Essay
Mi biblioteca, requiem
COLUMN/COLUMNA

Mi biblioteca, requiem

Gisela Kozak

La Venezuela que me tocó vivir nunca se destacó por sus bibliotecas públicas y universitarias, detalle que hoy me parece mucho más significativo que cuando comenzaba a escribir y a enseñar pero que no es tema de estas líneas. Por lo tanto, las bibliotecas personales son sumamente importantes para todos los que nos ocupamos de las ideas y de la literatura. Lamentablemente, he de confesar que he perdido muchos libros a través de la vida. Poco afecta a los objetos y más dada a las experiencias y las personas, debería darle poca importancia a mis tantos volúmenes dejados en el camino de una vida de 55 años, pero no es así. Los extraño en verdad, los recuerdo. Los motivos por los que salieron de mi existencia son tan variados como el amor fracasado, la estrechez económica, los préstamos a amistades olvidadizas, el voluntario desprendimiento incluso. Por las tantas pérdidas habidas, nunca acumulé en mi casa más de 1000 libros, cifra muy modesta en comparación con las bibliotecas de mis amistades, pero ya antes de mudarme a Ciudad de México, tenía la certeza de que me iban a seguir una vez que mi destino estuviese más claro. Mientras, mi Kindle, obsequio de mi consentidora y tecnológica esposa, portaba montones de textos, asunto que yo con sonrisa de suficiencia señalaba a quienes me preguntaban en Ciudad de México por mis libros, pues poco dada a la queja (ahora, hace años era quejosa como buena mujer formada en el pensamiento de izquierda), no iba a lamentar en público las paredes desnudas de palabras de mi apartamento —el depa, como se dice aquí—, en una zona antigua, linda, silenciosa y escondida llamada Popotla, entre avenidas rugientes cuya cercanía es insospechable en medio del silencio y las buganvilias, los pinos y los pequeños edificios nuevos entre mansiones antiguas. Además, pensaba ir ocupando paulatinamente los espacios con una muestra de la apetecible y maravillosa oferta de las librerías capitalinas mientras esperaba el momento adecuado para que algún barco trajera mis amados libros.

Pero en estas líneas voy a homenajear no a lo perdidos en quién sabe cuál biblioteca ajena sino a los muertos, los libros fallecidos en un naufragio doméstico, una inundación en nuestro apartamento en Sebucán, una zona muy hermosa de Caracas, que ahogó décadas de lectura, subrayados, dedicatorias y memorias tan entrañables que todavía recuerdo dónde estaban colocados los volúmenes, en cuáles tramos de los estantes, cómo se veían y, desde luego, cuánto los quería, porque la verdad es que verlos me provocaba una sensación de compañía en mis largas horas de estudio, escritura y preparación de clases.

Pienso en ellos arrugados y amarillos por el agua, acumulados en bolsas para ser llevados por el camión de basura. Yo no estaba ahí, por fortuna no tuve que verlos ni encargarme de sus exequias, que apenas se redujeron a depositarlos para su transporte a los pies de un jabillo. Qué solos se quedan los muertos, dijo el poeta Manrique, y sí, es verdad. Haberlos dejado fue condenarlos, cual criaturas destinadas a desaparecer en el diluvio; pero aquel dios del Antiguo Testamento que todo lo destruía para corregir a sus creaciones defectuosas no tiene nada que ver conmigo, una simple profesora y escritora, jubilada tempranamente en un país donde el trabajo importa cada vez menos. Mi sentido práctico indicó que ya llegaría el momento justo para su mudanza, yo no quería su desaparición ni pensaba que mi nueva vida incluía dejarlos atrás.

Me equivoqué, por eso he perdido innumerables libros.

Recuerdo el primer estante, siempre cercano a la puerta de mi habitación. La literatura venezolana comenzaba por antologías de cuentos o poesía para luego seguir en orden alfabético por apellido y nombre. Que descansen en paz y gozo las horas dedicadas a esos libros, unos cuantos de ellos firmados por sus autores en tantas presentaciones, en mi sala, en una mesa de bar, en la UCV, en las ferias del libro. Tenían un valor para mí que obviamente trasciende el objeto mismo que fue a parar a los pies del jabillo.

