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Solidaridad para flojos: Contra el activismo digital

Solidaridad para flojos: Contra el activismo digital

Malcolm Gladwell

Traducción al español de David Medina Portillo

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A las 16:30 p.m. del lunes 1 de febrero de 1960, cuatro estudiantes universitarios se sentaron en la cafetería de Woolworth en el centro de Greensboro, Carolina del Norte. Eran estudiantes de primer año en el North Carolina A.&T., un colegio de negros a un kilómetro de distancia.

Uno de los cuatro, Ezell Blair, le pidió a la camarera: “Una taza de café, por favor”. “Aquí no servimos a negros”, respondió ella.

El desayunador tenía una larga barra en forma de L para albergar a unas sesenta y seis personas, con un snack bar para estar de pie en el extremo. Los asientos eran para los blancos, el bar para los negros. Otro empleado, una negra que trabajaba en la cocina, se acercó a los estudiantes tratando de persuadirlos: “¡Qué están haciendo, estúpidos!” Sin embargo, ellos no se movieron. A las cinco y media las puertas de entrada ya estaban cerradas con llave. Aquellos seguían sin moverse. Finalmente, se marcharon por una puerta lateral. En el exterior se había reunido ya una pequeña multitud, entre ella un fotógrafo del Greensboro Record. “Volveremos mañana con el A.&T. College”, dijo uno de los estudiantes. A la mañana siguiente, la protesta se incrementó a veintisiete hombres y cuatro mujeres, la mayoría del mismo colegio que los cuatro primeros. Los hombres vestían de traje y corbata. Habían traído sus tareas escolares para trabajar mientras permanecían en plantón frente al mostrador. Los estudiantes “negros” de la escuela secundaria Dudley High de Greensboro se unieron el miércoles y el número de manifestantes aumentó a ochenta. Para el jueves llegaban a 300, incluidas tres mujeres blancas. El sábado alcanzaron 600 y la gente comenzó a ocupar la calle a todo lo largo. Unas adolescentes blancas portaban banderas de la Confederación. Alguien arrojó un petardo. Al mediodía, arribó el equipo de fútbol del A.&T. “Aquí viene el cuerpo de demolición”, gritó uno de los estudiantes blancos.

El lunes siguiente, el plantón se había extendido hacia Winston- Salem, a veinticinco millas, y a Durham, a cincuenta millas de distancia. Un día después se unieron los estudiantes del Fayetteville State Teachers College y los del Johnson C. Smith College, en Charlotte. El miércoles siguiente los del St. Augustine’s College y la Shaw University de Raleigh. Para el jueves y viernes las protestas habían cruzado las fronteras estatales, extendiéndose a Hampton y Portsmouth, Virginia; lo mismo que a Rock Hill, Carolina del Sur y Chattanooga, Tennessee. A finales del mes había plantones en todo el sur, hacia el oeste y hasta Texas. “Le pregunté a todos los estudiantes cómo había sido el primer día de protestas en su campus”, escribió Michael Walzer en Dissent. “Y la respuesta era siempre la misma: fue como una fiebre, todo el mundo quería ir.” Finalmente, participaron unos setenta mil estudiantes. Miles de ellos acabaron detenidos y otros miles más se radicalizaron. Estos acontecimientos de los años sesenta se convirtieron en una lucha por los derechos civiles que asedió el sur durante el resto de la década y todo sucedió sin e-mails, mensajes de texto, Facebook o Twitter.

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El mundo, nos dicen, está en medio de una revolución. Las redes sociales como nuevas herramientas han reinventado el activismo social. Con Facebook, Twitter y similares la relación tradicional entre autoridad política y voluntad popular se ha puesto patas arriba, tornando imposible coordinar, organizar y dar voz a sus preocupaciones. Cuando diez mil manifestantes salieron a las calles de Moldavia en la primavera de 2009 para protestar contra el gobierno comunista, la acción se denominó Revolución de Twitter debido al medio empleado para reunir a los manifestantes. Unos meses después, cuando las protestas estudiantiles sacudieron Teherán, el Departamento de Estado tomó la inusual decisión de pedir a Twitter la suspensión del mantenimiento de su sitio web: la Administración no quería que esa herramienta de organización estuviera fuera de servicio durante las manifestaciones.

