Essay
Reyes, Paz, Monsiváis. El ensayo como albergue

Reyes, Paz, Monsiváis. El ensayo como albergue

Jesús Silva-Herzog Márquez

Si el ensayo es el género de la cordialidad, Alfonso Reyes sigue siendo nuestro máximo ensayista. En sus paseos se encuentra esa hospitalidad que es el sello de la identidad ensayística. Sus artículos no dictan cátedra, no sermonean, tampoco riñen. Ofrendas de amistad. El conversador continúa la palabra de otros, acompaña, ayuda. Para el temperamento literario, señaló en algún lado, escribir es respirar. No es respiración por ser simple espontaneidad fisiológica, sino por ser un lavado del ánimo: la combustión de los rencores, transformación de la inquina venenosa en oxigenada divergencia.

El ensayo es el hijo caprichoso de una cultura abierta, dijo Reyes al describirlo memorablemente como “el centauro de los géneros.” Mestizaje del arte y la ciencia, en el ensayo hay de todo y cabe todo. Caben todos, agregaría. Si Montaigne abrió el espejo de sus cuadernos para que cupieran todos los Montaignes que él era, la prosa de Reyes es la calle por la que puede caminar todo mundo. Cuando el regiomontano ingresa al terreno de la polémica no incurre en la burla ni le tienta la posibilidad de descuartizar al otro con un párrafo intransigente. Por el contrario, rehúye el imán de simplificación y rechaza las incitaciones de los extremos. La honestidad del escritor le impide pensar como si las cosas tuvieran solamente una cara.

Los académicos insisten en verlo en falta: no aparece su obra cumbre, no publicó ese libro indispensable, no aportó el texto canónico. No era el especialista nutrido en las fuentes originales, no hablaba griego, escribía de oídas. Absurdas críticas para el ensayista. Lo importante de la prosa de Reyes es la carretilla, no el bulto de ladrillos que transporta, ha respondido bien Gabriel Zaid: “Un inspector de centauros difícilmente entenderá el juego, si cree que el centauro es un hombre a caballo; si cree que el caballo es simplemente un medio de transporte. El ensayo es arte y ciencia, pero su ciencia principal no está en el contenido acarreado, sino en la carretilla; no es la del profesor (aunque la aproveche, la ilumine o le abra caminos): su ciencia es la del artista que sabe experimentar, combinar, buscar, imaginar, construir, criticar lo que quiere decir, antes de saberlo.”

 El ensayo de Reyes expresa una victoria sobre el odio. Un hombre que se recuerda mutilado tras el sacrificio de su padre (“una oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo”) se reconstituye a través de una escritura sin rabia ni codicia. Su ensayo puede leerse como el mejor contraveneno del odio que insisten en inyectarnos. No lo redacta ninguna manía, ninguna pose ostentosa, ninguna misión vengadora, ninguna cruzada de iluminado. No escribe contra otros: conversa con muchos. Su obra es una apuesta por la convivencia en un país desgarrado por la barbarie. “Tomar partido es lo peor que podemos hacer”, escribe en su “Discurso por Virgilio”. La discordia es el error.

Cioran escribió que el drama de Alemania era no haber tenido un Montaigne. El nuestro es mayor: lo tuvimos y no lo leemos.

 “No veo con los ojos: las palabras son mis ojos.” Si Octavio Paz pronunció en alguna ocasión esta frase, pudo igualmente decir la oración complementaria: no pienso con la mente: las palabras son mis ideas. No es poeta quien escribe poesía sino quien piensa en poesía. Enrico Mario Santí lo definió bien: Paz afirma los derechos de la poesía. En su defensa de los derechos del decir poético, Paz, más que escribir una biblioteca, construyó toda una cultura; mejor: una civilización. No exagero: Paz fue un hombre-civilización. Si la obra de Alfonso Reyes, el otro gigante literario del siglo XX, cabe en una casa espléndida: una terraza desde la que se ve el valle de México, un comedor, una biblioteca, un salón de recuerdos personales, una capilla personal, la obra de Paz demanda un albergue mayor. La suya es una obra sin esquinas; su mirada atraviesa siglos y culturas, su pluma ignora las caprichosas alambradas de las disciplinas. Su inmenso follaje constituye toda una civilización porque, desde el saber de la poesía, explora el erotismo y la gastronomía, la historia y el mito; la pintura, los sueños, la fe; lo íntimo y lo político. Una roca, una caricia, un retrato, una fiesta, una idea.

La civilización Paz tiene una relación filial y polémica con la modernidad. Desciende directamente de la modernidad porque comparte su raíz: la crítica. Una palabra diminuta es la hélice que impulsa la crítica: no. El escritor debe ser la voz solitaria que pronuncia el monosílabo frente a los poderes. Pero también es un hijo rebelde de la modernidad porque advierte el vacío de lo moderno, porque exalta la comunión, el amor, el mito. La modernidad, siendo nuestro destino, implica un extravío. Lo dice en El arco y la lira: “nos hemos alejado de nosotros mismos al perdernos en el mundo. Hay que empezar de nuevo”. La modernidad es un desprendimiento que amenaza su fuente: la persona.

El otro es el protagonista de su obra. El goteo de su poesía es un ir y venir de los rivales, una sintonía de los contrarios. Por eso el otro es el corazón de uno mismo. Esa es la llave de El laberinto de la soledad, el libro que, siendo el más leído de Paz es también el texto que más ha envejecido. Esa es la conclusión de Posdata: la otredad nos constituye. Lo dice muy claramente al hablar de los versos de Luis Cernuda: ser es desear lo otro. “Cada vez que amamos, nos perdemos: somos otros. El amor no realiza al yo mismo: abre una posibilidad al yo para que cambie y se convierta. En el amor no se cumple el yo sino la persona: el deseo de ser otro. El deseo de ser.” De ahí viene, seguramente su apetito de reconocimiento:

            los otros que no son si yo no existo,

            los otros que me dan plena existencia.

 Si hospedamos en nuestra entraña al otro, la generosidad se convierte en la atmósfera vital de la convivencia. Piedad frente a los derrotados de ayer, respeto al adversario de hoy. Octavio Paz rechazó los agujeros negros de la memoria oficial e iluminó con su elegancia capítulos fundamentales de nuestra historia. La Colonia, gracias al hermoso retrato de sor Juana, ha dejado de ser un pozo sombrío. Advirtió igualmente los arcaísmos de nuestra estructura política, los rasgos cortesanos de su régimen, el patrimonialismo de su gobierno. Llegó a la democracia no por fe, sino por la duda. La democracia era para él algo más que parlamentos, votos y leyes: era diálogo, crítica. Memorioso y clarividente, Octavio Paz afirmaba que el tiempo de la libertad era el mismo que el tiempo del amor: hoy. “Aquel que construye la casa de la felicidad futura edifica la cárcel del presente.”

Su compleja relación con México no tropezó nunca en la declamación. México fue una obsesión: su forma y sus colores, su lenguaje, sus mitos, su historia, sus poetas. Todo fue estudiado, evocado por Paz en páginas brillantísimas que nunca terminarán de decir lo que nos tienen que decir. De ahí el clasicismo de Octavio Paz: sus textos no solamente serán leídos por siempre, sino que sus letras nos leerán, nos interrogarán toda la vida. La interminable inmersión en aguas mexicanas estuvo, desde muy temprano vacunada contra el sarampión del nacionalismo, esa terrible enfermedad del siglo, ese monumento de la falsificación histórica y de la impostura artística. El precedente de los Contemporáneos y, en concreto, de Jorge Cuesta, fue determinante para asentar su divisa: los mexicanos somos contemporáneos de todos los hombres.

 La civilización paciana es, ante todo, indisputada soberanía de la palabra. Todas sus meditaciones son un diálogo, un combate con, para el lenguaje. El poeta trabaja para afirmar el reino de la palabra. Su caligrafía dibujaba letras con sensualidad y precisión: líneas de escuadra y de muslo. En cada párrafo, en cada ensayo, en cada poema, en cada discurso, la palabra cristalina, luminosa. Esa es la herencia última de su obra: el culto a la transparencia. El amor por la palabra no es evasión del mundo, es compromiso, amor por la claridad, honestidad intelectual. “Frente a la tos, el vómito y la mueca” Octavio Paz fue, como quiso ser: “día despejado, luz mojada sobre tierra recién llovida”.

