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Mario Murgia: las ninfas viajan en vagones de metro
COLUMN/COLUMNA

Mario Murgia: las ninfas viajan en vagones de metro

Tanya Huntington

Mario Murgia: El mundo perdone (Aliosventos Ediciones, México, 2018)

Según Mario Murgia las cometas –que aquí en México se llaman papalotes, como el poeta nos recuerda– son nuestras “mascotas improbables”.

Es una imagen bien lograda, pero es detrás de ella –en la aclaración del mexicanismo– donde encontramos, justamente, uno de los detalles que nos ayudan a comprender su aproximación poética. El debate acerca de lo vernáculo en la poesía lleva varios siglos, y sus batallas memorables en esta tierra de papalotes incluyen la lucha exitosa del autor Martín Luis Guzmán de establecer Academias de la Lengua independientes en los países latinoamericanos. Dado que manejamos el idioma que abarca la mayor extensión geográfica del mundo —es decir, aunque el imperio español cayó hace tiempo, el sol nunca se pone sobre el idioma que, como señaló Nebrija, ha sido su fiel acompañante y a la postre, sucesor. (¿No es curiosa, por cierto, la manera en que los idiomas siguen conservando como llamas vivas las fronteras de los imperios extinguidos?)

Cuando estudiaba el posgrado de literatura latinoamericana en la Universidad de Maryland, estudiantes de cada rincón de ese imperio extinguido estaban inscritos en el programa. Y decía nuestro ilustre profesor José Emilio Pacheco –quien como golondrina llegaba todas las primaveras a impartirnos sus enciclopédicos conocimientos sobre temas como el modernismo– que por una especie de acuerdo tácito, todos los habitantes de Jiménez Hall manejábamos un vocabulario más o menos universal para evitar confundir un guagua (bebé) con otro (transporte colectivo). De los usos de palabras incendiarias como “cola”, “pendejo” o “concha”, ni hablar —aunque, por otro lado, en nuestros seminarios los que dominábamos tanto los mexicanismos como la jerga peninsular tuviéramos que versarnos además en el idioma peruano con acento quechua de José María Arguedas, el porteño de Oliverio Girondo, el chileno de Nicanor Parra, etcétera.

Pero en fin, en términos actuales, sigue esa lucha por incorporar a la poesía la manera en que nos expresamos desde nuestro rincón de este idioma global que habitamos. De poder aclarar desde el primer verso que aquí las cometas se llaman papalotes. Claro está que en el caso de Murgia, hay otro idioma detrás: el inglés, que el poeta define de manera precisa en “The Shorter Oxford English Dictionary (1959)” de la siguiente manera: “una lengua que, nórdica nacida, creció latina y gala; sajona fue en principio, trocó mundial al fin”. Hallamos su manejo fluido y su amor por ese idioma en la diatriba contra Poe, la referencia a Wallace Stevens, la presencia de gatos que quizás tengan no solo siete vidas, sino nueve, aquella loa al OED en que se revela “el misterio y gozo del idioma ajeno”, la referencia a Blake (aunque el tigre que se presenta en estas páginas es de peluche y fue abandonado sobre un columpio del parque), el poema dedicado a Alfred Corn o la estatua de John Harvard que es, en realidad, de John Milton. Hay incluso una elegía de Colin White, cuyos pasos siguió el poeta al hacerse académico de la UNAM, cifrada en una fecha luctuosa: “6.2.07”.

De igual manera, además del debate sobre el lenguaje y sus geografías, existe otro que luce eterno acerca de la incorporación a la poesía de las nuevas tecnologías. Por cada Marinetti que autorice el uso del automóvil en los versos, habrá otro que lo considera una vulgaridad. Incluso el día de hoy, recién revolcados que estamos por el tsunami de la revolución digital, existen los que se empeñan en asignar a la poesía un extraño papel de antigüedad contemporánea –es decir, que sienten que las novedades tecnológicas no son dignas de Nuestros Versos como si así, se fueran a canonizar más pronto– mientras que del otro extremo, están los que meten con calzador artilugios tecnológicos –y anglicismos, para volver al tema de lo vernáculo– con tal de ser más vanguardistas, porque sienten que así rompen un mayor número de reglas. Algunos poetas contemporáneos quieren habitar el pasado, otros, lanzarse hacia el futuro. Murgia entiende que la gracia de la poesía estriba en ambas cosas, algo que logra con especial maestría en “Testigos”:

TESTIGOS

“Y luego los mató,

a los niños.

Los apuñaló con un cuchillo,

y el choc choc del filo,

colmillo plata entre sus carnes, calmó

su enojo y su

furia y su deseo”.

Vomita el noticiero

los espectros del inusitado

asesino que,

entre lágrimas de fuego,

miedos y cuestiones, lamenta

su infortunio en una cámara blanca y

desnuda de pudor.

“¿Y qué más,

     qué más?

Dime, despierta, confiesa:

¿Los mataste? ¿fuiste tú?

¿ella? ¿quién? ¿los dos?

     ¿lamieron sangre?

