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Miriam Mabel Martínez

Hay algo de despiadado en su muerte. No porque la muerte sea despiadada (al contrario, encierra misericordia). No soy religiosa, mi madre lo es; quizá no lo soy por rebelde, por necia o hasta por romántica. Tal vez por eso mismo su muerte me impacta tanto. No porque fuera un hombre en plenitud (¿qué es la madurez? En las frutas: la cima), tampoco porque fuera sorpresiva. “Murió como los santos”, dirían las abuelas, no sufrió (¿de verdad?). ¿Cómo podría indignarme la “muerte natural”? Me gustaría creer que ya está reunido en el Mictlán con su hermana, una de las más de diez mil víctimas del terremoto del 19 de septiembre de 1985. Sería un consuelo para contrarrestar el vacío que le deja a Valeria (su única hija) o la soledad, la ira, la inconformidad, la frustración que pudrirán las noches de Lucy (su pareja los últimos 25 años). Pienso lo raro de morir en una ciudad “adoptiva”, una que nunca dejó de ser extraña, aunque radicara ahí 35 años de los 59 que vivió.

Es extraño pensarlo muerto. No porque lo extrañe ni porque me falte su presencia. No era parte de mi cotidianidad. Fue un personaje de mi niñez, una presencia constante en mi memoria. A pesar de que lo observé –tal como a todos adultos que merodearon mi niñez– transitando en una película de la cual yo no formaba parte del elenco, es un personaje imprescindible en mi historia. Lo contemplé desde la butaca de mi infancia. Su recuerdo se entremezcla con escenas del cine mexicano. Si bien distaba en ser un ranchero enamorado –aunque su bigote evocara la gallardía de El Gallo Giro–; tampoco se vestía como los rebecones de las películas de rocanrol ni presumía de la sofisticación cosmopolita de la propuesta del grupo Nuevo Cine. Tampoco era un sobreviviente del 68 ni ejemplo del milagro mexicano. Era un muchacho normal sobreviviendo en una sociedad mexicana que exige un poco de suerte, mucho empeño y, sobre todo, confianza en que el desorden pondrá todo en su lugar, tal como sucede en la naturaleza. Alfredo fue un hombre común que encontró en su oficio el placer de la dedicación. Un gozo que se adecuó a las exigencias de un mundo que ya en la década de los setenta soñaba con el futuro y cuya música disco vaticinaba un mañana incluyente a través del consumo.

Su historia no debería ser triste, si no feliz, sí exitosa (aunque el éxito –a cualquier escala- es celoso y exige sacrificios), y en cierto modo lo fue; precisamente por ello su muerte resulta despiadada. Por qué un hombre con curiosidad por aprender, con capacidad de adaptación, generoso, sin temor al cambio, con gusto por el trabajo (de esos seres hoy en peligro de extinción que encuentran en el hacer una forma de contribuir a su comunidad) es expulsado sin más de una línea de producción en la que no cabe la gente “mayor”. ¿Cuándo nos volvemos dispensables? No llegó a viejo. Ni siquiera a esa vejez oficial que llega a los 60 años. Sin duda fue un trabajador digno del capitalismo: entregado, sin horarios, puntual ante el SAT, de esos que renunció a la nómina porque creyó en el free lance, un empleado lo suficientemente obediente y lo mínimo rebelde que se requiere para sobrevivir la cotidianidad laboral salvaje del siglo XXI. Supo transformar su ímpetu juvenil en la monotonía de un trabajo bien resuelto que le aseguraba su “lugar” social. Buenos ingresos, responsabilidades y obligaciones justas; tiempo libre mínimo pero suficiente para satisfacer las expectativas de la clase media. Un pre-Godínez orgulloso de permanecer como prestador de servicios para la misma empresa más de 35 años, durante los cuales renunció a la posibilidad de una jubilación por la promesa del free lance eterno, de la “libertad” laboral sin edad. Un experimento del modelo del empleado-proveedor de un régimen económico que no cree en nóminas, sino en la independencia esclavizante de fórmulas en la que la antigüedad laboral, las prestaciones y los aguinaldos están fuera del mercado y de la moda. Un pre-Godínez expulsado por la inflexión de una iniciativa privada que por convicción no cree en la democratización más que de la mano de obra barata.

Su muerte me es despiadada por el contexto, porque me asusta la vileza social, el desamparo al que estamos condenados al envejecer. ¿Cuándo empezamos a ser viejos?

