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Terror y angustia
COLUMN/COLUMNA

Terror y angustia

Alberto Chimal

En 1845, la Marina Real británica envió una expedición al Océano Ártico en busca del llamado Paso del Noroeste: una ruta navegable del Atlántico al Pacífico por el norte del continente americano que se había buscado, sin éxito, desde el siglo XVI.

Los barcos de la expedición: el HMS Erebus y el HMS Terror, nunca regresaron a Inglaterra, ni tampoco sus 129 tripulantes.

El único testimonio dejado por ellos es una hoja de papel, encontrada 14 años después de su partida en la isla de Qikiqtaq –llamada entonces Tierra del Rey Guillermo– en el archipiélago canadiense. Guardada en un recipiente de metal, colocado a su vez bajo una pila de rocas, la hoja contiene dos breves informes, fechados con un año de diferencia, para el Almirantazgo británico. Según el primero, de 1847, el Erebus y el Terror estaban atrapados en el mar congelado cerca de la isla desde el año anterior, pero el tono del texto era optimista: era común que una expedición debiera invernar, inmovilizada, a la espera de que el verano ártico le permitiera continuar su recorrido.

El segundo informe dice que, para 1848, la expedición seguía atascada en el hielo y ya había sufrido una veintena de muertes, incluyendo la de su comandante, Sir John Franklin. Bajo el mando de Francis Crozier y James Fitzjames, los oficiales de mayor rango después de Franklin, los supervivientes habían abandonado los buques e intentarían llegar a pie hasta la desembocadura del río Back, en el actual territorio canadiense de Nunavut, en busca de socorro. Los informes no lo dicen, pero los hombres estaban en peligro de morir de hambre, pues no llevaban alimento para más de tres años. Posteriormente se concluyó que dejaron los barcos y emprendieron el viaje de casi mil kilómetros hacia el río Back arrastrando pesadas lanchas o barcazas cargadas con las provisiones que les quedaban, esperando poder hacer trueques con pobladores locales y llegar, en algún momento, a aguas navegables.

Ninguno volvió a ser visto por otro europeo. Se les buscó durante décadas; poco a poco se fueron hallando objetos dispersos que les habían pertenecido, fragmentos de metal, tela o madera y algunos restos humanos. También se recogieron historias de pobladores inuit de la región sobre grupos de hombres blancos intentando sobrevivir en sitios remotos, campamentos abandonados o llenos de cadáveres y, en algunos casos, evidencias de canibalismo.

Las investigaciones, que continúan en la actualidad, sugieren que los marinos, probablemente divididos en varios grupos, deben haber muerto durante su marcha hacia Canadá de inanición, escorbuto, envenenamiento –las raciones enlatadas de comida que les quedaban podrían haber estado contaminadas por plomo– o exposición al clima extremo. El Erebus fue encontrado sólo hasta 2014, y el Terror hasta 2016. Ambos están hundidos y lejos de donde sus tripulantes los dejaron.

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En la época victoriana, una vez que se perdieron las esperanzas de rescatarlos con vida, los miembros de la expedición de Franklin fueron vistos como héroes trágicos: abanderados de la causa del Imperio Británico, merecedores de poemas, pinturas, homenajes y estatuas. La sociedad en la que habían nacido les inventó una historia hecha más de ilusiones que de información comprobada (el canibalismo no se mencionaba, por ejemplo): el reverso sentimental de las que elogiaban a pioneros, descubridores y adelantados desde la llamada Era de los Descubrimientos, durante la cual las naciones europeas expandieron su poder en el mundo entero a costa de millones de habitantes de otros continentes, con la excusa de un presunto deber civilizatorio (Rudyard Kipling lo racionalizó de forma infame y memorable en “La carga del hombre blanco”, un poema de 1899).

En 2007, siglo y medio después de la desaparición del Erebus y el Terror, el escritor estadounidense Dan Simmons incluyó una crítica de la postura imperialista europea en la novela El Terror, su propia especulación acerca de lo que le ocurrió a la expedición de Franklin.

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[Siguiendo la costumbre, aviso que a partir de aquí hay spoilers.]

Conocido por mezclar elementos de subgéneros populares con influencias de autores clásicos, Simmons planteó su novela como una mezcla de horror sobrenatural y novela histórica. Así, su Erebus y su Terror, además de haber quedado varados en el Ártico, son acosados por un monstruo que va matando a sus tripulantes uno por uno: una criatura demoníaca que resulta parte de una cosmogonía inventada por Simmons con base en las creencias animistas de los inuit.  Sin embargo, el monstruo es menos interesante que la representación del predicamento de Franklin y sus hombres como una consecuencia de su propia arrogancia: su temeridad y la desmesura de sus ambiciones en un entorno que en realidad no conocían y para el que ni ellos ni su tecnología, pese a ser la más avanzada de su propio tiempo, estaban preparados.

