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Meritocracia: la gran ilusión creadora de desigualdad

Meritocracia: la gran ilusión creadora de desigualdad

Jo Littler

Traducción David Medina Portillo

“Debemos crear condiciones equitativas para las empresas y los trabajadores estadounidenses!”, vociferó Donald Trump en su primera alocución al Congreso, tras anunciar que los controles de inmigración más estrictos adoptarán la modalidad de un sistema basado en el mérito.

Igual que muchos que lo precedieron, Trump arropaba sus reformas políticas con el lenguaje de la meritocracia, invocando la imagen de un sistema “justo” donde la gente es libre de trabajar intensamente potenciando su talento para ascender en la escala del éxito.

Desde que se convirtió en primera ministra, Theresa May también prometió hacer de Gran Bretaña “la gran meritocracia del mundo” (o, según el titular de The Sun, una “Mayritocracia”). Reiteró este compromiso al anunciar su reactivación del sistema de grammar schools [sistema escolar británico selectivo, opuesto al no selectivo de las escuelas comprensivas], abandonado en los años sesenta. “Deseo que Gran Bretaña sea un lugar en el que la ventaja se base en el mérito y no en el privilegio”, proclamó, y “donde tu talento y trabajo sea lo que importa, no dónde naciste ni quiénes son tus padres o cuál es tu acento”.

A raíz de la crisis financiera de 2008, muchos advirtieron que la meritocracia en la que se les había enseñado a confiar ya no estaba funcionando. La idea de que uno podía ser lo que quisiera sólo si se esforzaba lo suficiente se había vuelto muy difícil de tragar. Incluso para la relativamente mimada clase media los empleos se habían evaporado, degradado o eran excesivamente demandantes. Asimismo, la deuda se había disparado y la vivienda era cada vez más inasequible.

Dicho contexto social, generado tras 40 años de neoliberalismo, se vio reflejado en la televisión: en Breaking Bad, por ejemplo, ser un químico brillante no era suficiente para garantizar el éxito profesional o, incluso, la supervivencia; la debilidad del apoyo social fue el telón de fondo de The Wire así como el precario trabajo creativo presentado en Girls era muy diferente a la estabilidad glamorosa mostrada una década antes en Sex and The City.

Frente a esta inestabilidad, May y Trump han logrado resucitar la idea de la meritocracia para justificar políticas sociales que incrementan la desigualdad. Ambos recurren a diversos énfasis culturales: la descarada retórica de Trump hincha abiertamente el racismo y la misoginia; por su parte, May se presenta como una directora ecuánime de los home counties [condados Este y Sudeste del Reino Unido que rodean Londres y no incluyen a la propia capital]. Pero la lógica política de los dos se encuentra entrelazada, como indica la indecente precipitación con la que May se encaminó a la Casa Blanca después de las elecciones. Ambos reconocen la desigualdad aunque, como solución, prescriben la meritocracia, el capitalismo y el nacionalismo. Los dos desean crear paraísos económicos para los ricos al tiempo que profundizan la mercantilización de los sistemas de bienestar público y amplían la lógica de la competencia en la vida cotidiana.

Cuando en 1956 la palabra “meritocracia” hizo su primera aparición registrada en la oscura revista británica Socialist Commentary, fue un término ofensivo para describir un estado absurdamente inequitativo donde seguramente nadie querría vivir. ¿Por qué –reflexionaba el sociólogo industrial Alan Fox– dar más premios a los ya prodigiosamente dotados? En lugar de ello, argumentaba, deberíamos idear un “cross-grading”: cómo brindar a quienes realizan labores difíciles o poco atractivas más tiempo de ocio, compartiendo asimismo la riqueza de manera más equitativa con el propósito de que todos tengamos una mejor calidad de vida y una sociedad más plena.

La filósofa Hannah Arendt sostenía en un ensayo de 1958: “La meritocracia contradice el principio de igualdad… no menos que cualquier otra oligarquía”. Y se mostraba particularmente despectiva sobre la introducción de las grammar schools y su segregación institucional de los niños de acuerdo con estrechas medidas de “habilidad”. Del mismo modo, el tema inquietó al polémico socialdemócrata Michael Young, cuyo best seller de 1958 The Rise of the Meritocracy empleó la palabra de manera también despectiva. En la primera parte de su libro traza el ascenso de la democracia; en la segunda, relata la historia de un futuro distópico, meritocráticamente cumplido con el mercado negro de bebés inteligentes.

Ahora bien, en 1972 un amigo de Young, el sociólogo estadounidense Daniel Bell, dio un giro positivo al concepto al sugerir que la meritocracia podría ser el motor productivo de una nueva “economía del conocimiento”. En la década de 1980 la palabra ya estaba siendo empleada positivamente por una serie de think tanks de la nueva derecha para describir su versión de un mundo con diferencias de ingreso extremas y alta movilidad social. La palabra meritocracia había cambiado de significación.