Es una pena, pero el nombre de Carlos Monsiváis terminará adornando edificios públicos. El odiador de la pompa parlamentaria, inmortalizado en letras de oro. Más temprano que tarde su apellido se asentará en mármol. Monsiváis, el iconoclasta, resultó fundador de la nueva cultura oficial. Valdría la pena que el homenaje le hiciera honor a su ironía: estatua ecuestre para Monsiváis. Su mirada (no lo aplaudo) se volvió hegemónica. Tal vez no nos hemos percatado de la manera en que la idea México fue transformada por la tenacidad de sus párrafos. México se observa hoy, en buena medida, desde sus anteojos.

 Valdría la pena hablar de la ambición intelectual de Carlos Monsiváis y, sobre todo, de su poder. Podría pensarse que una obra tan abundante y tan despeinada tiene vida de papel periódico: crónicas hechas para la lectura apresurada y el envoltorio del pescado. Desparramada en miles de publicaciones, brincando de tema en tema, enlazando lo exquisito con lo trivial, su escritura esconde el hilo. Se trata de una imponente labor de curaduría nacional: hospedar ficciones y acontecimientos; imágenes y melodías; héroes y villanos; eruditos y vedettes en el mosaico de la cultura mexicana. Una cuidada edición de su obra revelará el impacto que ha tenido entre nosotros su manera de ver. Sus retratos de poetas y galanes de cines son certificados de pertenencia. Sus crónicas los aloja en el paisaje nacional con plenos derechos. La cultura mexicana se espesa con esa prodigiosa diversidad que Monsiváis documentó como nadie. Nuestra cultura no es, no puede ser el patrimonio de los eruditos y los inspirados: es nuestro vocabulario común.

Por eso no creo exagerado ubicarlo en el linaje de Alfonso Reyes y Octavio Paz. Como ellos, escribió convencido de que escritor y escritura son arcilla de la comunidad. Monsiváis está lejos, por supuesto, del ceremonial literario de estos poetas que incurrieron en la diplomacia. Pero, como ellos, honra aquella convicción de que la cultura es la verdadera formadora de comunidad. El intelectual como minero de riquezas desconocidas, y guardián del patrimonio común. El intelectual como el responsable de hacer habitable la nación. Reyes, Paz, Monsiváis representan tres búsquedas de nuestro albergue.

Leyendo a Reyes, el helenista, Carlos Monsiváis escribe que la inteligencia fabrica ciudades. La suya, como la de sus dos predecesores, ha forjado nuestra aldea. Reyes, buscaba enseñanzas en la antigüedad clásica. Pedía, para las izquierdas, el latín. Para las derechas, también. No aceptaba la condena a lo extranjero y lo remoto: lo mejor está siempre vivo y es nuestro. Paz escudriñó los símbolos de México para darle al país un espejo de mitos poéticos. Quiso encontrar nuestra cara en las metáforas de la memoria. Ambos pretendieron, con la persuasiva seducción de su elogio, moldear el lenguaje y la imaginación de México. No es distinto el propósito de Monsiváis el cronista, el crítico, el activista. El coleccionista no va en busca de lecciones ahí donde brotó la civilización occidental. Tampoco paladea las insinuaciones de la soledad mexicana o los emblemas de la conquista. Nos invita a conocer las carpas, los sonetos, las telenovelas, las fiestas, los chistes, las organizaciones de la gente. México no necesita ser instruido por la filosofía ateniense ni ser inventado por la poesía: merece ser visto. A verlo y a mostrárnoslo, se dedicó Carlos Monsiváis.


Posted: June 7, 2012 at 10:30 pm

There are 3 comments for this article
  1. Luis R Sand at 10:13 am

    Muy buen artículo. Sólo para acotar que alguna vez oí a Monsiváis (seguro en TV) decir que esperaba que se le hiciera un “busto ecuestre”.

    Saludos.

  2. anonimo at 12:45 pm

    Pensé que esta nota iba a ser mejor de lo que fue. Es muy repetitivo y reverencial, lleno de lugares comunes, y de demasiados adornos para tres escritores que no los necesitan.

    • jose donato rodriguez at 11:04 am

      ciertamente no los necesitan… pocos; pero muchos vaya que sí los necesitamos. Gracias señor Silva-Herzog. jd

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