedras. No puedo hacerlo, dijo Samuel como si tuviera miedo de que su tío estuviera decepcionado. Samuel nunca había tenido miedo. Alejandro cortó las venas del niño y justo después cortó las suyas y dejó que ambos cuerpos cayeran al agua.

Perdieron el conocimiento en unos pocos minutos, dejando a su paso una estela que parecía hecha de largas algas rojas. La corriente fue separando los cuerpos como si fueran hojas flotantes sobre el fondo de la memoria divina. Antes de llegar al mar el cuerpo de Samuel golpeó una orilla donde lo esperaba un anciano con barbas blancas. El anciano alargó su mano y sacó el cuerpo sin vida del niño y luego la alargó otra vez y sacó el cuerpo sin vida de Alejandro.

Al despertarse y encontrar la casa vacía y salir y ver al borracho degollado, Saúl cierra asustado la puerta y las ventanas y se esconde en su cuarto junto al teléfono. Llama a todas las personas que conoce (no son tantas), pero ninguna contesta. Se asoma por la ventana enrejada de su cuarto y ve las sombras de las auras.

Saúl no tarda en descubrir y leer los manuscritos en la cama de Samanta. Comprende muy pronto lo que está ocurriendo. El manuscrito de su hermana es distinto del suyo. Rebusca entre las cosas de Alejandro y encuentra su manuscrito, tampoco dice nada sobre un mundo futuro que transcurra en sentido contrario al corriente. Saúl ha copiado sus textos por los de Alejandro. Pero no recuerda que los gemelos lo hubieran hecho. El manuscrito de Samuel, comprueba, dice lo mismo que el de Samanta. Entonces se le ocurre abrir el baúl de Samuel y revisar lo que había copiado Alina. En la caja metálica de galletas están los papeles. El manuscrito de Samanta y el de Samuel han sido evidentemente copiados del de Alina. Saúl se pregunta si Alejandro o Alina pueden ser culpables de la divergencia, o si en cambio la tradición ya la ha contenido antes.

Reúne el valor suficiente para salir a la calle, no sin antes liberar al gato de Samuel, atado a la mesa e impaciente tras haber despachado su cacharro de comida. Al verse libre el gato se encarama a un muro y huye.

Los cadáveres van apareciendo. Al llegar al parque se tiene que echar a llorar. Trata de imaginar dónde pueden estar su tío y sus hermanos. Lo consuela la idea de que Alejandro pueda estar junto a ellos, que los tres estén vivos. Su mente se aferra a esa posibilidad. Si Alejandro no está en la casa debe estar con ellos.

En lugar de ir en dirección a la playa a Saúl se le ocurre pasar por el otro extremo del bosque. Alejandro y los gemelos quizás han ido a ver aquel cuerpo extraño que la policía se negó a tocar. Sobre la tierra cuarteada por el verano, la piel reseca del bosque, encuentra el cadáver alrededor del cual habían bailado los niños. Hay un cúmulo de cuerpos a su lado. Lo asustan las decenas de miradas perdidas. Decenas de objetos invisibles que los muertos ven en el suelo, el cielo o los árboles.

El cadáver ahora está envuelto en sangre fresca. Saúl piensa que es sangre de los suicidas hasta que se da cuenta de que la tierra la devuelve a la superficie y que le sube por el abdomen hasta el cuello degollado. Pronto el cuerpo comienza a temblar, como si agonizara.

El hombre agonizante se levanta y hace un gesto con la navaja como si se cortara el cuello, cuando en realidad se lo cura. La herida desaparece. Saúl comprende con espanto la sucesión invertida de los hechos. Los textos de Samanta y Alina tienen razón, piensa. Lo que para él constituye el futuro para aquel hombre es el pasado. El hombre devuelto por la tierra se ha suicidado para dar paso a otro mundo del mismo modo que la gente del pueblo lo había hecho esa mañana. Saúl está vivo para contemplar al último hombre de una civilización que viene del futuro. Es el hermano destinado a contemplar la verdad.

Odeup, dice el hombre devuelto por la tierra. Saúl le pregunta entrecortadamente si puede hablar. El hombre no le responde, como si no lo hubiera escuchado. El niño repite en su cabeza la extraña palabra que le ha dicho el hombre y descifra que es la respuesta anticipada a su pregunta. Odeup, puedo dicho al revés. Es lógico pensar que aquel hombre tiene una memoria invertida, que recuerda cosas que están por pasar y que en cambio no recuerda el pasado corriente.

El hombre comienza a caminar hacia atrás, en dirección a la parte más profunda del bosque. Parece un demonio o un loco. Saúl lo sigue. Bajo unos árboles extraños hay una casa improvisada. Saúl entra con el hombre. Tres cuerpos ensangrentados esperan la vida. Dos mujeres y una anciana.