En las últimas décadas la meritocracia neoliberal se ha caracterizado por dos rasgos clave. En primer lugar, su intento a gran escala por extender la competencia empresarial a todos los rincones y recovecos de la vida cotidiana. En segundo término, el poder que ha reunido emulando los movimientos por la igualdad del siglo XX. En efecto, la meritocracia se muestra como un medio para derribar las jerarquías establecidas por el privilegio.

A pesar de su conservadurismo social, incluso Margaret Thatcher se presentó a sí misma como enemiga de los intereses creados y promotora de la movilidad social. Bajo el Nuevo Laborismo, la meritocracia abrazó el liberalismo social rechazando la homofobia, el sexismo y el racismo. Ahora, nos decían, realmente cualquier persona podía “triunfar”.

Aquellos que pudieron “triunfar”  –las mumpreneur [madres emprendedoras], el negro vlogger [creador de contenidos en video], el burócrata gubernamental convertido en CEO– destacaban como parábolas del progreso. Pero conforme se ascendía por los peldaños sociales el fenómeno se volvía cada vez más individualizado y, a medida que los ricos se volvían más ricos, las escaleras se hacían más largas. Aquellos que no conseguían “triunfar” fueron ignorados o clasificados en una posición de fracaso personal. Con la coalición y los gobiernos conservadores, el anhelo meritocrático cobró un giro crecientemente punitivo. En la “aspiration nation” de David Cameron, eras un esforzado o un holgazán. El acto de ascender se convirtió en una obligación moral. A aquellos que no podían aprovechar los embalses de privilegio existentes se les pidió trabajador más arduamente poniéndose al día.

La realidad es que la meritocracia constituye un mito. Los sistemas sociales que recompensan mediante la riqueza e incrementan la desigualdad, no ayudan a la movilidad social, de modo que la gente con privilegios transmite estos sólo a sus hijos. Los conservadores han agravado esta situación elevando el umbral de los impuestos a la herencia. Y su reinstalación de las grammar schools implica el uso de medidas extremadamente acotadas para dividir a los niños y privilegiar a los ya privilegiados (a menudo con ayuda de profesores privados). Como ha comentado Danny Dorling, se trata de un sistema de “apartheid educativo”.

Por otra parte, el “mérito” mismo es un término maleable y fácilmente manipulable. El estudioso estadounidense Lani Guinier ha mostrado cómo, en la década de 1920, la Universidad de Harvard redujo su número de estudiantes judíos admitidos estipulando una nueva forma de “mérito”: la del “carácter equilibrado”. Un ejemplo más reciente fue proporcionado por Project Greenlight, en el que el actor blanco Matt Damon interrumpió reiteradamente a la productora negra Effie Brown para decirle que la diversidad no era importante en la producción cinematográfica: las decisiones, le explicó, debían estar “plenamente fundadas en el mérito”. Este “Damonsplaining” fue ampliamente ridiculizado en las redes sociales. Aunque el hecho ilustra cómo las versiones del “mérito” pueden utilizarse para arraigar privilegios, a diferencia de criterios claros para papeles específicos, combinados con políticas anti-discriminación.

No es difícil ver por qué la gente encuentra atractivo el concepto de meritocracia: está implícita en él la posibilidad de ir más allá de nuestros orígenes, de florecimiento creativo y de justicia. Pero toda las evidencias muestran que se trata de una cortina de humo para la desigualdad. Jamás ha existido un momento mejor para enterrarla definitivamente hasta hoy, cuando Trump, May y sus partidarios tratan de resucitarla.

• Texto publicado previamente en The Guardian, con cuya autorización se reproduce en versión al español.

JoanneLittlerJo Littler forma parte del departamento de sociología de la Universidad de Londres. Su libro  Against Meritocracy: Culture, Power and Myths of Mobility fue publicado recientemente bajo el sello de Routledge.

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.


Posted: May 29, 2017 at 9:41 pm

There are 2 comments for this article
  1. Gerardo at 6:10 pm

    Yo pienso que la autora en este articulo, si bien describe situaciones reales e incluso nos previene de ser manipulados por el poder, tambien le falta algo de precision en su articulo.

    Para empezar ¿de que tipo de meritocracia nos habla? ¿Cuales son los matices o las condiciones y requisitos que tendria esta meritocracia, por ejemplo de que si para ser meritocracia habria que asegurar algun tipo de calidad de vida basico y decoroso para todas las personas ?

    Una cosa es un determinado tipo de meritocracia como utopia. Otra cosa diferente es el posible uso deliberadamente falaz e incluso contradictorio de la palabra meritocria (de lo cual no se puede culpar a la palabra misma meritocracia). Y otra cosa es evaluar si un determinado sistema social se adapta o no a ese concepto especifico de meritocracia.

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