Fiction
Stipe

Stipe

Edmundo Paz Soldán

 Michael Stipe se encontraba en su mesa habitual de Sharks, en una esquina iluminada por la parpadeante luz de unas velas. Rodrigo se acercó a la barra y pidió un shot de tequila. Uno será suficiente, se dijo. Después del shot, no estaba seguro. Volvió a mirar a Stipe. Más bien bajo y flaco, la cabeza rapada, las mejillas huesudas y un encaje de cara que le daba un aspecto andrógino. Tan tranquilo en esa esquina, alejado de las groupies que lo acosaban en las giras, los fanáticos que le pedían autógrafos, los periodistas que lo inundaban de entrevistas, los fotógrafos que lo mareaban con los destellos de sus flashes, los compañeros de grupo y agentes y publicistas, toda aquella parafernalia que giraba en torno a una estrella de rock. Le dio pena interrumpirlo. Quizás era la única hora de la semana que tenía para él solo. Lo único extraño era que Stipe escogiera un lugar concurrido para ese recogimiento. Confiaba en los habitantes de Athens, que lo habían visto comenzar su carrera más de diez años atrás. O se sentía seguro de que sus declaraciones periodísticas pidiendo que lo dejaran en paz en Sharks harían efecto. Lo cierto era que, de acuerdo a uno de los mozos, Stipe había visitado Sharks más de cinco años seguidos sin ser molestado una sola vez.

Rodrigo fue al baño, esnifó lo suficiente para armarse de valor, dejó que pasaran unos minutos, y salió, repitiéndose que siempre había una primera vez para todo. Cruzó el bar acompañado por el murmullo de múltiples conversaciones, puntuadas por gritos y aplausos cuando la televisión mostraba una canasta del equipo local, y enfiló hacia la mesa de Stipe.

Stipe estaba parado, los codos apoyados en la mesa con una larga barra de metal al medio. Tenía la mirada perdida en su vaso de cerveza, pero la sensación de que una presencia se entrometía en su campo de acción lo hizo alzar los ojos.

—Hi –dijo Rodrigo, y continuó en inglés: disculpe la interrupción.

Estiró el brazo para saludarlo. Stipe le estrechó la mano.

—Y tu nombre es… –dijo.

—Rodrigo. Y usted es Stipe. Un placer.

Stipe se quedó en silencio y volvió a posar la mirada en el vaso. Rodrigo se preguntó si debía irse. ¿O caería en la repetición de esas frases de admirador del montón que seguro cansaban a Stipe?

—Sólo quería decirle que lo admiro mucho. Tanto, que cuando leí en una entrevista que su primer auto fue un Volkswagen escarabajo, decidí comprarme uno igual. Tengo casetes y compacts no sólo de su grupo, sino de todos los grupos y músicos que usted ha recomendado a lo largo de los años.

—¿De dónde eres?

—Bolivia. Estoy haciendo un masters aquí.

—Cool.

Uno de los mozos se acercó a la mesa. Le dijo a Rodrigo que “mister Stipe” prefería estar solo; iba a continuar, pero Stipe lo interrumpió y le dijo que estaba bien, no lo estaba molestando. Pidió otra Corona y le preguntó a Rodrigo qué tomaba. Negra Modelo, dijo Rodrigo.

El mozo volvió al rato con las cervezas. Stipe tomó la suya en silencio. Rodrigo se sintió más tranquilo y a la vez algo decepcionado. Ese hombre a quien admiraba tanto a la distancia, que componía canciones que parecían pensadas sólo para él, que escribía letras enigmáticas a cuyo desciframiento los críticos y sus seguidores dedicaban años de sus vidas, era, visto desde cerca, muy ordinario. ¿Cómo podía refugiarse tanto genio en talante tan normal, en aspecto tan inofensivo? ¿Dónde estaba el aura del gran creador, del hombre que entendía como pocos el tiempo que le había tocado vivir? Quizás hubiera sido mejor no acercarse. Conocer a un artista siempre decepciona.

Stipe seguía callado. Rodrigo no podía tolerar ese silencio. O lo llenaba de palabras o se iba. Optó por lo primero.

—El pasado fin de semana estuve en la cárcel.

—No shit –dijo Stipe.

—Fue una injusticia. Estaba con mi hermano y unos amigos en Pizzazz. ¿Conoce la discoteca? Como a cinco cuadras. El asunto es que se armó una pelea. Es cierto, estábamos tomando, sobre todo mi hermano, pero nosotros no teníamos nada que ver con el lío. Llegaron los bouncers, llegó la policía, y de pronto una chica se puso a gritar que mi hermano había comenzado todo, que en el pasillo, aprovechándose de la oscuridad, le había pasado la mano por el culo, con el perdón de la palabra.

—No problem, man.

—Y claro, vino uno de esos policías de dos metros y se lo llevó a rastras.

—Fucking redneck.

—Los seguí. A la entrada de la disco el policía soltó a mi hermano. Le dijo que no le pasaría nada si le contaba su versión. Pero ya mi hermano estaba alterado, y lo mandó al carajo al policía.

—Well done, man. Quisiera conocer a tu hermano.

—Y no sólo eso, sino que le tocó su insignia. Para qué la vida, el policía se puso hecho una furia y lo agarró a bastonazos. Yo salté a defenderlo, le di uno bueno al policía, pero al rato entre tres me agarraron a bastonazos. ¿No me ha visto cojeando? ¿Y este morete en la frente? Si le mostrara cómo me han dejado la espalda… Me metieron a un patrullero y terminé en una celda de cuatro por tres entre narcos. No me animaba a cerrar los ojos, estaba seguro que me dejaban sin ropa. No había espacio para nada y olía a vómito. Pero el cansancio pudo más y me dormí.