Ha pasado el mediodía. Las sombras ya han desaparecido bajo los objetos y han vuelto a aparecer y la ventana emite un resplandor verdoso y salvaje. El hombre devuelto por la tierra llora sobre los muertos y las lágrimas penetran por sus ojos. Las mujeres y la anciana habrán de suicidarse al anochecer, lo que para ellos será el alba.

Saúl se pregunta cómo será la vida de aquella familia. De qué se alimentarán, si cultivarán frutos también venidos del futuro o si tomarán los frutos corrientes, y si al arrancarlos los frutos corrientes existirían en el pasado en dos sitios a la vez, madurando todavía en sus árboles y cortados en pedazos sobre la mesa de la casa. Se pregunta si sus costumbres coincidirán con las nuestras, si en nuestro clima les va a funcionar abrigarse durante los tiempos de frío y si su manera de apagar un incendio acaso va a ser provocarlo.

Alguien se detiene en el marco de la puerta y los contempla a todos en silencio. Es un anciano de barbas blancas que hace y deshace nudos en un hilo que lleva en sus manos. Saúl se estremece. El anciano parece distraído en su diminuta tarea. Solo levanta la vista por unos segundos. Sus ojos son inquisitivos y monstruosos.

Saúl le pregunta al anciano dónde están sus hermanos. El anciano no responde, sigue entretenido con su trozo de hilo.

Entonces Saúl se da cuenta de que quizás el hombre devuelto por la tierra ha visto a sus hermanos en el futuro. Sin embargo, hay un problema. El hombre va a responder cualquier pregunta antes de que se haga. Eso implica que su pregunta en el futuro es inevitable. Sin embargo él siente que puede cambiarla, ya teniendo la respuesta. Si el hombre responde que sí, por ejemplo, Saúl puede preguntar si el sol sale de noche, lo cual crea una paradoja. Su libertad de decisión invalida la lógica de causas y consecuencias reversibles.

El vértigo de la libertad ilusoria se apodera de su pensamiento. Si ahora hace una pregunta la respuesta ya ha sido el silencio. Si el hombre devuelto por la tierra responde de repente que sí, él podrá preguntar si sus hermanos están vivos y por tanto modificar el futuro con la simple elección de la pregunta. Cualquier posibilidad es monstruosa y teme que el hombre esté pensando algo parecido y que por tanto el hipotético diálogo modifique pasado y futuro a la vez.

Tus hermanos están en el pasado, dice el anciano de barbas blancas con una voz tallada en piedra, profunda, que no parece venir del anciano, sino del interior de sus oídos.

El niño se estruja los ojos y la nariz y pregunta dónde está entonces su tío Alejandro. También en el pasado, responde el anciano.

Sugerí el suicidio a tus hermanos para prevenirlos del horror, continúa. Tu presencia ha causado el suicidio de esta familia.

El hombre devuelto por la tierra está inmóvil en un rincón, con la cabeza entre las rodillas y los brazos. Saúl se fija en una mosca que vuela sobre el cuerpo de la anciana. Se pregunta si es posible que la mosca deposite huevos bajo su piel y que la anciana vuelva a la vida con los huevos en alguna parte de la cara, y que lo huevos se queden momificados por años y años hasta su juventud y su niñez.

Saúl imagina el horror de la familia ante él. Se da cuenta de que cualquier acción suya va a tener un significado distinto para ellos. Si aprisiona a una mujer ellos van a pensar que la ha liberado. Recuerda que el hombre devuelto por la tierra ha respondido sin problemas una pregunta. Quizás el hombre se ha acostumbrado a su hablar invertido. Quizás con el paso del tiempo él va a aprender el hablar invertido del hombre y el hombre va a desaprender el suyo.

Said sod, dice el hombre devuelto por la tierra. Dos días. Saúl se da cuenta de que es la respuesta a algo que todavía no pregunta. Todo cuanto ha sucedido en sus trece años de vida lo lleva a este instante en el que se cree poseedor de la capacidad de elegir. Puede no preguntar nada, puede hacer una pregunta absurda, puede hacer una pregunta sobre el futuro cuya respuesta desee que sea dos días. Este último hilo de pensamiento termina en una pregunta que no se atreve a hacer. Tiene la capacidad de elegir, pero el miedo ya le pone la pregunta que no quiere hacer en la garganta. Está tan aterrado ante la pregunta de cómo puede ser una conversación con alguien que tenga la memoria invertida que piensa que casi es mejor decir lo primero que le viene a la cabeza, y su sangre se detiene en la venas y abre la boca y en un último instante todavía es libre.

 

Carlos Ávila Villamar (Holguín, 1995). Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso en 2015 y de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana en 2019. Ganó el Premio Internacional de Minicuento El Dinosaurio en 2016 y codirigió la revista Upsalón entre 2017 y 2019. Actualmente trabaja como editor en la Casa Editorial Abril de La Habana, Cuba.

 

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Posted: October 24, 2019 at 9:00 pm

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