Essay
Piezas sueltas
COLUMN/COLUMNA

Piezas sueltas

David Miklos

Escribo estas palabras el 8 de marzo de 2019, día internacional de la mujer, luego de recibir un par de noticias terribles: ha muerto la madre de una de las amigas de Anna, después de una lucha más que al final ganó el cáncer, y, después de una breve, inesperada enfermedad, murió el primogénito de una colega, tras siete años de enfrentar e imponerse a la vida con parálisis cerebral.

Pienso en las hijas de la primera y en la madre del último, en la orfandad que tiene nombre y en la pérdida que no lo tiene desde que la humanidad se iniciara en el lenguaje, como si perder un hijo no fuera compatible con cualquier campo semántico.

Luego nos pienso en el hospital, hace un año, en la calma chicha previa a que internaran a Bárbara al quirófano para que, programado, naciera Nicolás, que llevaba ya varios meses cómodamente sentado en el útero de su madre, sin la intención aparente de darse la vuelta y venir al mundo de manera natural, no intervenida.

El embarazo no había sido complicado, aunque sí molesto, como cualquier embarazo, y apenas el ginecólogo de Bárbara le dijo que Nicolás había llegado a término, fijamos el 17 de marzo como su alumbramiento inminente y futuro cumpleaños que, hoy, por fin, ya alcanzamos y rebasamos por varios días.

Ya no es 8 de marzo sino 22, cumplemés de Anna, y prosigo con estas palabras que luego se me antojan las piezas sueltas de un juguete, no un Lego sino uno de esos artefactos a los que siempre les hacía falta algo para funcionar —pilas, un engrane, algún cable— y que nos invitaban a la fugaz pero intensa frustración infantil.

Digresión aparte, vuelvo a la sala de operaciones, en donde a Bárbara le hacen un bloqueo mientras yo espero afuera, acompañado por el neonatólogo que me indica dónde debo cambiarme y disfrazarme de médico para, llegado el momento, sumarme al corro de doctores que traerán a Nicolás a esta parte del mundo, afuera de su mamá.

El momento, claro, llega, y la calma chicha se convierte en feroz vértigo cuando el ginecólogo dice, anuncia, invita: “Puede entrar el padre”.

El padre cruza el umbral del quirófano y pasa al lado de la madre, el vientre abierto, la entraña expuesta a los asépticos elementos, y se coloca detrás de su cabeza y protegido por un velo, una cortina que no los deja ver lo que los médicos hacen.

Hay mucho movimiento, sangre que fluye, de pronto, por un tubo, como si ocurriera algo inesperado, la madre se queja, sufre pese al bloqueo.

Pero no.

No hay complicaciones y ya el bebé deja el útero y flota en el aire, sostenido por el ginecólogo, que corta un primer tramo del cordón umbilical y le pasa el bebé al neonatólogo, que jala al padre del brazo y lo lleva más allá de la madre, cuyo vientre habrá que cerrar, para que lo acompañe a la revisión del hijo recién nacido.

El bebé llora y hay tubos que entran y salen de su boca y de las fosas nasales, manipulados hábil y rápidamente por el neonatólogo, que no deja de explicarle al padre todo lo que hace y decirle que todo está bien.

Todo está bien.

Hasta que no está bien.

De la mano derecha del bebé se despliega un racimo de pequeños y hermosos dedos, meñique, anular, medio, índice y un pulgar que se bifurca en dos falanges y muestra dos uñas idénticas, Nicolás no tiene diez sino once dedos, veintiuno en realidad.

El neonatólogo repara en el azoro del padre y le anuncia que no es nada grave, que el bebé nació perfecto, que la duplicación que ahora observan no es nada más que eso, una duplicación genética, polidactilia, común y corriente y habitual en México, el bebé está bien, el bebé es perfecto, Nicolás no tiene problema alguno.

El padre, yo, me vuelvo a ver a la madre, Bárbara, que sonríe plenamente ante el atisbo de Nicolás en mis brazos, nos despedimos brevemente de ella, llevaremos a nuestro hijo al cuarto de recuperación y yo iré a esperar a ambos a la habitación que en el hospital nos han asignado, de vuelta a la calma chicha.

Y a la angustia.
Nicolás tiene seis dedos.
Once.
Veintiuno en realidad.
Blackjack.
Es muy probable que hayamos concebido a Nicolás en Las Vegas.
O en Zipolite.

Fue hace un año que viajamos, Bárbara y yo, un primer viaje en forma, unas vacaciones, primero algunos días en el mar, después algunos días en los casinos y en el Strip, de la playa virginal al desierto invadido.

Allí, en la playa, en un hermoso hotel oculto de todo, había un gato anaranjado, un cachorro apenas.

Un gato con polidactilia.
A Hemingway le encantaban los gatos y tuvo muchos gatos con polidactilia.
A mí me encantan los gatos y tengo un hijo con polidactilia.

Poco antes de operar a Nicolás, hace un par de semanas ya, Bárbara me muestra o me menciona un reportaje sobre los gatos de Hemingway, y hace alguna broma sobre la concepción de Nicolás y el gato con polidactilia de la playa.

De pronto, de nuevo, la calma chicha.
La espera en el hospital.
Ha llegado el día de operar a Nicolás.
El cirujano nos explica que no se trata de quitarle un dedo.
No será una amputación.
El cirujano nos dice que de ese par de dedos hará uno solo.
Un dedo con alma doble.
Bárbara le dice que quisiera preservar el hueso, esa falange extra.

El cirujano le explica que eso será muy complicado, que las pequeñas partes que no serán reintegradas al dedo nuevo de Nicolás se irán a patología, como si fueran un cadáver.

Piezas muertas.
Piezas sueltas.
Bárbara acompaña a Nicolás al cuarto preoperatorio.
Yo me voy a la habitación que el hospital nos ha asignado.
Y espero.
Esperamos.

Ninguno de los dos está allí cuando nuestro hijo deja de tener un dedo físicamente doble.

Cuando Bárbara baja a recuperar a Nicolás, poco antes de que ceda el efecto de la anestesia, nuestro hijo ya no es en apariencia distinto, aunque sigue teniendo un dedo con alma doble.

Pero esto ya lo dije.
Piezas sueltas.

El día que llevamos a Nicolás a revisión, una semana después de la cirugía, su médico nos entregó el informe que le envío patología.

Pulgar supernumerario.
11 meses de edad con polidactilia.
Tres fragmentos de piel y falange.
Eso es todo.
Piezas sueltas.
Pienso en Majo y en Albert, que ya no están más aquí desde el 8 de marzo.
Y aquí están.
Aquí están todas mis piezas sueltas, reunidas.

 

David Miklos es autor de La piel muertaLa hermana falsa La gente extraña, así como de La pampa imposible, su novela más reciente. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como director de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.

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Posted: March 26, 2019 at 10:20 pm

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