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Ana García Bergua

Tiene razón Ana Clavel cuando encuentra belleza en el Ángel lleno de pintas y graffitis de diamantina rosa: es una intervención a la realidad, dirían los artistas contemporáneos, a nuestra realidad saturada de violencia contra las mujeres. En diversos artículos y textos se ha hablado, con mucha razón, de que el escándalo por las pintas y los destrozos en las estaciones de transporte y los monumentos debe trasladarse a la preocupación genuina por la cantidad de mujeres asesinadas, violadas, desparecidas en los últimos años y en el presente. ¿Por qué nos importa más mantener la limpieza de una pared de mármol que el cuerpo de cualquier chica o anciana inerme, atacado y destruido por el simple hecho de corresponder a una mujer? ¿Será que es tal la saturación de todo tipo de estímulos y violencia que nuestro termómetro moral se ha descompuesto? ¿Será que, ante la fugacidad de esta vida al garete, sin seguridad de ningún tipo, nos ilusiona la eternidad de las estatuas?

Imaginaba yo el Ángel, la Catedral, Palacio Nacional, el Castillo de Chapultepec (nótese cuánta mayúscula) cubiertos con las denuncias que a diario vemos en los muros inmateriales –y con minúscula– de las redes sociales: Brenda tomó un taxi y no se supo más de ella, Frida Sofía fue vista por última vez en CU y no se supo más de ella, Angélica desapareció en Atizapán, el cuerpo de Amairani apareció en Papantla, Nancy salió de su terapia y apareció muerta, Mónica saltó del taxi y se salvó del taxista que la iba a violar, busco a mi hija, busco a mi hermana, robaron a Luis Fernando, mi bebé (y sólo reproduzco las que he publicado en mi muro). Las denuncias y los llamados de auxilio terminarían cubriendo también las iglesias de las alcaldías, el edificio de la bolsa de valores, las embajadas, los hoteles, los hospitales: toda la enorme, inabarcable Ciudad de México convertida en el territorio de la expresión de la desgracia, de nuestra desgracia. ¿se podría ver así realmente hasta donde llega el miedo de tantas mujeres a vivir sin pensar que a toda hora, en cualquier lugar, a la salida o la entrada del trabajo, de la escuela, de la tienda, del lugar al que fueron a divertirse, pueden ser violentadas, su vida se puede acabar? ¿Se podría alcanzar a entender la ira, el hartazgo que provoca en las jóvenes y las niñas vivir siempre a la defensiva, siempre atentas al depredador oculto en las esquinas, en las multitudes, en el taxi que te llevará a tu casa o a tu trabajo? Los monumentos recuerdan las épocas, las gestas y las luchas: la columna de la Independencia recuerda los más de veinte años en los que todo nuestro territorio fue sacudido por una lucha que lo llevó a independizarse de España. ¿Cómo serán los monumentos que recuerden estas épocas de narcotráfico, delincuencia, trata de personas, feminicidios, asesinatos de migrantes? Quizá serán esculturas con grafftis eternos de colores chillantes que digan: mírame, por favor date cuenta, no me dejes de ver porque me desaparecen. Monumentos que se esfumarían ante la indiferencia como, en el fondo, se vuelven neutros tantos monumentos a tantas luchas que se han olvidado, se dan por hechas o se ignoran simplemente.

Yo no pienso, como he visto que se ha dicho y me parece sinceramente una barbaridad fascista, que hay que derrumbar todo para que nazca una nueva civilización, todo lo contrario; estas protestas no buscan sino recuperar los pocos avances en la lucha por los derechos civiles ganados y llevarlos adelante. Y en este caso es mucho más importante la causa que los destrozos, la indignación y la rabia ante una situación monstruosa que el hermoseo de la columna y su angelito dorado (que es mujer, por cierto). Esta violencia contra las mujeres rompe con la posibilidad de un futuro más justo, con todo lo que ellas podrían dar si tuvieran la oportunidad de seguir confiadas con sus vidas. Porque la violencia contra las mujeres, parafraseando a López Velarde, es una violencia reaccionaria, que contribuye a mermar los derechos ganados con tantos esfuerzos, es un perpetuo mensaje de que el cuerpo de las mujeres es una propiedad de la que se puede disponer, un botín de guerra, un territorio conquistado y saqueado, un medio para obtener un fin y no el sujeto de una igualdad verdadera.

En otros países, como Estados Unidos o Brasil, han subido al poder autócratas que en su discurso y en sus actos incluyen la agresión contra las mujeres; al votar por ellos, sus seguidores legalizan esta violencia y echan para atrás décadas de avances que incluyen también el fin del racismo y los derechos de la diversidad sexual. Aquí, por fortuna, eso no sucede en el discurso, pero sí en los hechos, en una cotidianidad infame en la que la autoridad no interviene y hasta ha estado involucrada como en el caso de la policía, y ahora sucedió en el hecho de que se repruebe la violencia contra los monumentos e instalaciones civiles antes que las aberraciones que provocan toda esta ira. Eso no se debe permitir, nunca debemos llegar al punto en el que se justifique ese odio contra las mujeres, las desapariciones y las muertes de tantas Brenda, Frida, Amairani, Nancy, Mónica y todas las demás miles (son miles en verdad), porque quienes protestaron pintaron el Ángel de la Independencia. Por eso hay que insistir, insistir e insistir, para que la indignación no se borre como, a fin de cuentas, se borran los graffitis.

 

Ana García Bergua  Es escritora y ha sido  galardonada  con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. Su Twitter es: @BerguaAna

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Posted: August 20, 2019 at 9:33 pm

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