Current Events
Peras y manzanas para machos

Peras y manzanas para machos

Nicolás José

Ante los feminicidios del último año y, más recientemente, la cause infâme de la niña Fátima, muchos hombres —diría la mayor parte— nos hemos sentido rebasados por la reacción de las mujeres mexicanas. No es para menos. La ira de las mujeres espeluzna, su violencia veja. Nos sentimos excluidos de la participación y de la indignación misma frente a los sucesos. Nuestra impotencia no halla referente. Es simple y llana impotencia sin derecho a réplica por el mero hecho de ser hombres. Ni los supuestos “machos progre” ni los “hombres deconstruidos” se salvan de la objetivación reductora. Nuestras opiniones no tienen cabida, calladitos nos vemos más bonitos. Se podría decir que hemos sido feminizados. Somos mucho menos de lo que realmente somos.  ¿Cómo se siente? ¿Verdad que no está chido? Es desgarrador.

Por todo esto, no es momento para debatir la complejidad de la coyuntura. Tampoco lo es para analizar los méritos de esta u otra vertiente del movimiento feminista. La política convencional, sobre todo, resulta inconsecuente. Mucho menos toca descalificar y mansplainear, por tomar prestado el término, o sacar el pecho y sumarse a una marcha de machos. Lo que corresponde es ser hombrecitos, como diría la abuela, y tratar de asumir la responsabilidad de nuestros actos cotidianos, incluso nuestra manera de estar en el mundo, que contribuyen consciente o inconscientemente a que la violencia de género se haya vuelto un modo de vida en nuestro país.

Lo que sigue son algunas sugerencias de carácter ético, un meta-mansplaineo, si se quiere, al hombre feminizado por el ímpetu del movimiento feminista.

Violencia estructural contra violencia estructurada

Cuando se habla de la violencia estructural del heteropatriarcado la galliza cacarea, descalificando histéricamente. El término incomoda, es arcaico, necio. No te sientes representado, pero sí acusado. Naturalmente activas los mecanismos de defensa. Lo niegas, lo reprendes, te distancias. Hasta te burlas. A fin de cuentas, el violador no eres tú. (A menos que sí lo seas, en cuyo caso el orden de acción es otro y mereces todo lo que te toque). Pero la cuestión es mucho más sutil. Que la violencia sea estructural no significa necesariamente que sea estructurada. Ésta última refiere a una aceptación y aprovechamiento de la primera, y como tal implica una intención. Resulta en un amplio espectro que va desde las redes de trata hasta leyes desiguales. Pero es el carácter estructural de la violencia el que nos afecta todos los días, y desde el cual se puede hacer un cambio. La violencia estructural incluye todos los actos, muchas veces involuntarios, que obstaculizan, limitan y violentan el desarrollo pleno de una persona, en este caso una mujer, por el simple hecho de serlo. Son comportamientos que se han gestado a través de la repetición desde las primeras alianzas matrimoniales entre aldeas en tiempos inmemoriales. Lo tenemos encarnado. Es un habitus, no una intención. Más, es un Doxa. Se refleja en los actos más aparentemente inofensivos. Ciertamente, a veces es difícil darse cuenta del valor violento de una acción. Puede ser algo que nos enseñaron como caballeroso, o algo truculentamente generoso como no cobrarle el cover a las mujeres en un antro. Las cosas nos parecen “naturales” pero no lo son. Se ofrece más fácil decirlo que desnaturalizarlo. Pero hay que hacer el esfuerzo. Empecemos por lo evidentemente estúpido, lo claramente no bienvenido. Hay que evitar la mirada soez y el piropo no buscado. Y no, no lo busca porque vista de cierta manera ni por el hecho de pasar frente a ti te está invitando al deseo. Está tratando de llegar de un punto a otro y tu comportamiento es un obstáculo que impide que lo haga libremente. Si lo sientes, guárdatelo, nadie lo quiere. Y esto es sólo un primer paso. Hay que estar atento constantemente. Tal vez, cuando llegó de un punto a otro sin violencia llegó a la escuela, o a la universidad, y es abogado, médico, ingeniero o cualquier otra ocupación arbitrariamente masculina. ¿Vas a dudar de su capacidad por ser mujer? Y si no la dudas, ¿dudarás de su aptitud como madre? Y así, sucesivamente, se tienen que ir acotando activamente las actitudes machistas. Con la acumulación y repetición de prevenciones, podemos desnaturalizar el comportamiento y debilitar, engrane tras engrane, su posición en la estructura de violencia. Tal vez, hasta llegues a respetarte a ti mismo. Pero hay que estar muy atento, no se puede bajar la guardia.