“Sin Twitter el pueblo de Irán no habría sentido el poder ni la confianza para defender la libertad y la democracia”, dijo Mark Pfeifl e, un ex asesor de seguridad nacional, quien más tarde hizo también un llamando para que Twitter fuera nominada al Premio Nobel de la Paz. Donde los activistas habían sido identificados alguna vez por sus causas, ahora se definían por sus herramientas. Los Guerreros de Facebook están en línea impulsando el cambio. “Ustedes son la mejor esperanza para todos nosotros”, dijo James K. Glassman (un ex alto funcionario del Departamento de Estado) a un grupo de ciberactivistas en una reciente conferencia auspiciada por Facebook, AT&T, Howcast, MTV y Google. Sitios como Facebook, dijo Glassman, “otorgan a los EE.UU. una importante ventaja frente a los terroristas. Hace algún tiempo, dije que Al Qaeda estaba ‘comiéndose nuestro lunch en internet’. Ya no es el caso. Al Qaeda se ha quedado atascado en la Web 1.0. Internet es ahora interactividad y conversación.”

Esto es tremendo y desconcertante, afirman. ¿Por qué es importante quién se está “comiendo nuestro lunch” en internet? ¿Las personas que inician su sesión de Facebook son realmente la mejor esperanza para todos nosotros? En cuanto a la llamada Revolución twitteada de Moldavia, Evgeny Morozov (un estudioso de la Universidad de Stanford y el más sólido de los críticos de la evangelización digital) señala que Twitter tiene un significado escaso en Moldavia, un país con muy pocas cuentas de Twitter. El país tampoco parece haber vivido una revolución, menos cuando las protestas –como sugiere Anne Applebaum en el Washington Post– pudieron haber tenido un poco de arte escénico ideado por el gobierno. (En un país paranoico a propósito del revanchismo rumano, los manifestantes ondearon una bandera rumana sobre el edificio del Parlamento.) En el caso de Irán, por su parte, la gente que twitteó sobre las manifestaciones eran casi todas occidentales. “Es hora de entender el papel de Twitter en los acontecimientos por los derechos en Irán”, escribió Golnaz Esfandiari en Foreign Policy el verano pasado. “En pocas palabras: no hubo ninguna revolución twitteada en Irán”. Un líder de bloggers prominente como Andrew Sullivan –quien defendió el papel de las redes sociales en Irán, continúa Esfandiari– malinterpretó la situación. “Los periodistas occidentales que no pudieron alcanzar–¿o no se molestaron en llegar?– a aquellos en el terreno de las noticias en Irán, sólo se desplazaban entre los tweets posteados en inglés bajo la etiqueta ‘iranelection’. Y nadie parecía preguntarse por qué la gente que intentaba coordinar las protestas escribía en un idioma que no era el persa”.

Parte de esta maravilla era previsible. Los innovadores tienden a ser solipsistas. A menudo quieren meter todos los hechos de la calle y la experiencia en su nuevo modelo. El historiador Robert Darnton ha escrito a este respecto: “Las maravillas de la tecnología de la comunicación en el presente han creado una falsa conciencia sobre el pasado; incluso, propician la sensación de que la comunicación siempre existió o, en su defecto, que no existió nada de importancia antes de los días de la televisión e internet”. Pero hay algo más en juego aquí, en el entusiasmo desmesurado de los medios de comunicación social. Tras cincuenta años de uno de los episodios más extraordinarios de la agitación social en la historia estadounidense, parece que hemos olvidado qué es el activismo.

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El Greensboro de principios de los años sesenta fue el tipo de lugar donde la insubordinación racial se enfrentaba habitualmente con la violencia. Los cuatro estudiantes que por primera vez se sentaron en el mostrador de comida estaban aterrorizados. “Supongo que si alguien se hubiera acercado gritándome por detrás ¡buh! creo que me habría caído”, confesó uno de ellos más tarde. En el primer día el gerente notificó al jefe de la policía, quien de inmediato envió a dos oficiales. Al tercer día, una pandilla de matones blancos se presentó y colocó ostentosamente detrás de los manifestantes murmurando epítetos ominosos como “negro cabeza de rebaba”. Un líder local del Ku Klux Klan hizo su aparición. Para el sábado las tensiones aumentaron y alguien llamó con una amenaza de bomba. El lugar entero tuvo que ser evacuado.