Simmons deja de lado la imagen romántica de la exploración como una aventura emocionante y de elevadas aspiraciones. Las descripciones del interior helado y pestilente de los barcos, los rigores del clima ártico, el sistema de castas de la Marina Real, la ignorancia de ésta sobre historia, tradiciones y costumbres ajenas a las suyas, el deterioro de cascos y motores o los síntomas del escorbuto y la congelación, entre muchos otros detalles, muestran en cambio a la expedición de Franklin como una pequeña sociedad, modelo a escala de la victoriana, que vive alentada por el mito de su propio valor y superioridad y lo mantiene incluso cuando representa un peligro para su propia supervivencia. El Franklin de Simmons es menos un marino capaz que un funcionario privilegiado y mediocre: nombrado por descarte para liderar la expedición, obsesionado por acabar bien una carrera dispareja, mojigato y con enormes prejuicios raciales y de clase; Fitzjames es un arribista, y Crozier, el protagonista de la novela, un marino competente pero amargado, imposibilitado de ascender en su profesión a causa de su origen pobre y vuelto alcohólico para escapar de sus frustraciones. Hay auténtica camaradería, solidaridad, afecto entre algunos tripulantes, pero cuando llegan el caos y el peligro la mayoría de los hombres deja ver los peores impulsos humanos. Una facción o tribu de tripulantes resentidos con los oficiales es la que comienza con el canibalismo, y lo hace en parte por odio; un marinero de bajo rango, Hickey, asesina a otro para encubrir una infracción y echa la culpa a un grupo de inuit, que es masacrado por los ingleses cuando podrían haberlos ayudado a salvarse.

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Este año, una serie de televisión que adapta de la novela de Simmons fue producida por el canal estadounidense AMC. Titulada también El Terror (o The Terror, dado que otra costumbre es no traducir los títulos), es obra de dos coordinadores o showrunners: los guionistas y productores Soo Hugh y David Kajganich. En apariencia, ambos se limitan a transcribir su fuente con algunas modificaciones (“trata de lo mismo”, diría un lector superficial), pero dos formas sutiles en que se apartan del texto de Simmons resultan notables.

La primera tiene que ver con las dificultades de los ingleses en el Ártico. La serie, como la novela, se interesa en la inercia de los sistemas sociales, las deficiencias imprevistas de la tecnología y las limitaciones de la mentalidad colonialista, pero la comunidad que se derrumba tiene otros matices: es un emblema no sólo de la sociedad victoriana, sino también del occidente actual, estratificado, ensimismado, con la sensación de existir en una crisis que no comprende. Su verdadera dificultad es la disolución: la desaparición de los lazos entre los individuos, a quienes la angustia ante una existencia más allá de su control les empieza a ganar incluso antes de que el desastre sea inevitable. A veces, precisamente por creer que la catástrofe es inevitable, la aceleran. Así ocurre con el Crozier televisivo (interpretado por el gran Jared Harris), quien comienza su aventura en un estado de depresión profunda, incapacitante, que le impide oponerse a las decisiones desatinadas de Franklin cuando éstas los llevan a quedar atrapados en el hielo.

En este mundo tampoco faltan partidarios del caos mismo. El personaje de Hickey (Adam Nagaitis), elevado a la estatura de villano o principal antagonista, es uno de ellos: una versión más del líder estafador o mentiroso –figura emblemática de nuestro tiempo– que seduce a quienes lo rodean usando apariencias, falsedades y desinformación. Al fomentar un motín y separar a un grupo propio del resto de la tripulación, no tiene otro deseo que obtener más poder, aunque no haya en realidad nada sobre qué ejercerlo, ninguna posibilidad de fundar un reino, una nueva comunidad, y mucho menos de mantenerla. Él y los suyos mueren al final y toda su ambición es una locura. La futilidad de la expedición de Franklin se convierte en la de quienes parecen, hoy, los productos más acabados de su civilización: no sus grandes héroes, sus pioneros y sus adelantados, sino sus manipuladores, capaces no de ampliar la realidad sino de controlar y reducir cómo la perciben otros, para mejor explotarlos.