—I’m sorry, man. Hijos de puta, abusivos.

—Eso no es nada todavía. Desperté temprano en la mañana cuando sentí algo raro.

Ahora los labios de Rodrigo temblaban.

—Me estaban violando. Un tipo grande, negro.

—No fucking way.

—Me puse a gritar. Traté de librarme del tipo pero no podía. Los guardias tardaron un montón en venir. Cuando lograron separarlo de mí yo estaba histérico. Me llevaron a la sala de primeros auxilios. Todavía me duele.

Stipe tenía los ojos bien abiertos.

—Recién al mediodía del sábado pude contactar a mi cónsul. Se apareció el domingo por la mañana, vino desde Atlanta sólo a sacarnos. Mi hermano está ahora en el hospital, parece que perderá la movilidad en uno de sus brazos. Nos dejaron libres, la policía dijo que no habría cargos contra nosotros a cambio de que nos quedáramos callados.

—No tenían derecho a tocarlos –dijo Stipe terminando su Corona y pidiendo otra. Mi abogado podría conseguirles millones. ¿Quieren ayuda?

—Tarde. Ya firmamos unos papeles en los que renunciamos a hacer cargos y declaramos a la policía inocentes de todo. Yo quería salir, no aguantaba más esa pocilga, saber que todavía estaba allí ese hijo de puta, y firmé.

—Fuck, man. Este país se está yendo al diablo. Necesitamos un gran cambio de verdad. A real change.

A Stipe parecía haberle llegado su historia, se dijo Rodrigo. ¿Por qué no? Seguro que no tanto lo que más le importaba, la parte de la violación, pero lo otro sí: la historia de unos estudiantes extranjeros abusados por la policía del Imperio tenía mucho que ver con las canciones de R.E.M. La diferencia, claro, era que Rodrigo relataba lo que le había ocurrido de manera cronólogica e inteligible, con una moral clara, mientras que las canciones que Stipe componía estaban repletas de vericuetos y ambigüedades, metáforas sin un sentido claro aparente y estribillos desgajados del resto de la canción. Toda esa confusa argamasa, sin embargo, armaba canciones inexplicablemente coherentes. No era suficiente entender todas las líneas para que esas canciones golpearan en el cerebro, repercutieran en el corazón y se instalaran para siempre en las vísceras de sus seguidores. Mensajes subliminales que iban más allá de las palabras. Quizás, más que el tema, se trataba de la forma que tomaba la canción, el sonido inconfundible de la guitarra de Peter Buck, el acompañamiento imprescindible del bajo de Mike Mills, el golpeteo incansable de la batería de Bill Berry, la voz ronca y casi desfallecida de Stipe (Buck, Mills, Berry, Stipe: sus amigos se memorizaban las alineaciones de la Juventus o del Barcelona; la suya era mejor, tenía más capacidad de permanencia). No había que tratar de entender las letras sino tan sólo sentirlas.

—Disculpe. No sé por qué le conté todo esto.

Sí lo sabía: desde que había salido de la cárcel que no había hecho más que escuchar las canciones de R.E.M. Lo habían tranquilizado, hecho sentirse menos solo, impedido que hiciera caso a la recomendación de su mamá de volverse de inmediato. “Hijito, no tienes por qué sufrir en ese país, están cada vez más locos por allá”.

—Don’t worry, man.

—No, en serio. En el fondo sólo quería agradecerle por su música. Usted, sin saberlo, me dio mucho.

Stipe se le acercó y lo abrazó con efusión. Lo miró a los ojos y le dijo:

—Algún día, compondré una canción sobre lo que me acabas de contar.

—No tiene que prometerme nada.

—No es una promesa. Para eso estamos nosotros, después de todo: para escuchar los relatos del mundo y devolverlos al mundo en forma de canciones.

Rodrigo percibió que esa mirada era sincera y volvió a agradecerle. Luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida.

Compró los seis álbumes de R.E.M. publicados desde aquella noche de 1992 y se dedicó a rastrear, con minucioso cuidado, trazos de la historia que le había contado a Stipe. Quizás el título de Monster se refería a los incidentes en Pizzazz. En “Reveal” había encontrado estas líneas: “Grounded 5 a.m./ The nighlite is comforting./ But gravity is holding you”. ¿Se refería al suelo de la discoteca, que había detenido su caída después de los primeros bastonazos? Y quizás unas líneas de “How the West Was Won And Where It Got Us” tenían que ver con su situación aquella noche en la discoteca o la madrugada en la cárcel (“A stroke of bad luck,/ wrong place, wrong time”), aunque una interpretación más obvia sugería que la canción trataba de los costos del progreso de Occidente (“Canary got trapped, the uranium mine/ A stroke of bad luck, now the bird has died”). Y quizás la aparición de una insignia como símbolo misterioso en varias canciones era un guiño de Stipe a Rodrigo, una forma de decirle que no se olvidaba de aquel encuentro, que lo tenía presente. Quizás. No estaba seguro.

Estaba dispuesto a seguir rastreando el impacto de su relato en las letras de Stipe incluso cuando R.E.M. dejara de existir. Confiaba en las compañías discográficas. Años después de la desaparición del grupo sacarían un compact con canciones inéditas. Habría una reunión de R.E.M. y quizás para ese entonces Stipe decidiera sorprender a su público y se animara a componer una canción basada, esta vez sin ambigüedades, en el relato de Rodrigo.

Stipe podría tardar toda una vida, pero no le fallaría.


Posted: April 22, 2012 at 4:51 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *