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Una canción matutina

Una canción matutina

Mabel Cuesta

Cuba qué linda es Cuba (1981-1989)

Crecimos a coro -sí, todo siempre fue de un plural excesivo- con una tonada de Carlos Puebla que se extendía en elogios para la isla, que tenía un estribillo dulce: “Cuba, qué linda es Cuba/ quien la defiende la quiere más/ qué linda es Cuba…” Sin embargo, con todo y la ternura pioneril que asomaba en nuestras caras matutinas, a algunos se nos hacía muy disonante cuán pronto aparecía el espíritu bélico que a ratos llenaba de terror nuestra singular infancia. Esa convocatoria a defender la amada isla, hacía saltar el resorte memorioso de las sirenas a deshora, simulacro tras simulacro; siempre preparándonos para la “lucha de todo el pueblo contra el imperialismo yanqui”. Esa invasión mercenaria que volvería a amenazarnos, acaso destruir nuestra soberanía… Porque si bien era cierto que Bahía de Cochinos había sido un rotundo fracaso y había servido para declarar el carácter socialista y antimperialista de nuestra revolución, no había garantías, en cualquier momento nos podrían atacar otra vez. Si queríamos a la patria de cielo más azul, habría que estar listo a defenderla.

Pero en la dramaturgia interna de la canción se presentaba también el referente omnipresente de compañía, el garante de éxito: Fidel. Mezclado, quizá jugando a los escondidos tras símbolos de indiscutible excepcionalidad global, aparecía el padre maduro y aguerrido de todos los pioneros, abrazándonos desde lo alto de la montaña que vibraba con su presencia y envuelto en la bandera de la estrella solitaria -la de Martí, la de Byrne, la de todos los cubanos que amaban su cielo azulísimo, su caña de azúcar:

Oye, tú que dices que tu patria no es tan linda…
Oye, tú que dices que lo tuyo no es tan bello…
yo te invito a que busques por el mundo,
otro cielo tan azul como tu cielo.
Una luna tan brillante como aquella,
que se infiltra en la dulzura de la caña.
Un Fidel que vibra en la montaña.
Un rubí cinco franjas y una estrella.

Quién la defiende la quiere más (2006-)

En la calurosa tarde-noche del 31 de julio de 2006 estoy regresando a casa en un autobús que transita la ruta de Times Square a West New York. Me he exiliado en los Estados Unidos por dos razones igualmente importantes: me he enamorado y tengo 29 años.

La primera razón responde a unas lógicas de desplazamiento del cuerpo que ama que no tendría que estar asociado a instancias políticas sino fuera porque lo está. Es decir: mi amante es también una exiliada cubana a quien sus padres han sacado de Cuba en plan emergente en 1965 (para no volver hasta que exista un nuevo orden o hasta nunca) y además Cuba (el país en donde ambas nacimos y yo he vivido desde 1976 hasta 2006) pertenece a ese hemisferio simbólicamente conocido como “sur” desde donde solemos los pobres desplazarnos a ese otro conocido como “norte” porque así invitan sus despliegues de prosperidad económica y progreso social.

La segunda razón no se presta a elusión posible. Mientras aún vivo en Cuba me han llamado de la oficina de la decana para dejarme saber que ya tengo 29 años, que en julio cumplo 30 y esto marcaría el límite de mi “no membrecía/no explícita filiación” al Partido Comunista de Cuba. Si quiero seguir yendo a esos congresos en el extranjero, si insisto en que se me autorice esa maestría en territorio allende la ínsula, es la hora de mostrar con claridad mi compromiso político. Mi apoyo a la revolución y su comandante: Fidel.

Es verano de 2006 y estoy en el autobús neoyorkino, yendo a casa, llevo cinco meses en USA y me llama quien ya es mi mentora y casi la mejor matria que una pueda tener -mi  querida Elena Martínez, también exiliada desde niña gracias a la gestión desesperada de sus padres por rescatar a la familia de cinco que eran y que desde finales de los sesenta se estableció en Puerto Rico. Elena me llama y dice, conteniendo su euforia: Fidel ha dejado el poder, está muy enfermo, este es el fin.

Llego a casa, ponemos CNN en español y en inglés. Miami baila en el Versailles, nosotras en West New York, los cubanos de Union City, North Bergen, Manhattan, se apiñan en una placita cerca de la mítica (para nosotros) Avenida de Bergenline y la calle que han conseguido los exiliados de la primera oleada (1959-1970) bautizar con el nombre de Celia Cruz. Este es el fin, repiten. Nuestra hora ya viene llegando, corean. Y yo lo creo. Y celebro mi suerte. La imposición del regente gobierno de Bush a los ciudadanos cubanos (una visita a la isla cada tres años y un límite de 900 dólares de remesas al año para los familiares directos) serán pronto obsoletas. No tengo dinero para regresar a cuidar de los míos, pero lo tendré. Y lo mismo pienso sobre las remesas.