Los peligros eran aún mayores en el Mississippi Freedom Summer Project de 1964, otra de las atalayas del movimiento por los derechos civiles. El Student Nonviolent Coordinating Committee reclutó a cientos de miembros en el norte –voluntarios en su mayor parte blancos– para echar a andar las Freedom Schools, así como registrar a votantes negros y elevar la conciencia sobre los derechos civiles en el Sur profundo. Fueron instruídos así: “Nadie debe ir solo a ninguna parte, incluso en automóvil y menos en la noche”. A los pocos días de haber llegado a Mississippi, tres voluntarios –Michael Schwerner, James Chaney y Andrew Goodman– fueron secuestrados y asesinados; durante el resto del verano, treinta y siete iglesias para negros fueron incendiadas y docenas de casas de seguridad bombardeadas; los voluntarios fueron golpeados, balaceados, detenidos y perseguidos por camionetas llenas de hombres armados. Una cuarta parte de los voluntarios se retiró. El activismo que desafía al status quo –el que ataca los problemas profundamente arraigados– no es para flojos.

¿Qué hace que las personas sean capaces de este tipo de activismo? Un sociólogo de Stanford, Doug McAdam, analizó las razones de quienes abandonaron el Freedom Summer frente a aquellos que se quedaron. Señala que la principal diferencia no fue, como parecía natural, el fervor ideológico. “Todos los miembros –lo mismo los participantes que quienes se retiraron– estaban altamente comprometidos con los objetivos y valores del programa”. Lo que importaba más era el grado de relación personal con el movimiento de derechos civiles. Todos los voluntarios estaban obligados a proporcionar una lista de contactos personales –gente a la que querían mantener al tanto de sus actividades– y los participantes eran mucho más propensos que quienes desertaron a tener amigos cercanos que también iban a Mississippi. El activismo de alto riesgo es un fenómeno de “vínculos fuertes”, concluye McAdam.

Este patrón se repite una y otra vez. Un estudio sobre las Brigadas Rojas, grupo terrorista italiano de los años setenta, revela que el setenta por ciento de los reclutas tenían al menos un buen amigo ya en la organización. Lo mismo puede decirse de los hombres que se unieron a los muyahidines en Afganistán. Incluso las acciones revolucionarias que parecen espontáneas, como las manifestaciones en el Este de Alemania que condujeron a la caída del Muro de Berlín, en el fondo son fenómenos de “vínculos fuertes”. El movimiento de oposición en Alemania del Este estuvo constituido por varios cientos de grupos, cada uno con aproximadamente una docena de miembros. Cada grupo estaba en contacto limitado con los otros grupos: en ese entonces sólo el trece por ciento de los alemanes del Este tenía teléfono. Lo único que sabían era que el lunes por la noche se reunirían para manifestarse contra el Estado afuera de Iglesia de San Nicolás en el centro de Leipzig. El elemento determinante de quienes se presentaban fueron siempre sus amigos “críticos” del régimen –quienes contaban con más amigos de este tipo estaban más propensos a unirse a la protesta.

Por lo tanto, el hecho crucial acerca de los cuatro estudiantes de primer año en la cafetería de Greensboro –David Richmond, Franklin McCain, Ezell Blair y Joseph McNeil– fue la relación entre unos y otros. McNeil era compañero de dormitorio de Blair en A.&T.’s Scott Hall. Richmond compartía habitación con McCain un piso más arriba, y Blair, Richmond y McCain, habían ido a la Dudley High School. Los cuatro metían a la habitaciónn cervezas de contrabando y hablaban hasta altas horas de la noche en el cuarto de Blair y de McNeil. Todos ellos recordaban el asesinato de Emmett Till en 1955, el boicot a los autobuses de Montgomery ese mismo año y el enfrentamiento en Little Rock de 1957. Fue McNeil quien expresó la idea de un plantón en Woolworth. Lo discutieron durante casi un mes hasta que un día entró McNeil al dormitorio y les preguntó a los demás si estaban listos. Hubo una pausa, luego McCain les habló de un modo sólo posible entre personas que han platicado toda la noche: “¿Son unos sacones o qué?” Ezell Blair tuvo el coraje de pedir una taza de café al día siguiente sólo porque estaba flanqueado por su compañero de cuarto y dos buenos amigos de la escuela secundaria.

