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Mayoría de un solo hombre
COLUMN/COLUMNA

Mayoría de un solo hombre

David Medina Portillo

Siempre es más redituable amedrentar a la opinión adversa que ocuparse de los problemas urgentes con políticas mensurables y verificables que resuelvan, ahora sí, lo no hecho por regímenes anteriores. Lo que importa en estos casos es administrar la percepción construyendo paulatina y cotidianamente a un enemigo que, si las cosas salen mal —y en estos asuntos siempre acaban mal—, será el fatal culpable. Las estrategias del mandamás gobernando los destinos de la comunidad suelen ser temporalmente infalibles ya que, después de todo, sus invectivas y acusaciones en contra de enemigos reales y potenciales actúan sobre todo en una esfera simbólica y emotiva. Un nivel en el que cada día se colman las expectativas también inmediatas de quienes sienten que por fin se está haciendo justicia y que son ellos, precisamente, la mano ejecutora. Para eso eligieron al mandamás, para ver y hacer caer a los culpables. Lo demás es literatura. Y si la acusación y el juicio son espectaculares y expeditos, mejor. Aunque dicha atracción repercuta sólo —ya lo dijimos— en los terrenos intangibles pero enardecidos de la descalificación retórica, sin la confrontación necesaria con una realidad donde a la denuncia le acompañen hechos, pruebas.

No hay nada nuevo en este mecanismo, no al menos desde que se conoce la innegable influencia de ciertos discursos sobre las pasiones y la imaginación colectivas. La newspeak orwelliana sobrevuela no sólo los papers y lo political correctness del día sino que sobresale igual en las pintorescas acusaciones que el populismo lanza para inutilizar a sus enemigos. Se trata de una herencia directa de los fascismos y totalitarismos del siglo pasado cuyos desplantes retóricos tenían el propósito urgente, señala un irónico François Thom citado por Roger Scruton, de “proteger a la ideología del malintencionado ataque de lo real”.

Pero seguramente me equivoco y no hay que ir tan lejos. Dice la RAE: “Demagogia: 1. f. Práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular. 2. f. Degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”. La debilidad léxica también es su fortaleza y en ella reside la realidad equívoca de la demagogia. Diga lo que diga, el mandamás parece imbatible, inmune a la crítica razonada y precisa lo mismo que a la carcajada y la desaprobación prejuiciosa. Nadie creyó posible que en la democracia de la nación más poderosa del orbe gobernara alguna vez su némesis boquifloja, sobre quien, en los primeros meses al mando, muchos ecuánimes pedían que se le limitara el uso de Twitter dadas sus constantes pifias. En México, por su parte, sucede algo similar. Es inaudito y hasta alarmante que tras los delirantes despropósitos del ejecutivo y de su equipo —sin faltar los de su partido—, la popularidad del presidente crezca entre sus simpatizantes en proporción similar a la cantidad de memes y ataques que genera en los medios. En ambos casos el índice de aprobación ronda el 80 por ciento, desafiando cualquier cordura.

Aunque ya se sabe. Lo que sucede en estos casos es que el mandamás no gobierna para el conjunto de los ciudadanos, la pluralidad cívica. No podría hacerlo ya que tanto la imaginación radical como la demonología populista reivindican la política como confrontación, lo más distante posible de la formación de consensos democrática. Según esta lógica, al limitar a amplios sectores de la población en la toma de decisiones sustantivas los arreglos de la democracia excluyen y hasta liquidan a esos sectores de la política. Lo hemos visto en décadas recientes donde los acuerdos siempre han jugado en favor de las élites de expertos, obsedidos con una administración racional mendazmente objetiva. En este sentido, resulta indiscutible que durante más de treinta años el consenso no ha sido político sino tecnócrata, usurpando toda prueba verosímil de democracia. En contraste, el líder populista se dice tocado por una misión, llamado y ungido para remediar tal corrupción. Una vez en el poder, el mandamás no habla ni actúa sino a nombre de una totalidad, el Pueblo. No importa si en la elección contó con 30 millones de votos en un país de 120 millones de habitantes, o si, como en el caso de Trump y en términos estrictamente contables, recibió menos votos que su adversario. El mandamás no actúa ya a nombre sino en lugar del Pueblo, dando paso a esa desconcertante mayoría de un solo hombre. Sustituye la representación democrática —a la que se puede exigir cuentas— por una representación simbólica, a salvo de cualquier demanda ajena al ejercicio de su propia voluntad. Al constituirse como la encarnación del Pueblo, es difícil que esa totalidad simbólica se pida cuentas a sí misma. 

A cualquiera le parecería obvio que en este modelo de la imaginación política el supuesto ensanchamiento de la participación democrática es sólo eso, un supuesto. Las decisiones políticas sustantivas y verificables sobre las que se pueden registrar avances y resultados, no dependen ya de los electores, quienes han cedido su representación real (el voto) a cambio de una participación política simbólica. A partir de este punto, el mandamás será capaz incluso de vender aire.

David Medina Portillo. Ensayista, editor y traductor. Ha colaborado en las revistas Vuelta y Letras Libres y en los diarios Reforma y La Jornada, entre otros. Editor-In-Chief de Literal Magazine. Twitter: @dmedinaportillo

     

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Posted: March 31, 2019 at 10:49 pm

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