¿bebieron gritos? ¿quién

     murió primero?

¿fue la niña? ¿el niño? ¿tú?

¿quién habrá muerto aquella noche?

¿Fueron ellos, nosotros o quienes

siguen nuestras cavilaciones,

nuestro sinsentido, nuestra innoble

hambre de palabras turbias

y suplicio?

Hoy, en este aciago y límpido minuto,

comulgamos con la muerte

y con el gozo

    de un vano sacrificio.

“He turbado el universo -dice

al fin-. Sin nombre, sin venas,

sin pensarlo, sostuve a los niños

para que ella los matara. Así, nomás”.

Lánguidos, los jueces

blanden su mazo:

el remoto apunta, dispara

y evita los anuncios,

mientras la afanadora

barre muy deprisa los pasillos

de la zahúrda, y los demás,

entre cenas y bostezos,

paseamos por los canales,

los concursos y los olvidos fieros.

Percibo –aunque el poeta me ha confirmado que es percepción mía, no suya– el eco que reverbera desde este poema hacia los diálogos platónicos, específicamente de un fragmento del cuarto libro de La República:

Leoncio, hijo de Aglayón, subía del Pireo por fuera del muro septentrional, cuando percibió unos muertos que yacían junto al verdugo, y sintió entonces el deseo de verlos, pero a la vez una repugnancia que le retraía. Así estuvo luchando y cubriéndose el rostro, hasta que, vencido de su deseo, abrió bien grandes los ojos, y corriendo hacia los muertos dijo: “Ahí los tenéis, desdichados; hartaos del hermoso espectáculo.”

“Testigos” me hizo recordar ese pasaje que inspiró uno de los últimos ensayos que escribiera Sergio González Rodríguez antes de fallecer —texto que me tocó traducir al inglés, y que trataba justamente sobre este morbo contemporáneo que padecemos dentro de la violencia extrema que nos asedia por todos lados.

El infanticidio ha sido tabú en nuestra tradición poética desde siempre: pero Murgia nos enseña que ahora lo atestiguamos de manera impasible, con el control remoto en la mano. Padecemos la misma lucha interna de apartar o no la vista, pero ahora ocurre “entre cenas y bostezos”, dado que tenemos siempre una pantalla (es decir, un filtro) de por medio. O sea: seguimos metidos en la cueva, mirando las sombras proyectadas, sin poder comprender lo que las arroja.

No temen los ojos de Murgia mirar hacia cadáveres que son, para él, igual de exquisitos que los despojos de cualquier vanguardia: me refiero a obras inmortales, como por ejemplo un cuadro que retrata a David, o flores tan sobadas como la rosa, o críticas a poemas tan célebres como El cuervo de Poe, retratos de figuras mitológicas como Hipólito, homenajes rendidos a Miguel Hernández o al “Schubert candencioso”, para cerrar con un tributo a una emperatriz olvidada, llamada Laeken. Quizás mi cita poética favorita en ese sentido es el guiño que Murgia hace a Quevedo, específicamente su célebre soneto “Amor constante más allá de la muerte” –”nadar sabe mi llama la agua fría”, dice, en referencia al alma que cruza de regreso el río Estigio– convertido acá en las geniales “Instrucciones para quien mi muerte obligue” en las cenizas, o “colillas” del poeta, que ha pedido atentamente que se tiren “al doméstico excusado” mientras asevera: “Ya me ocuparé yo de / nadar de regreso, en el remoto caso / de haber algún retorno eterno.” Como reza no una colilla, sino una coletilla que nos deja el autor, “Ausculta, o fili, praecepta magistri, et inclina aurem cordis tui” – “Escucha, oh hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón”.

Pero estos “flashes from the past” se salvan de ser lugares comunes, porque en el mundo paralelo que crea El mundo perdone, las ninfas viajan en vagones de metro, Troya se vuelve a presentar en el Hindenburg, Ofelia se convierte en un amigo suicidado. Como el poeta que vislumbra sus treinta años, “son gozosos los plurales / en palabras y en las gentes / que se abrazan de los años / al igual que las parvadas / de gorriones a sus notas / o al madero del manzano.” Igual que con el debate sobre lo vernáculo, Murgia se niega a conformarse con una solución dicotómica a lo viejo y lo nuevo. Abarca todos los tiempos –porque todos son nuestros– y de alguna manera, lo hace con los pies bien plantados en este umbral sobre el cual nos ha tocado no solo vivir, sino escribir. Umbral desde el cual el poeta vuela una cometa –que, en México, se dice papalote– compuesta de imaginería en vaivén.

1. Platón, La república, trad. Antonio Gómez Robledo, Ciudad de México, UNAM, 2000, pp. 146-147.

 

Tanya Huntington is the author of Martín Luis Guzmán: Entre el águila y la serpienteA Dozen Sonnets for Different Lovers,  and Return. Her most recent book is Solastalgia (Almadía / UAA, 2018). She is Managing Editor of Literal. Her Twitter is @Tanya Huntington

 

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Posted: May 29, 2019 at 10:05 pm

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