#Me too

El movimiento #me too, que empezó mediáticamente en 2017, fue una orgía de acusaciones que por momentos pareció una cacería de brujos. Sin duda, hubo oportunismos, ajustes de cuentas y exageraciones a destiempo. Pero la gran mayoría de los casos eran legítimos y evidenciaron la violencia de género que normalmente se calla. Sin embargo, creo que también corresponde a los hombres hacer un #me too inverso. Me refiero a una introspección sensible y honesta, cuanto más profunda se pueda, de las veces que cada uno de nosotros hemos participado en una agresión sexual de género. Puede haber sido por torpeza, por inexperiencia o por ignorancia, pero sin duda hemos participado. Por más pequeña e inconsecuente que parezca, tiene que salir a conciencia. Si se prefiere, hay que exclamar un “yo pecador”, hay que aceptar y entender para poder continuar en distinto camino. Por qué no, hablarlo con los amigos, aunque no sea de machos. Queda claro que los extremos penales son motivo de otra discusión. No obstante, cada una de nuestras acciones  en este sentido contribuye a que los extremos no sean atendidos con rigor y se fortalezca la estructura.

Teoría, vigilancia, acción

Señalar el comportamiento ofensivo de compañeros y amigos se revela como una tarea importantísima. Y no digo que haya que hacerlo desde la violencia represiva. De nada sirve obligar a alguien a abandonar un comportamiento. Eso constituiría un machismo redoblado. Más eficiente sería explicar, detenerse a considerar lo que se está haciendo o diciendo, buscar la empatía. Aunque todo el grupo lo celebre, hay que asumir la responsabilidad y salir al paso. Obviamente no es grato andar por el mundo como si uno tuviera la razón. A mí tampoco me parece grato sentir la necesidad de escribir este artículo. Pero mientras más se reduzcan los espacios para ese tipo de comportamiento, mejor. Del otro lado de la moneda. Si se nos señala a nosotros, no queda de otra más que escuchar, intentar entender y esforzarse por cambiar.

Pero es que las viejas son las primeras en…

Ni maiz palomero. A mí mismo me ha tocado tratar de detener una pelea violenta de pareja sólo para ser vituperado y golpeado por la mujer. Si mal no recuerdo lo que me dijo fue “es mi viejo y me pega si quiere”. Pero esto no significa que se esté sometiendo a la violencia de su pareja por gusto libre y voluntario. Todo mundo trata de acomodarse como mejor puede a las circunstancias, sobrevivir y hasta avanzar. La cuestión es a costa de qué. Si una mujer tiene que someterse a cierto tipo de comportamientos para responder a lo que se le inculcó, no significa que no preferiría poder asumir un rol que ella misma defina y trace. El otro lado del extremo resulta igualmente violento, el de la mujer en un puesto de autoridad. La que juzgan como brusca, frígida, machona.

No es normal este tipo de violencia. Por otro lado, tampoco es normal juzgar a alguien por hacer lo que tuvo que hacer para sobrevivir y sobresalir. O si eligió no ser madre. O si se la jugó y apostó por intentarlo todo a pesar de la falta de apoyo. O si tuvo una pareja ausente y desentendida que no obstante se denomina hombre. En corto, no es válido juzgar o usar como excusa una situación que no es más que la consecuencia de un sistema impar. ¿Tú que has hecho con todo y tus privilegios de hombre? ¿Qué hubieras hecho sin ellos? Todos, a fin de cuentas, queremos ser felices. ¿Quién manda tus propias ambiciones?