Nuestra historia idílica durante mi infancia, se enfrío en nuestra adultez (aquella diferencia disminuyó con los años, cuestión de aritmética). Es curioso cómo las matemáticas del tiempo se relacionan. Doce años que en mi niñez significaban que me triplicaba la edad. Doce años en los que cabían mis seis y la suma del cien por ciento de mi existencia; doce años que en mi adultez son los dos sexenios panistas o un periodo aceptable para una gran obra arquitectónica, como la renovación profunda de un museo (el Stedelijk en Ámsterdam tardó casi 10), o lo que toma escribir una tesis. Una aritmética que no engaña y que tampoco le es fiel a la densidad del tiempo, ésa que siento cuando escucho alguno de los casetes que me grabó.

Una vez que me hice “grande” lo vi poco; sin embargo, nos acompañamos en esos momentos que antes quedaban registrados en los álbumes fotográficos y que hoy son noticia momentánea en Facebook: bodas, quinceaños o durante mis vacaciones con mi padre, quien lo invitó a nuestras vidas. No sé cómo llegó, sólo apareció un fin de semana con mi padre en la casa de mis abuelos maternos. ¿Por qué lo llevó? Quizá por una nostalgia por la lozanía de ese muchacho vestido, ya desde entonces –y para siempre–, con botas vaqueras, jeans, playera negra, de una intensidad sólo igualada por su bigote casi charoleado. Un negro tan puro y tan energético que hoy me percato únicamente se da en la juventud. Un negro hormonal. Mi padre en ese entonces tendría 33 años, tal vez porque cumplía la “edad de Cristo”, sentía que entraba al “más allá” de la juventud. O a lo mejor fue la envidia por la frescura o un acto ingenuo de que pudiera pegársele algo de ese candor perdido propio de una juventud que se le escapaba (¿quién a los 30 años no lo siente?). No importa ya qué lo motivo, lo que ha trascendido fue el hecho.

Alfredo y mi padre desde sus 18 y 33 años se casaron laboralmente. Alfredo se profesionalizó como diseñador bajo las órdenes editoriales de mi padre. Convivieron día tras día por 41 años discutieron, planearon y, sin embargo, jamás expresaron afecto como el que hoy las nuevas masculinidades exigen su derecho a exhibir. Su amistad fue de apretón de mano, de palmada estruendosa en la espalada, de hablarse de usted y de respetarse como decían los guiones de las pelis de Pedro Infante y Jorge Negrete: “a lo macho”. Su amistad fue (¿es?) la relación más larga y estable de ambos. Sobrevivieron divorcios, proyectos laborales, conflictos amorosos; y practicantes fervientes de esa amistad masculina conservadora y machista, evitaron el abrazo emotivo, censuraron la emoción, para balancear el afecto desarrollaron admiración y solidaridad. Juntos emprendieron una aventura laboral en una ciudad norteña para reinventarse y acompañarse con esa distancia de los varones de antes desde los extremos de la mesa de trabajo. No compartieron gustos musicales; mi padre tiene un oído anterior al rock mientras que para Alfredo éste fue el sostén de su soundtrack y en el mío suena a Jethro Tull.

No sé si fui yo la que sintió curiosidad por la música que él escuchaba o si fue él quien, por razones que permanecerán incógnitas, decidió que introducirme al rock. Tal vez sentía compasión por mí, una niñita solitaria atrapada en las preferencias de musicales ajenas. Quizá simplemente la aburrición de ambos no nos dejó otro camino más que acompañarnos. Conservo los casetes que me grabó como piezas arqueológicas de un pasado que a cualquier millenial le resultaría prehistórico. Mis casetes con su caligrafía perfecta son los playlist que Alfredo construyó para que la pequeña Miriam los escuchara mientras leía o jugaba a las Barbie o planeaba sus campañas para comandar la sociedad de alumnos. Alfredo me acompañó en mi despertar roquero y en mis pininos como dirigente estudiantil, fue el director de arte de la campaña de la planilla azul que encabecé en cuarto de primaria. Él se encargaba de la imagen y mi padre de los eslóganes. Supongo que era parte de la complicidad que los ligaría por más de 40 años y de la cual yo sería beneficiaria.

Tiene algo de cruel su muerte. No sólo porque deja a mi padre en una orfandad fraternal (de esa de la que –al igual que el desamor fraternal–se habla poco)–, sino porque fue expulsado por un mundo en el que creyó: uno que le fue cobrando el paso del tiempo. Uno que sólo quiere ser consumido por la juventud y en el que la vejez incomoda.

Lo pienso muerto y temo por mi padre. No porque lo extrañe solamente, sino por la vulnerabilidad expuesta, 59 años contra 74 y 47. Nos veo frágiles. Su muerte nos deja impávidos con nuestras edades y prejuicios al descubierto, y también con la esclavitud a una vida consumista, neoliberal, sin cabida para el tiempo libre, con repudio por el aburrimiento y obsesionada por producir. Una existencia egoísta que nos exige una lealtad tal que nos está robando hasta el gusto por la vida.

Pienso en lo sorpresivo de su muerte y en lo poco que celebramos el estar. Pienso en cómo la juventud se ha convertido en un capricho, en un ideal inalcanzable que nos limita y se ha tragado las ganas de experimentar, de aventurarnos. Porque pareciera que hemos creído que la juventud también es un producto y no tiempo. Quizá porque creemos que la podremos comprar la desperdiciamos tanto tratando de alargarla en apariencia en lugar de disfrutarla. Lo pienso muerto y las palabras de mi abuelo me revelan la sabiduría de la edad: “¡Qué vida para que durara. Hay más tiempo que vida!”. ¿Qué nos ciega para creer que la motivación está en no envejecer? ¿Cuándo desperdiciamos la oportunidad de envejecer? Su muerte me regala la vida, porque la promesa de la eternidad es una condena.

¿Cuándo se vive mucho, cuándo poco? Por qué nadie nos advierte lo larga que es la edad adulta. Somos “viejos” la mitad de nuestra vida y los longevos aún más. Con el paso de tiempo, nos volvemos contemporáneos de nuestros padres. Las diferencias de edad se reducen. Aritmética. Aquel joven que me triplicaba la edad cuando lo conocí, se murió llevándome apenas 12 años.

Dice Oscar Wilde: “The tragedy of old age is not that one is old, but that one is Young” . Madonna hace más de un par de años puso en la mesa el tema del Ageism. En invierno de 2016 The New York Times dedicó un largo reportaje a la discriminación por edad en específico en las mujeres. Personas cercanas en sus cuarenta y cincuenta años me advierten sobre “el techo de cristal femenino”. Conocidas y conocidos me persuaden a que me pinte las canas “aprovechando tu buen cutis”. Pareciera que exhibir la edad es una sentencia. No tener derecho a la vida porque se es “viejo”, en una época de pretensiones longevas y de idolatría por la juventud. En el cliché se cree que a las mujeres nos afecta más la vejez. Antes nos dejaban por otra siempre más joven. En algunas élites aún se mide la riqueza del marido por las operaciones de la esposa. La mujer desechable en “casa” ahora se topa en ese abandono al hombre desechable en lo laboral. Y ambos ya contribuyen al alza en la estadística de las enfermedades mentales. En su plan 2030 sobre Salud Mental, Organización Mundial de la Salud no sólo vaticina un futuro en el que el suicidio será una de las principales causas de muerte, sino que anticipa el aumento de la bipolaridad, la depresión como una de las principales causas de inhabilitación laboral e incluye entre los grupos más vulnerables a los hombres mayores de 50 desempleados.

¿Se es viejo a los 50 años en una época donde la expectativa de vida se ha extendido? ¿Se es inservible para las empresas en un momento en el que los años para jubilarse se han incrementado? ¿La vida laboral se ha reducido? Los jóvenes no consiguen trabajo porque les falta experiencia y años, y los adultos son despedidos porque les sobra experiencia y años.

Alfredo recién había cumplido 59 años, 35 de ser proveedor de la misma empresa, una que apenas unos días antes de su infarto fulminante anunciara que el proyecto para en el cual colaboraba concluía. Lo imagino con la angustia de asumirse fuera de la jugada, mirándose en el espejo con su bigote ya cano, con su pesada experiencia estorbando y siendo desechada por la inexperiencia que presume ir contra un sistema perverso que ha contribuido a que la independencia profesional aumente las ganancias. Alfredo creyó en un modelo que lo cobijó mientras su apariencia así lo permitía y que le prometió permanencia voluntaria.

Pienso en su muerte y no deja de parecerme cruel la silenciosa y lenta exclusión social por edad. ¿Cuándo nos empezamos a ver “viejos”? ¿Cuándo nos empiezan a ver viejos? Nos rendimos ante la juventud en un mundo que desdeña a los viejos. Hace unos años George Steiner advirtió que la siguiente guerra sería entre jóvenes y viejos.

Somos adultos más de tres terceras partes de nuestras vidas, y nadie nos prepara para ello.

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y  El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).

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Posted: January 6, 2019 at 9:48 pm

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