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La clase de activismo asociado con las redes sociales no se parece a esto en absoluto. Las plataformas de las redes sociales están construidas con lazos débiles. Twitter es una forma de seguir a (o de ser seguido por) personas a las que nunca hemos tratado. Facebook es una herramienta de gestión eficiente de nuestros conocidos, para estar al día con personas a quienes –de otra forma– no seríamos capaces de mantener en contacto. Por eso es que uno puede contar con miles de “amigos” en Facebook ya que, en la vida real, nunca tendría tantos.

En muchos sentidos se trata de una maravilla. Hay cierto poder en estos “vínculos débiles”, como el sociólogo Marcos Granovetter ha observado. Nuestros conocidos –no nuestros amigos– son nuestra mayor fuente de nuevas ideas e información. Internet nos permite aprovechar el poder de este tipo de conexiones a distancia con una eficacia admirable. Resulta fantástico en la difusión de novedades, la colaboración interdisciplinaria, en hacer coincidir a la perfección a compradores con vendedores y con las necesidades logísticas en un mundo de citas y compromisos. Sin embargo, estos “vínculos débiles” rara vez conducirán al activismo de alto riesgo. En un nuevo libro llamado El efecto Dragonfly: maneras rápidas, eficaces y de gran alcance para usar las redes sociales en el cambio social, el consultor de negocios Andy Smith y el profesor de la Stanford Business School Jennifer Aaker cuentan la historia de Sameer Bhatia, un joven empresario de Silicon Valley aquejado por leucemia mielógena aguda. Se trata de un ejemplo inmejorable sobre las fortalezas de las redes sociales. Bhatia necesitaba un trasplante de médula ósea pero era incompatible con sus parientes y amigos. Las mejores posibilidades venían de otro donante de su mismo origen étnico y de no pocos asiáticos del sur encontrados en la base de datos nacional sobre médula ósea. Por lo mismo, el socio de negocios de Bhatia envió un correo electrónico explicando la situación de Bhatia a más de 400 de entre sus conocidos. Varias páginas de Facebook y YouTube se dedicaron a la campaña Help Sameer. Al final, casi veinticinco mil personas nuevas se registraron en la base de datos de médula ósea y Bhatia encontró un donante compatible.

Ahora bien, ¿cómo una campaña así es capaz de convocar a tanta gente? Al no pedir demasiado de ellos. Esta es la única manera de conseguir que alguien a quien realmente no conoces haga algo por ti. Uno puede lograr que miles de personas ingresen a un registro de donantes ya que hacerlo es muy sencillo. En este ejemplo, uno sólo tiene que enviar un cotonete con una muestra bucal y, en el caso muy improbable de que su médula ósea sea una buena opción para alguien que lo necesite, pasar unas horas en el hospital. Es cierto, la donación de médula ósea no es un asunto trivial; sin embargo, no implica ningún riesgo financiero o personal. No significa pasar un verano acosado por hombres armados en camionetas. No requiere el enfrentamiento con normas sociales y prácticas arraigadas. De hecho, es un tipo de participación que sólo puede traer reconocimiento social y alabanzas.