Acabo de llegar a USA y aún no sé que mi problema mayor para regresar no será el gobierno de Bush sino el de los Castro&Brothers que me penalizará por seis años y al que tendré que escribir alguna carta diciendo básicamente que no manejo información confidencial y no adeudo nada a las arcas del gobierno (es decir, a su alcancía personal). Aún no sé que morirá mi madre de crianza sin que yo pueda abrazarla y que a ese gobierno de sucesiones monárquicas, no le importará.

Es 2006 y el más visible de los Castro, el más “enérgico y viril” ha muerto políticamente hablando; pero no. Mi amante no regresará a presenciar cómo golpean bajo el nuevo/viejo gobierno a las Damas de Blanco, domingo sí y domingo también. Ni cómo cuando Pánfilo el borrachito de la esquina, dice que tiene hambre y  que no cree en esta transición simbólica -como no se puede creer en algo que esté tan profundamente marcado por el inmovilismo- termina en la cárcel. Él tiene hambre y nosotros también. Un hambre marcada por la desesperanza que solo esa muerte, el fin de la vibración en la montaña, pudiera ligeramente saciar. Pero no.

Y un Fidel que (ya no) vibra en la montaña (medianoche del 25/26 de noviembre de 2016)

Hemos comido opíparamente como corresponde en el día de Acción de Gracias y el que viene después. En cierto momento de la cena que no hacemos con pavo sino con cerdo y en donde nos hemos reunido unos diecisiete cubanos en Houston, nos tomamos las manos y damos gracias por la comida, las metas cumplidas, los sueños aún pendientes y a pesar del pesimismo por la reciente victoria electoral de un candidato que a casi todos los presentes nos atemoriza, no dejamos que ese sentimiento nuble la celebración. Es entonces que mencionamos a Cuba. Pedimos que la protejan los dioses, que no sufra más. Que los nuestros en la isla (el cincuenta por ciento de los presentes tiene a sus padres y hermanos viviendo y padeciendo allí) puedan disfrutar alguna vez de una cena tan abundante como esta que ahora mismo nos invita. Para no pensar en Trump, pensamos en el triste destino de Cuba. Damos una vuelta en círculo: de la tristeza a lo más triste, pero aún así, tragamos en seco y devoramos en nombre de quienes no devoran.

Al día siguiente, casi a medianoche, mi esposa y yo vemos una película sobre la transformación urbanística de Ámsterdam en el siglo XIX y la migración de judíos mineros a los Estados Unidos. Suena el teléfono y es mi madre. Me echo a temblar. A esta hora solo puede ser algo grave. Mi abuela, pienso y en pleno pavor atiendo: ha muerto Fidel, me dice, lo acaba de decir el noticiero. Estoy temblando. Yo, transformo mi salto en el estómago en carcajada. ¿Estás segura? Insisto y ella repite: lo ha dicho el noticiero. No tiembles, espeto de vuelta: Celebra. Celebra. Celebra.

Miro a mi amante que ya está en guardia a mi costado; pero aún así no se le mueve un músculo de la cara: no pongas nada en facebook hasta comprobarlo, ordena. Voy a mirar las páginas de CNN, la tranquilizo. Pero no hace falta. No más entrar a mi página de noticias, ya un buen número de amigos y colegas ha comenzado la fiesta. Dudan. Se ríen. Celebran. Descorchan botellas guardadas largamente para la ocasión. Se esperanzan con esta nada que bien saben que vendrá. Pero para regatearles y boicotearles la esperanza a los cubanos hemos tenido un gobierno atento por cincuentaisiete años. Esta noche no. Hoy no. Nuestro poder de regeneración, de resiliencia, es inmejorable.

Otro cielo tan azul (y más) como mi cielo (1989-2006)

Tuvo que caer Berlín y su odioso muro en 1989. La Unión Soviética y su nefasta colonización política de la Europa Oriental en 1991. Y pasar mi generación y la anterior y la sucesiva un hambre física inenarrable en los centros de educación con plan de internados y financiados por el gobierno cubano (todos). Y las mujeres asistir a la alcoholización paulatina de sus maridos. Y que los índices de suicidio (secreto de estado) se dispararan a cifras nunca antes experimentadas a lo largo del siglo XX y el naciente XXI para que entendiéramos algunos de nosotros qué precio exacto habíamos pagado por la belleza de esa Cuba cerrada a su quizá positivista destino de “llave del Golfo”, puerto de obligatorio tránsito para los marineros y comerciantes del nuevo mundo, “perla de las Antillas” que nada sabe de sí, más allá de lo que por treinta consecutivos años (hasta el primer quiebre de 1989) le contaron tanto los Castro al poder como sus antagonistas de Miami.

Tuvieron que elegir miles de balseros entre la muerte por inanición o aquella posible entre las fauces de los tiburones para que algunos de nosotros comenzáramos a apreciar el azul intenso y nada desdeñable de otros cielos. Para que iniciáramos ese camino en donde resulta sano olvidar a Cuba como destino mientras cocemos unas batatas dulces para la fiesta del “Thanksgiving” y las hacemos boniatillo con coco dulce. Esa hibridez productiva y provechosa ha sido larga y duele en el pecho y las articulaciones, pero ahí vamos. Es la cara de mi esposa esta mañana diciéndome, reafirmándome: no siento nada. Está muerto y no siento nada.

Es mi cara bajo el cielo de Madrid cuando por primera vez hice un viaje fuera de la frontera insular en el año 2001 y el azul de Velázquez se me aposentó dentro para saber que mi destino personal no podría estar ya diseñado en la imaginación de un señor vestido con botas y traje militar. Que su vibración no era la mía.

La dulzura de la caña (mi escritorio en Houston ahora mismo)

La muerte de Fidel no trae ya esperanza de renovación, más allá de los muy lentos y convenientes pasos (esos de harto aliento y carácter de autoservicio) que ha dado el regente gobierno de su hermano Raúl y sucesores (hijos y sobrinos que sospechamos moviendo las cuerdas de a poco). La reciente visita de Obama, su impulso desestructurador de la retórica enquistada del bloqueo y sus pasos concretos para eliminarla, empoderando así a la población civil y potenciando una transición pacífica; a día de hoy no han dado resultados. Y así se han encargado de hacerlo saber desde La Habana.

El modo en que se sigue capitalizando el discurso de resistencia frente a un enemigo fantasmagórico no es asunto desdeñable. Y el discurso de Obama en La Habana solo puede leerse como lo que fue: una representación teatral que como saldo positivo legitimó frente al mundo la grandeza del exilio cubano. Sí, ese que ha demonizado al actual presidente y que en números diezmados, pero aún impactantes, votó por el candidato republicano. Candidato que promete retroceso en las políticas hacia Cuba. Es decir, candidato que de tan contento que puso a los Castro, hizo morir al más emblemático de ellos. Si la política de embargo está garantizada para los próximos cuatro años, ya Fidel podría morir en paz. Y eso hizo.

La imagen que hizo temblar a mi madre anoche es la de Raúl desde un despacho que tiene exactamente el mismo decorado de 1985 cuando una de mis amigas fue seleccionada en su escuela para ir a tomarse una foto junto al entonces Ministro de las FAR y su ahora fallecida esposa (Vilma Espín), presidenta de la Federación de Mujeres Cubanas (FMC). Nada ha cambiado en términos de simbología del poder. Su discurso. Su performance. La demagogia verbal que aún sin impactos de credibilidad más allá de un reducido grupo, garantiza la extensión de el actual status.

Pero yo he dicho a mi madre tres veces: celebra, celebra, celebra… porque ningún gesto personal será a largo plazo estéril. Porque la dulzura de la caña es este ron que ahora mismo degusto desde mi escritorio en Houston desde donde no me pienso mover más que para recorrer los más de sesenta países que tengo en la lista de pendientes para el futuro cercano. Porque sus largos, acaso eternos años de inmovilidad, no coactaron el perpetuum mobile que es este cuerpo mío que sabe ya de otras montañas, otras intensidades de azul, otras lunas…

Pero no banalizo. No olvido. Casi once millones de isleños no pudieron dar el salto. Y hoy mismo, mientras escribo y degusto ron de cañas, se preguntan entre visillos qué será de ellos. Saben la respuesta, pero igual preguntan.

Mal viaje, Fidel, tu legado será ominoso, como tú. Como tus diez años finales, esos en los que te vimos envejecer y delirar públicamente. No fuiste a juicio sumario como debió ser; pero pagaste de otro modo por tanto muerto innecesario, por tanta madre empastillada noche tras noche mientras a su hijo se lo torturabas en la cárcel o se tiraba él mismo al mar para escapar de ti. No fuiste a juicio sumario tal y como lo entendemos, pero te vimos apagarte de a poco, bajado ya de la montaña, sin heroísmos, sin gritos de odio a tu propio pueblo (¡No los queremos, no los necesitamos! ¿te acuerdas?). No te mató una bala, no pudiste equipararte con la luz infiltrada de la luna entre las cañas, ni el rubí, ni las cinco franjas, ni la estrella solitaria.

Mal viaje, Fidel. Te garantizo que no eres tú quien vibra ya en la montaña sino ese guajirito descalzo que nos prometiste no veríamos más. Por él y por tus muchos muertos reales y simbólicos, repito a mi madre: celebra, celebra, celebra y mi canción matutina no te menciona.

cuesta-mabelMabel Cuesta: Ensayista, poeta y narradora. Ha publicado In vía, in patria (Literal Publishing, 2016) Nuestro Caribe. Poder, Raza y Postnacionalismos desde los límites del mapa LGBTQ, (Isla Negra, 2016); Bajo el cielo de Dublín (Ediciones Vigía, 2013); Cuba post-soviética: un cuerpo narrado en clave de mujer (Cuarto Propio, 2012); Inscrita bajo sospecha(Betania, 2010); Cuaderno de la fiancée (Ediciones Vigía, 2005) y Confesiones on line (Aldabón, 2003). Es profesora de Lengua y Literatura Hispanocaribeñas en University of Houston.

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Posted: November 26, 2016 at 2:49 pm

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