La próxima semana nadie se va a acordar

Para un país como México, que vive sumido en una nostalgia genealógica y monumental (más sobre esto abajo), la absoluta falta de memoria en torno a las víctimas de violencia es pasmosa. En parte tiene que ver con la abrumadora cantidad de asesinatos, violaciones, fosas clandestinas, etc. Parafraseando la terrorífica elocuencia del diario español El País, “nos desayunamos con un rosario de crímenes”. Los casos que se quedan temporalmente en la memoria son los más ignominiosamente mediáticos. En las últimas tres semanas: Ingrid, Fátima, los tres estudiantes de Puebla. Y es verdad, mañana será Verónica o Juana o Nicté. ¿Entonces de qué sirve reaccionar “histéricamente”?, como escribió un columnista burriciego, haciendo alarde —además— de su ignorancia de los valores histórica y patológicamente represivos para la mujer que evoca esa palabra. Por otra parte, tiene que ver con la forma en que hemos normalizado la violencia en general. No juzgo la necesidad de hacer la vida propia. Por cordura no podemos estar en todas. Todos nos indignamos, todos sentimos la impotencia, pero tenemos derecho de vivir en paz. Por eso categorizamos y trazamos la geografía de la violencia. Sabemos dónde no meternos,  Y a fin de cuentas, ¿quién los manda a robarse un camión con falso fondo de pasta negra? Si se metieron a una fiesta y mataron a unos cuantos, ¿en qué andarían metidos? Sólo se salvan casos tan estremecedores y excesivos como el de los 43 de Ayotzinapa. En los feminicidios sucede algo sensiblemente diferente. En cada mujer que muere violentamente, están todas las mujeres muertas de todas las mujeres. En cada asesinato, violación, agresión, va una amenaza implícita de su propia muerte. Porque ninguna, sea cual fuere su situación de vida, se salva de los obstáculos de la violencia estructural que referimos antes, cuyo desenlace inevitable tiende al mismo razonamiento normalizante de la categoría discreta de lo que les espera por el simple accidente biológico de ser mujeres. En una palabra, cada mujer mexicana carga con la muerte de todas las mujeres mexicanas. ¿Cómo se puede decir que la próxima semana nadie se va a acordar, que a las mujeres se les va a olvidar? ¿Con qué cara podemos aceptarlo como hecho recibido?

No me toquen las puertas

No creo que haya alguien a quien verdaderamente le guste ver al Ángel de la Independencia todo pintarrajeado, independientemente (valga) del color que se utilice. A mí me retuerce la panza cuando un personaje ilustre pierde la placa o la cabeza en una marcha, por ejemplo. Se piensa que el país debe andar muy bien si los monumentos son bellos y la vida es aparentemente armoniosa. Por mi formación en historia, supongo que me ofende doblemente. Pero la verdad es que mi malestar es absolutamente insignificante en comparación con la urgencia de las demandas de las mujeres. Hay que tomar en cuenta dos factores. Primero, esos monumentos representan, en el más fálico de los sentidos, el olvido al que se ha sometido a las mujeres mexicanas en la narrativa nacional. Peor aún, con su belleza esconden la violencia y el silencio, la represión y engalanan el espacio público, históricamente negado a las mujeres. Ante tal urgencia, no se puede pedir respeto a las puertas Mariana y de Honor porque esas puertas encierran, todo el dolor acumulado que a veces los hombres ni siquiera sospechamos. Segundo, no hay pedazo de concreto, o de mármol, o de cuento, que valga una vida humana. Esas no renacen y apenas se reconstruyen imperfectamente.

¿Cómo evitaste, Pepito, una violación?