Los evangelistas de las redes sociales no entienden esta distinción, parecen creer que un amigo de Facebook es lo mismo que un verdadero amigo y que la firma en un registro de donantes en el Silicon Valley de hoy es activismo en el mismo sentido que un plantón en la cafetería de Greensboro contra de la segregación de los años sesenta. “Las redes sociales son especialmente eficaces para aumentar la motivación”, escriben Aaker y Smith. No es cierto. Las redes sociales son efectivas para incrementar la participación al disminuir el nivel de motivación que la participación requiere. La página de Facebook de la Coalición para Salvar Darfur tiene 1.282.339 miembros, quienes han donado un promedio de nueve centavos de dólar cada uno. La siguiente más grande en pro de la beneficencia de Darfur en Facebook tiene 22.073 miembros, los que han donado un promedio de treinta y cinco centavos cada uno. Help Save Darfur tiene 2,797 miembros, con quince centavos donados por cabeza. Un portavoz de Save Darfur Coalition declaró a Newsweek que “el valor de alguien para el movimiento no se puede medir sobre la base de sus aportaciones. En conjunto, constituyen un poderoso mecanismo para involucrar a la población crítica. Informan a la comunidad, asisten a eventos como voluntarios. Se trata de algo que no se puede apreciar cuantitativamente.” En otras palabras, el activismo de Facebook tiene éxito no porque motive a las personas a realizar un verdadero sacrificio, sino porque las lleva a hacer el tipo de cosas que hace la gente cuando no está lo suficientemente motivada para un verdadero sacrificio. Estamos muy lejos de la cafetería de Greensboro.

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Los estudiantes que se sumaron al plantón en el sur durante el invierno de 1960 describen el movimiento como una “fiebre”. Sin embargo, el movimiento por los derechos civiles fue más una campaña militar que un contagio. En 1959 había dieciséis plantones en varias ciudades del sur, quince de ellos articulados formalmente por organizaciones de derechos civiles como la NAACP (National Association for the Advancement of Colored People) y el CORE (Congress of Racial Equality). Antes, se hicieron planes explorando sus posibles ubicaciones. Los activistas organizaban sesiones de formación y repliegue destinadas a los aspirantes al movimiento. Los Cuatro de Greensboro fueron producto de esta base: todos eran miembros del NAACP Youth Council. Tenían estrechos vínculos con el jefe de la NAACP local y habían sido informados sobre la primera ola de plantones en Durham. Asimismo, habían participado ya en una serie de reuniones en las iglesias activistas del movimiento. Cuando éste se extendió a partir de Greensboro por todo el sur, no lo hizo de manera indiscriminada. Creció desde las ciudades que ya contaban con “movement centres” –núcleos de voluntarios dispuestos, dedicados y entrenados para convertir la “fiebre” en acción.

El movimiento de derechos civiles fue activismo de alto riesgo. Fundamentalmente, fue también activismo estratégico: un reto para el establishment montado con precisión y disciplina. La NAACP fue una organización centralizada, dirigida desde Nueva York con base en procedimientos de operación altamente formalizados. La autoridad incuestionable en la Southern Christian Leadership Conference fue Martin Luther King Jr. En el centro del movimiento estuvo la iglesia negra que, como señala Aldon D. Morris en un excelente estudio de 1984, The Origins of the Civil Rights Movement, era una división de trabajo perfectamente delimitada, con diferentes comités permanentes y grupos disciplinados. “Cada grupo fue orientado y coordinado por una autoridad”, escribe Morris. “Los individuos eran responsables de sus tareas asignadas y los conflictos importantes se resolvían ante el ministro, quien generalmente ejercía la máxima autoridad sobre su congregación.”

Esta es la segunda distinción fundamental entre el activismo tradicional y su variante en línea: las redes sociales no constituyen este tipo de organización jerárquica. Facebook y similares son herramientas para la construcción de “redes” que son precisamente contrarias –en estructura y carácter– a las jerarquías. Con sus normas y procedimientos, a diferencia de éstas las redes no son controladas por ninguna autoridad central. Las decisiones se toman por consenso y los lazos que unen a las personas del grupo permanecen sueltos.

Dicha estructura hace a las redes enormemente adaptables y flexibles en situaciones de bajo riesgo. Wikipedia es un ejemplo perfecto. No tiene un editor, con sede en Nueva York, que dirija y corrija cada entrada. El esfuerzo es auto-organizado. Si todas las entradas en Wikipedia fueran borradas mañana, rápidamente serían restauradas porque eso es lo que ocurre cuando una red de miles de personas dedican su tiempo a una tarea de forma espontánea.

