Essay
No le paguen nada a estos gringos
COLUMN/COLUMNA

No le paguen nada a estos gringos

Cristina Rivera Garza

La mujer se dio cuenta que hablábamos español a la primera. Se sonrió. Éste es el de paga, dijo. El otro está más para allá. ¿Cuánto más?, le preguntamos a su vez. Dese la vuelta ahí adelantito y yo le digo acá cuando regrese. El estacionamiento no estaba tan lleno, así que no hubo problema en avanzar y dar vuelta en U para quedar a su lado. El chirrido de las llantas. La mujer interrumpió su trabajo pero no por eso dejó la escoba, que todavía llevaba entre las manos. Mire, ahorita, saliendo, tome a la derecha. Unos doscientos metros, pasando Transportation, y ahí está. Hay un anuncio azul, grandote. No tiene pierde. Parecía bastante sencillo. Sonreímos. Le dimos las gracias. No le pague nada a estos gringos, dijo antes de que arrancáramos. Parecía que había llevado a cabo una secreta misión privada. Una rebelión muy íntima. Su sonrisa era de triunfo. En el espejo retrovisor se recortaba todavía su imagen con las manos en alto, diciendo adiós.

Hay mexicanos en cada rincón de Estados Unidos. La mujer que nos ahorró el pago de un estacionamiento (30 dólares por dos horas no es poca cosa, si me lo preguntan) es una de las muchas trabajadoras que mantienen la industria del turismo de invierno en Vail, un pequeño valle a los pies de un macizo de montañas majestuosas en Colorado. Nunca como en ese intercambio con la mujer de Vail me quedó claro que, incluso al viajar, somos mexicanos. En lugar de tomar un avión para llegar a nuestro destino y, de ahí, rentar un auto para dirigirnos a un hotel de lujo, decidimos hacer nuestro road trip anual, manejando por carreteras federales y caminos vecinales de acuerdo con las paradas que elegimos hacer en el camino. Por eso pudimos detenernos en Ludlow, donde en 1914 se llevó a cabo una masacre que terminó con una huelga de mineros y donde ahora se levanta un discreto monumento, rodeado de grandes fotografías donde se describe la manera en que un equipo de arqueólogos ha utilizado imágenes infrarrojas para detectar objetos y otras señas que dan cuenta del modo de vida de los mineros de inicio de siglo XX. No lejos del monumento gris, en lo que ahora parece ser una pradera vacía, se levantaban las tiendas de campaña que servían de casas para los trabajadores de la mina. Hasta ahí llegó la milicia del estado y los gatilleros contratados por la compañía para deshacerse de poco menos de doscientos mujeres y niños. Todo eso fue en abril, justo antes de las celebraciones de pascua. Cuando uno viaja por carretera y pone atención a las señales del camino, uno se entera de cosas como ésta. La historia aflora. La historia de resistencia al modo de vida americano está a la vista de todos si uno mantiene los pies en la tierra o las llantas sobre el pavimento.

No todo iba a ser así. Nada en esta larga historia de conflictos laborales, movimientos sociales, y tumultos varios que se desdobla poco a poco a los lados de la carretera dice que lo que hoy parece normal iba a serlo o tenía que serlo: tantos días de trabajo sin seguro médico y con prestaciones mínimas, con apenas esos cuantos días de vacaciones en los que la tarjeta de crédito permite lo que no alcanza con el salario. Casi todos los que no son el privilegiado 1% de la sociedad norteamericana saben lo que es eso. Incluso esa clase que todavía se ufana en ser la clase media, solo consigue arrancar trabajosamente una semana mítica de días libres a sus calendarios llenos de compromisos y actividades, la cual suelen pasar en hoteles diseñados para hacerlos sentir que no salieron de casa. Nada sorprende tanto a los habitantes de este país como los pagos en efectivo. Eso, y oír que caminamos para llegar a tantos lados como nos sea posible.

¿Caminaron por más de dos horas a orillas de un río a momentos congelado, deteniéndose nada más para morder una pera y comer un sándwich sobre una banca de madera? Válgame. ¿Caminaron hasta acá?, nos repite incrédulo el hombre que nos recibe en el Walking Mountains Science Center de Avon, una pequeña asociación civil, fundada apenas en 1998 en el Eagle Valley, que brinda tours informativos sin costo alguno sobre las montañas de la zona. Caminamos, sí, en efecto, apenas unos 21 minutos si nuestro GPS es confiable, sobre callecitas cubiertas de nieve, avanzando a tientas sobre subidas y bajadas que nos dejan sin aire. ¿Sabíamos que las montañas son el resultado del choque de las placas tectónicas y que, luego, siguen transformándose siempre debido a la erosión que provoca el viento, el agua, la gravedad? Las rocas parecen estáticas pero, como las montañas, siempre están cambiando. Fuerzas tales como la erosión, la compresión, el calor, y la tensión ocasionan cambios en forma, tamaño y composición. ¿Sabíamos que el gypsum es considerado tanto un mineral como una roca y que es tan suave que puedes rasguñarlo con tu propia uña? Estos son los álamos temblones que parecen varios pero son, en realidad, un solo organismo con raíces entrelazadas aquí, bajo la nieve, bajo el humus oscuro y húmedo que sostiene nuestros pies. Esta capa que parece de ceniza protege su tronco verde del adusto sol del invierno. Aquí están las señas de las cornadas de los alces y los arañazos de los osos negros que, a veces, llegan hasta los bosques bajos. Acérquense. Este es un arbusto de salvia, cuyo aroma mantiene a raya a los depredadores. Tóquenlo. Aproxímenlo a la nariz. Aspiren. Y estos botones rojos, tan llamativos entre tanta rama delgada y seca, en claro contraste con la blancura de la nieve, son los arbustos de las rosas que siguen siendo alimento de los animales del invierno. Este es un abeto. Prueben el sabor de sus acículas. Lo que se oye es el canto de un steller´s jay, el pájaro azul de los cuentos. Pongan atención. Lo que no dice nuestra risueña guía, joven y blanca, amable y correcta como las que más, es que estas montañas y praderas fueron alguna vez el hogar de la nación Arapaho que, desde 1700s migró desde los Grandes Lagos hacia el sur, volviéndose nómada gracias al uso del caballo. Por aquí rondaron. Aquí hicieron pactos con la nación Cheyene y deslizaron las grandes cargas del comercio. Ninguna nieve es prístina. Cada uno de nuestros pies cae sobre la huella del pie del otro que se fue. Al que despojaron. Vamos, como dijera José Revueltas, sobre huellas habitadas. Hay tres maneras de lidiar con el frío de las montañas: la hibernación, la migración, la resistencia, dice nuestra guía al final del recorrido, recapitulando.

Hay más por descubrir en la caminata nocturna en el pico de la montaña. La oscuridad y el frío nos vuelven una cosa frágil y temblorosa que avanza con torpeza sobre las raquetas de nieve. Nunca ha sido tan difícil poner un pie delante del otro. Avanzar, que es caer de bruces. Hundir una pierna. Desfallecer. Estamos a unos cuantos cientos de metros del lugar de partida y, a pesar de que la luna creciente alumbra el camino, parecemos ya perdidos. ¿Sabíamos que los búhos logran volar de la manera más temiblemente silenciosa debido a los peines que llevan en las plumas delanteras, las cerdas en las traseras y las ceras a lo largo de toda la estructura de sus alas? Y, ahora, en medio de la oscuridad, acérquense esto a la nariz y huelan sin el apoyo de los ojos. ¿Es aroma de pino o lavanda? ¿Es tomate o miel o miedo? La montaña nos dobla. Nos deja sin aliento. La montaña nos vuelve humildes.

Yo llegué aquí desde Ketchikan, nos dice Mariana, quien es originalmente de un pueblito pequeño en Jalisco. En Alaska es instructora de kayak y, acá, en la montaña de Colorado, sirve mesas en la tarde y practica el snowborading en la mañana. Vive en un cuarto compartido que les ofrece la compañía en el pueblo turístico. No lo cambiaría por nada, dice. Quiero pasar todos mis inviernos aquí. Mark, el hombre que maneja el uber que nos lleva a una locación a la que no pueden llevarnos los pies dice que, hace años, vio un anuncio de trabajo en un periódico y llegó desde lejos con 35 centavos en los bolsillos. No más de lo que traigo ahora, aclara, luego de gastar 500 dólares en arreglar el coche que maneja sobre estrechos caminos cubiertos de hielo o de nieve. Se ríe de sí mismo. Asegura que la nueva película de Clint Eastwood debe ser buena. C´mon, it´s an Eastwood. Arturo, el hombre mexicano que trabaja en el hotel, viene de Chihuahua. Tengo 18 años aquí, dice, y nunca he ido a esquiar a la montaña. Qué tal si me fracturo. Nadie me pagaría los días de trabajo perdido. O peor. ¿Qué tal si termino en un hospital? Víctor, en el mostrador de la entrada, trae el brazo en un cabestrillo. No hay que hacer cosas locas en los esquíes, asegura. Yo iba muy rápido y perdí el palo. Me caí cuando venía a toda velocidad. No es una fractura, más bien un esguince en el hombro. Yo les enseño donde practicar sin tener que pagar por la primera clase. No le paguen nada a estos gringos.

Habíamos salido tantos días antes desde Houston. Habíamos preparado sándwiches para el camino y colocado los perecederos en una hielera. Las botellas de vino iban en una caja de cartón, y las frutas y verduras en bolsas de papel. Utilizaríamos por primera vez el juego de platos y sartenes especiales para ir de campamento. Botellas de agua. Chocolates con sal de mar y caramelo. El asiento de atrás iba lleno de abrigos. El plan era evitar las carreteras rápidas tanto como fuera posible y detenernos en esos sitios marcados con las señales color café que los designan como de interés histórico. El plan era evitar las tiendas de las carreteras, que ofrecen bebidas azucaradas y productos con cantidades abismales de grasas y harinas procesadas. El plan era avanzar despacio, pararnos en donde se nos diera la gana, leer libros en voz alta, oír música, hacer preguntas, platicar con la gente del camino. El plan era no pagarle nada a estos gringos. Hay algo entre inocente y festivo, algo casi adolescente, en mirar a la marea de consumismo con ojos distraídos. No nos podemos sustraer del capitalismo contemporáneo, que se anticipa a nuestros deseos, produciéndolos de antemano, pero podemos ponernos de ladito. Dejar pasar las modas, por ejemplo. Reciclar cuando es posible. Disminuir la marcha. Viajar por tierra. 

Las vacaciones de invierno pueden ser una forma de la hibernación, la migración, la resistencia. Tenía razón nuestra guía. Bajamos el metabolismo de los días con miles de cosas por hacer para llevar a cabo este merodear por los lugares a los que nos lleva la curiosidad o el azar. Esa área de pic nic se ve bien. Ahí decía que solo eran unos cuantos kilómetros para el centro de budismo. Mira ese lago lleno de patos y de nubes. Al contrario de los alces que, al bajar de las montañas ejercen su sagrado derecho a la cíclica migración vertical, nosotros subimos de cuando en cuando para comprobar que seguimos vivos. Y, mientras resulta obvio que no vamos a subvertir el capitalismo en unos cuantos días, nuestra resistencia en estos días fríos consiste en detenernos a ver con atención, a oír con atención, a vivir con atención. Podemos llevarnos a la boca los alimentos que hemos preparado nosotros mismos. Podemos tocar la tierra lentamente con los pies. Podemos evadir las carreteras rápidas y elegir, en su lugar, los caminos vecinales, de apenas dos carriles, incluso al ir de regreso. Vamos hacia de vuelta al sur, como aconsejaba Milorad Pavic en Paisaje pintado con té: “Cuando es el tiempo justo, los pensamientos vuelan lejos de nosotros, cada uno con su propia parvada, hacia algún lado de su propio sur. Porque los pensamientos, también, precisan de calidez para recuperarse de nuestros inviernos y nuestra dureza, y así regresar a nosotros cuando nuestra frialdad haya pasado, si es que pasa”. Hacia el sur, pues, hacia la tibieza, allá vamos. Atravesamos la cordillera Sawatch con sus nieves iridiscentes y sus pinos erectos y sus rugosas rocas recortadas antes de regresar de nueva cuenta a los valles por cuyo horizonte aparece, allá, a lo lejos, el monte Massive, azul y majestuoso. El monte Elbert. El paso Tennessee. El pico Truro. Toda esta tierra junta.

Antes de cruzar la frontera que separa a Colorado de New Mexico, nos detenemos a poner gasolina. Un hombre que porta una chamarra con motivos de la bandera de la confederación baja de un auto desde cuyo interior sale música agresiva, a todo volumen. Del otro lado de la calle se abren las puertas de un negocio de marihuana recreativa. Grandes luces de neón. Dibujos de míticos tréboles de cuatro hojas sobre las paredes verdes. La mujer de largos cabellos descuidados que aparece detrás de la máquina registradora nos mira con suspicacia cuando nos disponemos a pagar por la gasolina. La lentitud de la montaña en cada uno de sus movimientos. O del torpor. Hay tan poca mercancía en los anaqueles de su negocio que casi parece un último refugio. El baño ha visto mejores tiempos. Frente al mostrador, del otro lado de una falsa pared hecha de plástico transparente, se despliegan las solitarias sillas de metal de lo que en algún momento puede llegar a ser un restaurante. O fue. Nos miramos de reojo y, sin aparente prisa, salimos del local. Así han empezado muchas películas de Quentin Tarantino, decimos a la par. 

 

Cristina Rivera Garza es la autora de Nadie me verá llorar (México/Barcelona: Tusquets, 1999), La cresta de Ilión(México/Barcelona: Tusquets, 2002), La muerte me da (México/Barcelona: Tusquets, 2007), Dolerse. Textos desde un país herido (Mexico: Sur+, 2011) entre otros. Su título más reciente es Había mucha neblina o humo o no sé qué (México: Literatura Random House, 2016).  Es columnista en Literal Magazine. Su Twitter es @criveragarza

 

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Posted: June 18, 2019 at 9:36 pm

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