Essay
¡Oh, anagnórisis!
COLUMN/COLUMNA

¡Oh, anagnórisis!

Francisco Hinojosa

UNO

Hace unas semanas tuve la oportunidad de presentar un libro de ensayos de Hernán Bravo Varela: Malversaciones sobre poesía, literatura y otros fraudes (Almadía, 2019) en el marco de la Feria Internacional del Libro de Oaxaca. Para hacerlo, hablé apenas acerca de algunos de los poetas tratados por el autor: Rubén Bonifaz Nuño, David Huerta, Emily Dickinson, Oscar Wilde, Williams Carlos Williams, T. S. Eliot y José Lezama Lima, entre otros. Y también de los temas a los que dedica la mitad de su libro: las manos, las editoriales independientes, un complot que él y dos amigos quisieron hacer contra Octavio Paz y Jaime Sabines sin saber que muchos años antes lo habían tratado de hacer los infrarrealistas, el grito, el apocalipsis, los emoticones y la crítica enfurecida y policial de Avelina Lesper sobre la obra de Teresa Margolles. Dejé para el final a dos de sus poetas también consentidos para contar una anécdota personal, que aquí amplío más.

DOS

Cuando era niño, hacia los doce años, iba con frecuencia a escuchar los ensayos de Eduardo Mata al frente de la OFUNAM en el Auditorio Justo Sierra, luego renombrado Ernesto Che Guevara. Acudía por alguna amistad que mi abuela paterna tenía con la familia de quien era entonces su pareja. (No recuerdo mucho más al respecto, salvo que fui a su boda, con pocos invitados, en algún lugar del estado de Puebla y que los programas de mano, ya perdidos, estaban firmados por él y por Angélica María, amiga de su esposa).

Ya un poco mayor, hacia los 21 años (1975), acudí a la temporada completa que Mata dedicó a Gustav Mahler como director invitado de la OSN en Bellas Artes. No me perdí un solo concierto. Y me declaré, además de admirador del director de orquesta, fan del compositor austriaco. Tenía sus elepés y con frecuencia, sin que nadie me viera, en lo oscurito, dirigía (otra manera de escuchar) su primera sinfonía, Titán. Pero más tarde me convertí en un mayor entusiasta del adagietto de la quinta sinfonía y poco después de toda la segunda, La Resurrección.

Hacia 1986-87 la volví a escuchar en vivo, quizás por tercera vez, en la Sala Nezahualcóyotl. La dirigía un loco extraordinario: Gilbert Edmund Kaplan, quien había intentado de joven tocar algún instrumento, el corno francés, pero sin tener la disciplina que requiere cualquier aliento, algo que llevó a sus padres a invitarlo a tomar otro rumbo: las finanzas. En muy poco tiempo se convirtió en un lobo de Wall Street: hacia los 25 años ya había cosechado su primer millón de dólares. Sin embargo, la música seguía sonando en su cabeza. En 1965 acudió a un ensayo de la American Synphony Orchestra, bajo la batuta de Leopold Stokowsky, de La Resurrección y se enamoró de ella. “Yo entré a la sala como una persona y salí convertido en otra persona. Fue como si hubiera caído sobre mí una tormenta de relámpagos”, según cita de Pablo Espinosa (Revista de la Universidad de México, número 144). Dejó al lado sus grandes dotes como operador de la bolsa y se dedicó a estudiar música con el único fin de dirigir esa sinfonía. Lo hizo más de cincuenta veces. Murió hace tres años.

TRES

Regreso al libro de Bravo Varela. Cuando tenía diciocho años, Jorge Esquinca le presentó a Guillermo Fernández: “Este es Hernán, de quien te hablé. Pese a su corta edad, es buen poeta y un melómano tremendo”. Eludió el tema de la poesía y le preguntó al joven cuál era su compositor favorito, a lo que respondió con un listado de la A a la Z.

–¡No, joder! ¡Uno solo!

–Mahler –respondió con timidez.

Pero el poeta jalisciense insistió:

–¿Y qué de Mahler, maestrito?

–La Resurrección.

–Y cuál movimiento.

–El primero.

–¿Y qué del primero?

–El inicio.

Cuento esto porque dije en la presentación que yo había escuchado esa sinfonía dirigida por Gilbert Kaplan en la Nezahualcóyotl. En el camino del estacionamiento a la sala me encontré con Guillermo Fernández y Francisco Hernández (otro de sus poetas preferidos a quien dedica varias páginas de su libro): parecían como dos niños a punto de entrar por primera vez a Disneylandia (tres si me incluyo). Y aquí la revelación: oh, anagnórisis, el propio Hernán también había asistido a ese mismo concierto, de la mano de su padre, cuando tenía apenas unos siete años de edad.

 

Francisco Hinojosa es poeta, narrador y editor. Es autor y antologador de más de cincuenta libros y columnista de Literal. Su twitter es @panchohinojosah

 

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Posted: November 5, 2019 at 10:50 pm

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