Sin embargo, hay muchas cosas que las redes no pueden hacer bien. Para organizar a sus cientos de proveedores las empresas de automóviles usan, con sensatez, una red; no obstante, no hacen lo mismo cuando se trata del diseño de sus coches. Nadie cree que un concepto de diseño se obtiene mejor de entre el caos de opiniones que bajo la organización de un líder. Dado que las redes no cuentan con una estructura centralizada y líneas claras de autoridad, tienen difi cultades para establecer metas mediante un consenso auténtico. Al no poder pensar de forma estratégica están crónicamente propensas al conflicto y al error. ¿Cómo tomar decisiones difíciles sobre táctica, estrategia o concepto si todo el mundo tiene el mismo poder?

La Organización para la Liberación de Palestina se originó como una red y los estudiosos de relaciones internacionales Mette-Eilstrup Sangiovanni y Jones Calvert sostienen (en un ensayo reciente sobre seguridad internacional) que por eso precisamente tuvo problemas: “Las características estructurales típicas de las redes –la ausencia de autoridad central, la autonomía sin control de los grupos rivales y la incapacidad para arbitrar disputas a través de mecanismos formales– hizo a la OLP excesivamente vulnerable frente a la manipulación externa y las luchas internas“.

En la Alemania de los años setenta, continúan más adelante, “la más unificada y exitosa ala izquierda terrorista estaba organizada de forma jerárquica, con una gestión profesional y una clara división del trabajo. Geográficamente, se concentraba en las universidades, donde podía establecer un liderazgo central y propiciar la confianza y la camaradería a través del trato regular cara a cara“. Rara vez traicionaron a sus compañeros de armas durante los interrogatorios policiales. Por otro lado, sus contrapartes de la derecha se organizaban como las redes descentralizadas y no tenía disciplina. Dichos grupos fueron infiltrados con regularidad y sus miembros, una vez detenidos, denunciaron fácilmente a sus compañeros. Del mismo modo, Al Qaeda era más peligroso cuando se trataba de una jerarquía unificada. Ahora que se ha disipado en una red ha demostrado mucho menos eficacia.

Ahora bien, las desventajas de las redes apenas importan si no están interesadas en el cambio sistémico –si sólo quieren asustar, insultar o hacer olas–. Así no necesitan pensar estratégicamente. Pero si enfrentan a un establishment poderoso y organizado, deben contar con una jerarquía. El boicot a los autobuses de Montgomery requería de la participación de decenas de miles de personas que dependían del transporte público para ir y volver del trabajo todos los días. Duró un año. Con el fin de persuadir a las personas a permanecer fieles a la causa, los organizadores del boicot se ocuparon de cada iglesia local negra con el propósito de mantener la moral en alto. Armaron entonces un servicio de transporte colectivo gratuito como alternativa privada, con cuarenta y ocho despachadores y cuarenta y dos estaciones de carga. Incluso el White Citizens Council, según dijo más tarde Martin Luther King, admitió que el sistema de transporte colectivo se desplazó con “precisión militar”. En el momento que King llegó a Birmingham, al enfrentamiento culminante con el comisionado de policía Eugene (Bull) Connor, contaba con un presupuesto de un millón de dólares, un centenar de miembros de tiempo completo sobre un terreno fraccionado en unidades operativas. Trazada de antemano, la acción se dividió en fases progresivas. El apoyo se mantuvo mediante reuniones de masas consecutivas y rotando de iglesia en iglesia por toda la ciudad.

Los boicots, plantones y confrontaciones no violentas –armas elegidas por el movimiento de derechos civiles– son estrategias de alto riesgo: dejan muy poco margen para la discordia y el error. En ese momento incluso si uno de los manifestantes se desviaba del guión y respondía a las provocaciones, la legitimidad moral de toda la protesta se veía comprometida. Sin duda, los entusiastas de las redes sociales nos han hecho creer que la tarea de Martin Luther King en Birmingham habría sido infinitamente más fácil si hubiera sido capaz de comunicarse con sus seguidores vía Facebook… Pero las redes son caóticas: basta recordar el patrón incesante de corrección y revisión, modificación y debate que caracteriza a Wikipedia. Si Martin Luther King hubiera intentado un wiki-boicot en Montgomery habría sido aplastado por la estructura del poder blanco. Y ¿de qué sirve una herramienta de comunicación digital en una ciudad donde el noventa y ocho por ciento de la comunidad negra podía ser encontrada en la iglesia todos los domingos? Las cosas que King necesitaba en Birmingham: disciplina y estrategia, fueron esas que las redes sociales en línea no pueden proporcionar.

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La biblia de los movimientos en las redes sociales es Here Comes Everybody, de Clay Shirky. Este profesor de la Universidad de Nueva York se propone demostrar el poder de organización de internet. Para ello recurre a la historia de Evan (quien trabajaba en Wall Street) y de su novia Ivanna. En una ocasión ella olvidó su smartphone, un Sidekick caro, en el asiento trasero de un taxi de Nueva York. La compañía telefónica transfirió los datos del teléfono perdido a uno nuevo, con lo cual descubrieron que el Sidekick estaba ahora en manos de una adolescente en Queens, quien lo utilizaba para tomar fotografías de ella y sus amigos.

Cuando Evan le envió un correo electrónico a dicha adolescente (de nombre Sasha) reclamando el teléfono, ella le contestó que su “culo blanco” no merecía que se lo devolviera. Molesto, Evan creó una página web con una descripción de lo sucedido. Luego envió el enlace a sus amigos. Alguien encontró en la página de MySpace del novio de Sasha un enlace hacia ella. Ese alguien encontró asimismo la dirección de Sasha en línea y tomó un video de su casa. Más tarde Evan publicó el video en su sitio. La historia fue recogida por el filtro de noticias Digg y Evan comenzó a recibir diez e-mails por minuto. Después creó un boletín para que sus lectores compartieran sus historias pero se colapsó bajo la enorme cantidad de respuestas. Evan e Ivanna acudieron finalmente a la policía; aunque en el informe de ésta el teléfono se reportó como “perdido” en lugar de “robado”. Y con ello cerró el caso. “Para este momento millones de lectores estaban atentos”, escribe Shirky, “y decenas de medios de noticias tradicionales cubrían la historia”. Cediendo a la presión, el departamento de policía reclasificó al celular como “robado”. Sasha fue arrestada y Evan logró recuperar el Sidekick de su novia.

El argumento de Shirky es que este tipo de cosas nunca podrían haber sucedido en la edad pre-internet. Y tiene razón. Evan nunca habría podido rastrear a Sasha y la historia del Sidekick nunca hubiera sido publicada. Apareció un ejército de personas que nunca se habrían reunido para librar esta lucha. La policía jamás hubiera cedido a la presión de una sola persona que perdió algo tan trivial como un celular. La historia, según Shirky, ilustra “la facilidad y rapidez con la que se puede movilizar a un grupo tras una causa” en la era de internet.

Shirky considera que este modelo es una actualización del activismo. Sin embargo, se trata simplemente de una forma de organización que favorece los “vínculos débiles” con acceso a la información por encima de las relaciones de “vínculos fuertes” que nos ayudan a sostenernos frente al peligro. Sustituye la energía propia de las organizaciones que promueven la actividad estratégica y disciplinada por aquellas que promueven la resistencia y la adaptabilidad. Ahora es más fácil para los activistas expresarse pero más difícil que la expresión tenga algún impacto. Los instrumentos de las redes sociales se adaptan bien para que el orden social existente sea más eficiente. De ningún modo son un enemigo natural de la situación actual. Si uno es de la opinión de que lo único que hace falta es limar las imperfecciones, nada de esto debe preocuparle. Pero si entendemos que aún hay por ahí cafeterías donde se practica la discriminación, deberíamos hacer una pausa y pensar.

Shirky termina la historia del Sidekick preguntando, pomposamente: “¿Qué pasará después?” –sin duda imagina olas futuras de manifestantes digitales. Pero ya ha respondido a su propia pregunta. Lo que sucedió después es más de lo mismo. Una red de lazos débiles por el mundo que es buena en cosas como ayudar a Wall Street a recuperar los teléfonos de manos de las adolescentes. Viva la Revolución.

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Posted: May 9, 2012 at 6:18 pm

There are 3 comments for this article
  1. Hugo Buitrago at 6:22 pm

    Algunas cosas destacables pueden surgir en la red, en términos de movilización y organización, por lo cual no sería totalmente negativo ni le pediría a las redes sociales que permitan revoluciones como las ocurridas en el pasado.

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