El otro cambio relevante se relaciona con una trama secundaria que, al final de la novela de Simmons, se convierte inesperadamente en su centro: la de Silna, una joven inuk, que no habla y a la que los ingleses llaman la Dama Silenciosa. La joven visita esporádicamente los barcos y resulta ser una chamana: una visionaria capaz de comunicarse con el monstruo de la nieve –en efecto un demonio, un destructor– y mantenerlo a raya. En los últimos capítulos, Crozier resulta ser el único expedicionario superviviente, y Simmons reconcilia su salvación con la “verdad” histórica –sabemos que nadie del Erebus o el Terror volvió a Europa– haciendo que reniegue del Imperio y se una a los inuit. Dotado de una “segunda visión”, un poder mágico del que Silna supo antes que él mismo, Crozier llega también a chamán y forma una familia con la joven: su consuelo tras una vida de desengaños.

La intención de Simmons, me parece, no era defender la apropiación cultural alevosa que tanto criticamos en la actualidad, sino preguntarse por esa otra fe del occidente: ¿qué pasaría si estuviera equivocada? ¿Qué pasaría si el mundo estuviera regido por dioses y seres superiores, pero no los del panteón judeocristiano, sino los de algún pueblo de los perpetuamente oprimidos y relegados? ¿Estaríamos dispuestos a aceptar una historia así con la misma facilidad con la que la hemos impuesto a otros?

Sin embargo, Kajganich y Hugh decidieron abandonar por entero la cuestión y plantear un problema distinto en The Terror. En busca de algo más que decir sobre el proverbial choque de culturas que acompaña al expansionismo europeo desde sus comienzos, sus guiones son más incluyentes, incorporan mucho más de la tradición inuk sobre la expedición de Franklin y culminan en un intento de apropiación y asimilación que, en lo esencial, fracasa.

El Crozier de The Terror no tiene poderes sobrenaturales, pero habla una lengua local desde el principio, como podrían haberlo hecho exploradores más atentos y menos prejuiciosos. Así, puede dialogar varias veces, a lo largo de sus años en el hielo, con Silna (Nive Nielsen) y otros habitantes del Ártico, todos interpretados por actores y actrices de origen inuit. El monstruo sigue existiendo, y atacando a quienes han invadido su entorno, pero ahora se entiende como un elemento necesario del cosmos: los chamanes deben cuidarlo, no sólo propiciarlo…, y los ingleses amotinados precipitan su muerte a la vez que mueren todos. Silna salva la vida de Crozier, pero es exiliada de su comunidad por no haber protegido a la criatura mágica de la que era responsable. Crozier quiere permanecer con los inuit, pero sólo puede hacerlo si acepta perder a Silna y no rebelarse contra las leyes de su nuevo entorno.

Al quedar nuevamente solo, la depresión de Crozier regresa: no puede volver a Inglaterra, pero tampoco puede integrarse del todo en una comunidad a la que llegó, aun sin quererlo, a causar grandes desastres.

Tal vez The Terror podría representar otra angustia, profunda, rara vez reconocida o expresada siquiera, del occidente blanco y cristiano que se siente en crisis: la duda sobre qué quedaría de él si se le despojara de su poder y, sobre todo, de las ventajas que éste le otorga. No es una cuestión trivial: el racismo contemporáneo, como sabemos, intenta de forma monstruosa acallar esa angustia. 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

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Posted: August 12, 2018 at 9:30 pm

There are 5 comments for this article
  1. Rosa Maria Ortiz orantes at 9:54 am

    Muy buen articulo, muy interesante, ya vi la serie y me gusto mucho, ahora ya tengo el libro y podre adentrarme mas en la historia y este analisis..muchas gracias!

  2. Clic Aquí at 8:57 am

    Todos estos autores invocaban con extraordinaria potencia creativa miedos que yo conocía de cerca: la muerte, la oscuridad, la violencia. Porque el miedo está siempre entre nosotros, solo que los fantasmas y los monstruos no se hallan en lo sobrenatural, sino en la historia de los países y en el corazón de las personas.

  3. clic aquí at 8:58 am

    Son muchos los elementos de una historia de terror que pueden llegar a perturbar nuestra tranquilidad, a no dejarnos dormir, a inquietarnos hasta la obsesión.El terror se infunde, común y satisfactoriamente, a través de personajes que van desde espíritus, extraterrestres y monstruos inimaginables, pasando por zombis y vampiros, hasta robots, payasos o locos asesinos.

  4. clic aquí at 2:33 pm

    Uno de los problemas principales en los estudios relacionados con los miedos (desde uno leve hasta las fobias), es distinguir el sentido que se le ha de asignar a los términos riesgo, angustia y miedo. En ocasiones los investigadores confunden las definiciones o no las aclaran apriorísticamente en sus trabajos, hecho por el cual se complican las aplicaciones metodológicas posteriores y los resultados quedan seriamente comprometidos.

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