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Tejer el espíritu de las palabras
COLUMN/COLUMNA

Tejer el espíritu de las palabras

Ana García Bergua

El tema de las ciudades ha aparecido en la obra de Adriana Díaz Enciso a lo largo de muchos años: pienso, sin ir más lejos, en las ciudades que van atravesando los vampiros de su primera novela, La sed, o aquella en la que se aísla la protagonista de Puente de cielo; ciudades que en su prosa adquieren la temperatura espiritual de los personajes y son también protagonistas de sus recorridos. De hecho, hace ya casi dos décadas que Adriana emigró a una ciudad que la imantaba, Londres, cuyas calles físicas y literarias ha recorrido también en muchos de sus relatos, poemas y ensayos. Ciudad doliente de Dios, su novela más reciente, es también una gran metáfora de la ciudad, especialmente la ciudad espiritual concebida por el romántico inglés William Blake a partir de San Agustín, una ciudad construida con lo bueno del hombre, las joyas de que es capaz el alma humana. Es, de alguna manera, la ciudad de los artistas y la novela un hermoso homenaje a este gran poeta y su peculiar universo: sus visiones, su interpretación del cristianismo, sus intrincadas ilustraciones y grabados, el misterio de sus profecías y la belleza de sus versos.

La trama central de Ciudad doliente de Dios es la llegada de Cristina, una adolescente que ha pasado toda su infancia en un convento de religiosas, a vivir a una joyería en el centro histórico de la Ciudad de México. La fachada hermosa y decadente de la joyería oculta un mundo en el que Elías, su nuevo tutor por decirlo de alguna manera, crea todo tipo de esculturas y grabados, escribe poemas y conduce a Cristina hacia un aprendizaje estético y metafísico en el que ella tiene una misión que cumplir. En la joyería habitan también dos hermanos cuya familia fue asesinada, destino del que Elías los rescató. Al fondo del local, que es una casa y un taller, hay un jardín con estatuas que cantan, rosales portentosos y un bosque; la labor de Cristina consiste en hilar en una rueca el hilo que tejerá los vestidos de las almas que vendrán, aquellas que habitarán la ciudad sagrada blakeana. El encuentro entre Cristina y Arturo, un joven estudiante involucrado en la lucha política, hará que entren en conflicto el mundo real “de afuera” y aquel mundo fantástico y metafísico al que Elías, como Blake, considera esencial: “Por él había aprendido que cada partícula de materia encerraba un universo, que el milagro de la creación era en verdad infinito, y que la creación era el regalo de Dios para los hombres, la escalera viva por la que alma y cuerpo ascendían para escapar de la nada.

El arte era, pues, la llave. Dios residía en el hombre, y era un artista. Esa era la verdadera imagen y semejanza de que hablaban las Sagradas Escrituras.”

Ciudad doliente de Dios tardó muchísimos años en ser escrita y publicada; en nuestra época de literaturas al vapor, estas novelas son raras y se atesoran porque recorren el espíritu de una época y lo integran a una cauda mucho más duradera. La autora comienza su historia en los años noventa, cuando ocurrió el sangriento asesinato de un grupo de indígenas, hombres, mujeres y niños, en Acteal. Estos acontecimientos y los movimientos de protesta que les siguieron irán hilando el trasfondo de la tragedia humanitaria en que se ha convertido nuestro país en los últimos años. Así la novela se pregunta por el sentido de la propia existencia en medio de toda esa violencia y si realmente es posible vivir con la conciencia plena de todo ese dolor, con la paz y la tranquilidad del alma; si la creación artística es una huida o, por el contrario, siguiendo la filosofía del artista y poeta inglés, una manera de preservar y salvar el alma humana de su propia destrucción. Por ello, las sagas que viven sus personajes —como Herat y Ahania, los padres de Cristina que recorren el tiempo buscando la ciudad sagrada, la Jerusalem del poeta o el jinete Ibn al-Layl— que son prolongaciones de los personajes míticos de Blake; las historias fantásticas sobre la naturaleza de los dos huérfanos Abel y Alondra— quien tiene su habitación decorada con imágenes de castigos de santas que parecen surrealistas—; el estilo de la narración, complejo, de largo aliento y por momentos de una belleza sobrecogedora, todo ello funciona como una épica antigua paralela a la que ahora vivimos, una prolongación de la imaginería de Blake que subyacería a la percepción de un México real, un ámbito simbólico, fundacional, similar al de las religiones. Es por ello que ninguna de las múltiples tramas de esta novela podría ser seccionada para dar paso a un libro “al día”, pues su ambición estética, por decirlo así, responde a esta idea que lo integra todo, lo real y la representación y da como resultado una apuesta de lo más original. En su libro William Blake (Praeger, 1971), Kathleen Raine sostiene: “Blake gradualmente renunció a la política por algo más radical: no la religión, en el sentido de un sistema de creencias y observancias, sino una transformación de la vida interna, un renacimiento del “hombre verdadero”. La política y la religión llegaron a parecerle una evasión de la “única cosa necesaria”. Y Ciudad doliente de Dios continúa, a su manera, esta discusión.

Ciudad doliente de Dios habla de los visionarios, de la visión como una profecía y de los artistas como aquellos que ven más allá del alma de los hombres y el alma de los acontecimientos, en un momento en el que nuestra especie ha destruido tanto y corre seriamente el peligro de extinguirse por su soberbia; por ello me parece que es una novela más pertinente de lo que podría parecer en esta época. Acostumbrados a la prosa casi automática de tan depurada que usamos ahora, a esas tramas desnudas del estilo que en Adriana Díaz Enciso sobresale como producto de largos años de trabajo apasionado en una literatura personalísima, Ciudad doliente de Dios nos conmueve en su búsqueda del significado del dolor humano y su homenaje al gran místico de la imaginación que fue William Blake.

*Comencé a escribir este texto sobre Ciudad doliente de Dios justamente el día en que se incendió la catedral de Notre Dame. A veces la realidad pareciera confirmar ciertas intuiciones literarias.

Ana García Bergua  Es escritora y ha sido  galardonada  con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. 

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Posted: April 29, 2019 at 9:34 pm

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