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Rubén Ortiz: Lowriders

Rubén Ortiz: Lowriders

Fabián Cerejido

Rubén Ortiz

Rubén Ortiz Torres ha venido trabajando con los Lowriders por más de una década. En la elaboración de performances, objetos, fotografías y material fílmico generados para este cuerpo de trabajo, Ortiz Torres ha asumido posiciones e implementado estrategias originales, inesperadas y, según espero poder mostrar, efectivas.

Estas posiciones y estrategias constituyen un jugoso aporte crítico a una temática que apremia al mundo del arte contemporáneo en estos tiempos de resurgimiento de la izquierda latinoamericana: el realineamiento del quehacer artístico en relación a lo extra artístico, lo popular, los mitos identitarios y la política.

En términos generales, en su trabajo multidisciplinario Ortiz Torres conjura, entrelaza y proyecta subculturas, narrativas y discursos emancipatorios. Su interés no es escenificar y mostrar cómo estas construcciones están sujetas a flujos de sentido fácticos y contingentes sino a crear instancias metafóricas y enjambres asociativos más deliberados y movilizantes.

En este breve texto me propongo revisitar La zamba del Chevy, una obra de 1999 en la que Ortiz Torres aplica estas instancias metafóricas y enjambres asociativos para emparentar al Lowrider Chicano con el mito del Che Guevara.

“La Zamba del Chevy” tiene dos componentes principales: un Chevy Impala 1960 refaccionado (“custumizado”) y un video 3D que dura 5 minutos.  Cada vez que se exhibe esta obra el público puede ver el carro estacionado en la galería o museo y en performances en las que el chevy “baila” gracias a un sofisticado sistema hidráulico, elemento principal de su “custumización”. El video 3D se exhibe en un loop contínuo en una sala independiente. En la puerta de esta sala se pinta un esténcil de la icónica y omnipresente fotografía del Che pero con anteojos 3D blancos.

Los performances de La Zamba del Chevy, a los que Ortiz llama “bailes”, envuelven al público en una marea celebratoria y bombástica donde las intrincadas referencias se funden y “desdiferencian”. El Chevy, manejado con un switch-bord por el virtuoso custumizador Salvador “Chava” Muñoz, salta y hace alarde de la potencia y versatilidad de una suspensión modificada, como los carros en los videoclips de rap y hip hop Chicano. Todo esto al ritmo de una música ensordecedora que incluye un bombástico bajo percusivo que hace vibrar el piso, los vidrios y las monedas en los bolsillos.

El público se arremolina al rededor del coche y algunos acusan los estruendos del bajo moviendo la cabeza y los brazos. En el video 3D las imágenes estereoscópicas y la misma música saturan e invaden los ojos y los oídos de los asistentes.

Entre estas pulsaciones y la fascinación de los saltos, casi no se perciben los elementos disonantes que sí destacan cuando el carro se encuentra estacionado o cuando la atención dedicada a la pieza no está dominada por la celebración estridente y confusa: uno es el cuerpo principal del Chevy, cubierto de una capa verde oliva de camuflaje militar. Esta capa no brilla como la pintura industrial de un carro y deja ver las pinceladas gestuales con que ha sido pintado, cosas enteramente ajenas a los carros de los videoclips de hip hop. El otro elemento disonante que emerge es la canción que, de nuevo y ajena al intoxicamiento sónico del performance, revela un ritmo atípico para un Lowrider: es una zamba (no samba) sudamericana.

Esta discontinuidad es como un trastablilleo que emerge antes o después del performance y anuncia un cambio de tesitura. La obra ahora opera en un registro más conversado y menos exaltado en el que se nos cuenta –o nosotros mismos investigamos– qué hay detrás del camuflaje verde oliva pintado a mano (el traje de fajina del Che y el estudio del artista), qué hay detrás del título equivoco La Zamba del Che, qué se anuncia con la samba “inadecuada”.

Lo que sostiene este registro no es sólo la riqueza y diversidad de las referencias y episodios que toca, o el rango de experiencias humanas que conjura, sino la fascinación y amplitud de los puentes asociativos que establece. Las conexiones son a la vez ciertas y deseadas, generan una combinación de viabilidad y deseo, lo que constituye el aspecto más profundo de la obra confiriéndole su impronta original.

Para explorar mejor el enjambre asociativo ocupémonos de las referencias más sobresalientes y consideremos cómo han sido elegidas, inscritas y articuladas en la obra.

¿Qué sucede con la canción? La pieza en ritmo de zamba que el Chevy “baila” es una versión modificada de La Zamba del Che, íntimamente ligada a la vida de Ortiz Torres lo mismo que a la cultura de la izquierda latinoamericana de los años 60 y 70. Escrita por su propio padre en ocasión de la muerte del Che a fin de los sesenta y popularizada por el cantautor chileno Víctor Jara unos años antes de morir a manos de la dictadura de Pinochet, La zamba del Che es una de las canciones más famosas que se hayan escrito en su honor. La versión incluida en la obra no es la original, más bien sombría y acompañada sólo de guitarra y bombo. Ésta es una versión que incorpora acentos tecno y del bombástico bajo percusivo al que hice referencia antes. Fue hecha ex profeso por el rockero uruguayo Carlos Casacuberta, amigo y compañero de escuela de Ortiz Torres, quien vive en Montevideo pero en los setenta y ochentas, como tantísimos sudamericanos, vivía exiliado en México.

El gesto de sustituir la grabación original de la canción por la versión tecno rock rapera de Casacuberta tiene, además de un guiño hacia el Lowrider Chicano y sus videoclips, una puesta al día generacional. Si bien es cierto que el gesto tiene algo de crítica a la híper-seriedad y el dogmatismo de la izquierda de aquella época, tiene mucho más de rescate y expansión de su substrato utópico.

¿De qué da cuenta la reunión entre el Che y el Chevy? La yuxtaposición del icónico auto americano y el Che parece –y hasta cierto punto es– una superposición de opuestos, aunque es también una referencia a un aspecto singular y poco conocido de la vida del Che en Cuba en los primeros meses de la Revolución: sus paseos por La Habana en un Chevy Impala 1960. Esta confluencia inscribe en la obra un ritual celebratorio e indulgente, un Che que parece cumplir con un sueño adolescente y los primeros, auspiciosos años de la Revolución Cubana.

Es este Che con su fascinación automotriz y sus deleites ya expuestos el que Ortiz Torres hace comulgar con el carro refaccionado y danzante. Este modelo de Chevy, lejos de ser un extraño en el mundo del Lowrider, es uno de los carros del hip hop clásico, usados por figuras veneradas del mundo del rap. El puente asociativo crispa, amplifica y desea lo latinoamericano y lo emancipatorio del Lowrider Chicano. Bajo el hálito del Che se vuelve visible el ímpetu emancipatorio gracias al cual lo bajo de la marginación social y lo bajo y lento del carro cargado de materiales se trastoca en la lentitud voluntaria del deleite autoadministrado, del que se demora para mirar y que lo miren, del que se festeja.

Digamos para concluir que en La Zamba del Chevy Ortiz Torres logra hacer patentes y combinar los elementos mas auspiciosos del Lowrider Chicano con las narrativas y discursos emancipatorios asociados al Che para que se potencien mutuamente y puedan imaginarse en sintonía productiva. Digamos también que esta forma de descubrir, desear y urdir puentes asociativos es acaso preferible a la que postula que el arte debe concentrarse en documentar experiencias reales, producir significados inestables, categorías desestabilizadas y desenlaces inesperados.


Posted: November 2, 2013 at 9:02 pm