Los tramos de literatura latinoamericana contaban con algunos textos que analicé concienzudamente, textos incluso difíciles de conseguir hoy día. Cuando se estudia un libro con fines investigativos y docentes, la estantería de la memoria lo conserva con su olor libro nuevo, ese olor que comencé a amar en mi infancia y que perseguía en los regalos que la precoz lectora empezaba a reunir en su cuarto. Los de literaturas de otras regiones, fuera de mi ámbito de estudiosa pero no de escritora, seguían a los estantes de América Latina. Disfrutaba del placer indescriptible de la literatura por pura curiosidad y gusto, dos motivos ausentes de las escuelas de Letras y de los tantos postgrados entretenidos en temas cada vez menos literarios. Algunos de esos libros eran obras de arte con ilustraciones de Gustave Doré.

A los de literaturas no latinoamericanas seguían los tramos dedicados a mi pasión oscura y feroz: el pensamiento político. Cuánto tuve que leer para desintoxicarme del marxismo, ese vicio del espíritu del que jamás uno se cura sino simplemente se abstiene, cual adicto a las drogas o al alcohol. En medio de la destrucción de Venezuela, me sirvieron de brújula. Algunos fueron leídos con el sobrecogimiento de quien aterrada mira en las líneas de algún autor o autora del siglo XX las líneas maestras de la tragedia que me arrojó de mi país; otros, con la emoción de cuando sobreviene ese orden mental que se llama comprensión; los más, con ánimo de alejarme de toda ortodoxia. El feminismo y los estudios sobre minorías sexuales seguían a los de pensamiento político, tercos y libertarios, más allá de su confiscación por una izquierda con la que no puedo coincidir en su ánimo de nueva verdad revelada. Por supuesto, abundaban los dedicados a historia, política y pensamiento venezolano, pues la revolución me hizo volcarme de cabeza en los temas del país, con el ánimo de hacer algo útil en medio de la debacle.

Por último, subrayados, con páginas dobladas en las esquinas, cerraban mi biblioteca mis textos de teoría literaria, disciplina que tan útil me resultó para leer los signos del mundo. Le rindo público homenaje a esos libros tan difíciles de conseguir en Venezuela, en los que tantas inteligencias deslumbrantes concentraron esfuerzos intelectuales que para gente de otras disciplinas tal vez merecían mejor destino. Con ellos compartí incontables horas con mis alumnos de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, y me enseñaron a mirar la vida como texto, fuente inagotable de belleza y sufrimiento. Le seguían los textos de crítica, en los que los empeños literarios de tantas grandes plumas y de tantos amigos y amigas brillantes me acompañaban en mi propio hacer de narradora, ensayista, investigadora y profesora.

Pero como toda inundación que se respete puede tener su Arca de Noé, se salvaron unos cuantos libros: los de toda la vida, los que estaban antes de yo nacer y se me concedieron como herencia. La colección de biografías; los maravillosos tomos de Aguilar con las obras completas de García Lorca y Shakespeare; la edición del Quijote con ilustraciones de Doré; Poe, Wilde, Faulkner, Walter Scott, Lin Yutang, Dickens,El Cid, Victor Hugo, Dostoievski, Tolstoi, Stendhal. Una simple casualidad, no estaban todavía en cajas, los salvó de morir ahogados. También se salvó Stefan Zweig, cuyas memorias, El mundo de ayer, fue el último libro que leí de lo que un día se llamó mi biblioteca antes de partir a México.

Mi biblioteca no era simple papel. Acaso ese libro que nos leyó una voz amada mientras una luz tenue envolvía cuerpos y sábanas puede olvidarse; o el que nos dedicó un autor o autora admirado y querido que devoramos apenas llegamos a casa. Varios fueron experiencias únicas que nos obsequió alguien a quien le dimos lugar de magisterio en nuestras vidas. Y qué tal los libros que me tocó presentar en público y celebrar con quien lo escribió, o aquellos que como autora habría querido escribir yo misma. O esas lecturas que salvaron el ánimo en las horas peores de una existencia que como todas ha tenido dolores y sobresaltos. Por no hablar de las páginas que pusieron en palabra las pasiones desmedidas y el solaz del amor feliz, la dulzura de la vida y el temblor de las decepciones. Todos ellos están pulcramente ordenados en una memoria en la que caminan, viven y respiran en un mundo vasto que nada ni nadie sino mi propia muerte podrá poner fin.

Por ahora, mi Kindle se abastece sin restricciones y cuando cierre mi duelo volveré lentamente al libro impreso. Como la política, al igual que ocurrió con Zweig, se encargó de arruinar nuestras vidas, no pienso llenarme de libros puesto que nunca se sabe si hay que volver a partir. En todo caso, atesoro mis muertos en el único lugar que nadie puede quitarme: la memoria.

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace(Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales(Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

 

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Posted: December 9, 2018 at 11:18 pm

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