Reflection
Transterritoriales

Transterritoriales

Gisela Heffes, Odette Alonso, Teresa Dovalpage

Los prefijos “trans” se me caen encima. Cuelgan como una guirnalda invisible en los espacios fluctuantes de todos mis universos. Aparecen en los rincones secretos de mis pensamientos o en la punta desgastada de una idea. Bajo la almohada de una observación casual, fortuita, o en los ojos brillantes de una persona que me habla y no comprendo.

Transnacional; transgénico; transhumano; transatlántico; transterritorialidad…

En tanto “ciudadana transterritorial” (¿ciudadana de al otro lado del territorio, si nos ceñimos a una de las acepciones etimológicas del prefijo?), habito múltiples “otros lados”. Lados que emergen y se ocultan en una concatenación de fronteras huidizas. Mientras sobrevuelo los legendarios palacios y residencias de Damasco, aquellos construidos bajo el ímpetu del imperio otomano (es decir, mastico sus lenguas, inhalo sus perfumes), profeso asimismo diversas formas de la religión (una ortodoxia no ortodoxa), milito de insólitas maneras un feminismo posmoderno (superwoman), me dejo arrastrar por indignaciones legítimas (prosaicas y laterales) de mi sur natal, y termino por anclar mi pequeño bote en las aguas marítimas de este North of the Border.

Transterritorialidad es un fenómeno espacial, pero también lingüístico, cultural. Y desde mi pequeño bote, este territorio nómade y en perpetuo movimiento, observo y comparto mi universo con otros sujetos transterritorializados. Porque transterritorializada es también Consuelo, quien cruzó el prefijo “trans” una noche oscura y cerrada. Junto a sus tres niñas, Consuelo caminó desde Matamoros hasta apoderarse del “trans”, ese otro lado. Durante tres largas noches, sin comida, sin abrigo, sin palabras. Sólo oscuridad, silencio, y un poco de agua. Consuelo y yo hablamos la misma lengua. Nuestras culturas son similares aunque diferentes, como el hombre de Pakistán que me condujo en Bristol [Inglaterra] desde el hotel hasta el aeropuerto: me aseguró, con unas sonrisa dulce y serena:

–Mis padres están allá, mis hijos están aquí, y yo, aquí, en el medio: de un lado y del otro, al mismo tiempo. Soy pakistaní y soy también inglés, europeo.

-GISELA HEFFES

Hay en mi narrativa un afán de subvertir los cánones con un toque despreocupado, lúdico, que no mide límites porque no los tiene y dibuja una orgía multiforme, el erotismo sin fronteras, la trashumancia de toda índole, los ambientes sórdidos, los prejuicios menguados, humor amargo o festivo, un hiperrealismo que lleva a extremos e incluso los transgrede.

No pongo freno a las circunstancias conflictivas: sexo o violencia fluyen como en la vida. Desde el triángulo amoroso lésbico que es el nudo principal de mi novela Espejo de tres cuerpos hasta el asesinato en mi relato “Un puñado de cenizas”. Qué esperar de un escritor de entre siglos, en una época en la cual los géneros puros y los imaginarios tradicionales han sido superados, más que una literatura desencantada y de extremos, sangrienta, violenta y transgresora, en concomitancia con la visualidad cinematográfica o la impronta televisiva.

Tengo, además, la condición del emigrado, del extranjero. Vago en un limbo intermedio: no soy ni de allá ni de acá. En mi narrativa, un ejército paralelo de personajes mexicanos y cubanos, situaciones de una y otra idiosincrasia deambulan en los escenarios de uno u otro país. Así se nutrió Con la boca abierta, libro de relatos de ambos tonos, y así llegué al empeño que constituyó Espejo de tres cuerpos. En esa transterritorialidad navego: entre la ternura y la violencia, entre la poesía y la prosa, entre La Habana y la ciudad de México, entre la heterosexualidad y la homosexualidad, en escenarios y ambientes que se mezclan en una amalgama sin fin y saltan cualquier límite.

-ODETTE ALONSO

El roce suave de una guayabera recién planchada evoca mi primera, y casi involuntaria, experiencia trans. Yo era flaca (¡felices tiempos!) y los tops que se usaban entonces, y que llevaban el horrendo nombre de bajichupas, me quedaban fatales. Lo peor era la manera en que acentuaban los huesos de la clavícula, que me sobresalían de la piel cual muelles de un colchón reventado. Discurriendo cómo ocultarlos, una tarde me encasqueté una guayabera azul, bordada a mano, de mi padre, que encontré por casualidad en el cuartico de la plancha. La combiné con mis vaqueros de costumbre y pensé que era el atuendo más apropiado para una salidita sabatina.

Estaba pavoneándome frente al espejo, admirando la consistencia pecheril que me prestaba la camisa, cuando mi abuela puso el grito en el cielo y muchacha algún problema debes de tener tú guardado / por eso no has tenido novio todavía/ esta chiquilla se va a quedar para vestir santos / quítate eso inmediatamente o no vas a ningún lugar. Yo tenía dieciséis años y toda la inocencia (o quizás deba decir la ignorancia, o la bobería) de la nerdona comelibros que había sido desde que comenzara la escuela primaria. Me llevó dos tardes de profundas cavilaciones, y la consulta con una amiga más espabilada que yo, para comprender la relación que había entre el probarme una camisa de padre y aquella ausencia de chicos que mi abuela consideraba una gravísima ausencia en mi currículum noviae. No sé si en justicia ésta puede considerarse una experiencia trans, pero sí fue (y a esto le pongo el cuño) la primera vez que me di en las narices con los prejuicios que hoy, a más de veinte años de distancia, aún me huelen a chamusquina.

-TERESA DOVALPAGE

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Posted: April 21, 2012 at 12:51 am

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