La convencí, responde Pepito. Recuerdo haber oído ese chiste en la primaria, antes, siquiera, de que tuviéramos conciencia plena del acto sexual. No es ni remotamente chistoso, de entrada. Y revela, sobre todo, el tipo de formación machina con la que crecimos, por lo menos hasta mi generación. Sin duda hay cosas mucho más ingeniosas de nuestro sentido del humor que, no obstante, serían desveladas como violencia estructurante. No hay chiste que valga en este sentido. “Pero es la picardía mexicana”, se puede objetar. Si nuestro ingenio no da para más, ni cómo defenderlo.

Lo que el machismo se llevó

Imposible hacer justicia en un artículo. Conviene una lista que suscribo y acoto: dejamos de hacer cosas que nos gustan porque son de niñas/mujeres (¿cuándo fue la última vez que se compraron flores a sí mismos, por decir algo tradicional, que se dejaron conmover por la belleza sencilla y obvia?); no nos deja crear vínculos de amistad profunda (uno de mis amigos más cercanos, de más de veinte años, siente la necesidad de gruñir cuando nos damos un abrazo de saludo); nos hace actuar desde el ego y la prepotencia (siempre comparando tamaños y cantidades, negando la necesidad del padre, todo uno mismo solito porque yo porque yo porque yo); nos frustramos fácilmente con el deber de las expectativas externas (quiero escribir pero tengo que entrarle al negocio de la panadería, de qué voy a vivir, soy insaciable sexualmente pero luego no se me para); reprimimos nuestras emociones (total, si me hubieras querido ya te hubiera olvidado); se nos complica expresar sentimientos (“te quiero pinche puto hijo de la chingada”, no me dejes, no puedo); apenas podemos pedir ayuda (¡dejadme solo! ahorita me recupero, dejaré de llamarme…); genera inseguridades (¿inseguro yo? si son mis chicharrones los que truenan); ésta última no la digo porque tal vez me critiquen y se colapse todo lo que se supone que soy. Tenemos que ser estúpidos para no entender cuánto nos perdemos porque no se desmoronen nuestros pies de barro. Señores, ser machos nos hace mucho menos masculinos.

Madre

No cabe la menor duda de que el cambio climático es la mayor crisis de nuestros tiempos. Por todos lados nos asalta frenéticamente la muerte, no sólo personal ni de grupo, sino del planeta mismo según lo conocemos. Extraño decirlo en un país que por un lado se jacta de su riqueza natural y por otro batalla para que no se tire basura junto al letrero que dice “favor de respetar los espacios verdes”. La casa se quema, la vida se apaga. Es necesario actuar.

No quiero darle vuelo a la hilacha con esto, porque es mucho más complejo. Pero quiero señalar un eje que, de cierta forma, parte de una corriente del pensamiento feminista de los años sesenta del siglo pasado. Si la mujer es más cercana a la tierra que el hombre por su vínculo más estrecho con la naturaleza; por su capacidad dadora de vida; por formar parte en su constitución de los movimientos planetarios y las fuerzas gravitacionales; por las cuestiones más culturalmente estructurales como símbolo del domus que se proyecta, a su vez, en nuestra cosmogonía, ¿no nos corresponde cuidar de ella? Y no me refiero, si se pensaba, al macho proveedor. Me refiero a la necesidad de generar relaciones orgánicas para que la vida misma pueda continuar. ¿No depende de que la mujer pueda realizarse en plenitud de sí misma? ¿No resulta obvio que nuestra propia plenitud se queda en potencia sin relaciones orgánicas de género? Si agredimos a la mujer, cualquiera que sea, agredimos a la madre, destruimos la Tierra. En blanco y negro, nos limitamos, destruimos, vejamos, humillamos, etc… a nosotros mismos. ¿Y así cómo va a sobrevivir el planeta? Y México entre las piernas.

 

Nicolás José (Oxford, 1976). Antropólogo social. Poeta y ensayista. Autor, entre otros, de Maneras para trastornar la fe (Monte Carmelo, 2009).

 

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.


Posted: March 23, 2020 at 8:59 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *