Essay
VICISITUDES Y MISTERIOS DE LOS BAÑOS PÚBLICOS
COLUMN/COLUMNA

VICISITUDES Y MISTERIOS DE LOS BAÑOS PÚBLICOS

Ana García Bergua

Si uno es morboso y se pone a averiguar la historia de los baños públicos por las tuberías del Internet, se encuentra con que los primeros que hubo en Inglaterra fueron instalados en la Gran Exposición en Hyde Park en Londres, en 1851 por el fabricante George Jennings. Al parecer hubo grandes filas para usarlos, con el aliciente de que a los usuarios les regalaban además una toalla, un peine y una boleada de zapatos. Me imagino a los londinenses emocionados de poderse asear y desahogar de sus tribulaciones corporales, eso si, procurando mantener la quijada firme y sin hacer muchos gestos, eso no lo sabemos. Es larga y curiosa la historia de los baños públicos; las culturas antiguas, incluidos los aztecas, ya los tenían y aprovechaban el agua corriente para que se llevara aquello que el cuerpo desechaba. En la Edad Media europea, la Santa Madre Iglesia se ocupó de reprimir la desnudez y su limpieza, y fue hasta el siglo XIX que se realizaron las grandes obras hidráulicas en las ciudades para que las aguas negras no exhibieran sus contenidos por las calles. En México tenemos la tradición de los baños desde el temazcal; pero a los otros, los que también llamamos baños aunque no nos bañemos en ellos, se les llamaba, por si no quedaba claro, “meaderos”, como pude saber gracias a un trabajo del historiador Leopoldo Rodríguez Morales que está aquí  y, según nos cuenta,  fue hasta finales del siglo XIX que las mujeres de entonces tuvieron acceso a ellos.

Debo confesar que con la edad uno presta más atención a esas cosas. Hasta hace unas pocos años en los que baños públicos se han ido convirtiendo en toda una industria creadora de multitudes aliviadas, los baños de los cines, los restaurantes y las gasolineras por lo regular parecían un castigo para quien se aventurara en ellos, castigo que incluía el hecho invariable de que alguien se robara el papel. Sólo en el Sanborn’s , y mucho antes de Slim, existía la piedad para el urgido. ¿Pero por qué ese afán de robarse el papel de baño en nuestro país? Ese siempre ha sido un misterio para mí. De los baños sin papel, sin jabón y con los pasadores rotos, pasamos a los que tienen el rollo encarcelado en una jaula a la que se asegura con un gordo candado, una curiosa metáfora u objet d’art digno de Duchamp, según se le quiera considerar, y finalmente a los adminículos industriales que ahora luce todo baño que se respete en nuestras ciudades tan modernas y multitudinarias.  Sin embargo en las estaciones de autobuses continúa el castigo: trate usted de pasar por el torniquete de cuerpo entero que más que permitir impide que el pobre usuario penetre en aquellos templos de la limpieza condicionada, sin que se quede uno atorado con todo y bolsa, maleta y chamarra en el intento. ¿Por qué será, qué pecado habremos cometido los mexicanos para que los baños públicos nos causen tantos conflictos? A veces pienso que la frase “te aguantas” y la idea de que somos un pueblo aguantador no sólo provienen de nuestra resistencia al PRI y a la adversidad, sino también de traumas corporales insondables.

Pero los baños públicos son también, de manera tradicional, lugares privilegiados de escondite, sexo y muerte. Pienso en El padrino de Coppola, en  la pistola que ocultan en el tanque del excusado para que Michael mate al otro mafioso y al policía corrupto en el restaurant italiano. O la pareja que se ama clandestinamente también en el baño del restaurant en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, uno de los grandes filmes de Peter Greenaway.  Ahora que lo pienso, así como Netflix en sus sugerencias, podríamos inventar el género “películas con sexo y muerte en el baño del restaurant”. En este género sanitario, siempre hay una parte en que los personajes que se esconden en el baño, se paran en la tapa del excusado, ocultos tras la puerta del gabinete (el pasador siempre funciona, por cierto). En ese pequeño espacio suspendido, sobre todo fuera de la vista, se viven las historias más intensas.  Y es que ese pequeño ocultamiento da pie para que lo privado invada lo público. En su ya clásica novela, El vampiro de la colonia Roma,  Luis Zapata cuenta de aquel personaje gay que ofrecía sus servicios al parecer descomunales en el baño del cine Gloria, y  se menciona también, en esa comunidad, el baño del Sanborn’s de la calle Aguascalientes como lugar de ligue.

Ese disfraz de lo privado en lo público da no sólo para el encuentro de los sexos, sino para el cruce de límites entre los géneros. Confieso que no me agradan los baños unisex y recuerdo cómo fumar en los baños de hombres de cierta escuela secundaria me daba la sensación de estar haciendo algo muy transgresor. Ana Clavel, en su inquietante novela El cuerpo náufrago, cuya protagonista, antes mujer, amanece convertida en hombre, da fe de esta perturbación por la intimidad más ajena –los meaderos de los que nos segregaron en otras épocas—al hablar de los inquietantes mingitorios. Mi tocaya llevó lejos su investigación, realizando fotografías de los que para las mujeres son curiosos aparatos e incluso, duchampianamente, hizo su propia instalación al respecto. Otra ruptura de límites se da cuando aquello tan privado se vuelve deveras público, como en El fantasma de la libertad, en el episodio donde una familia invita a otra a la casa y se sientan todos a la mesa en tremendos excusados a leer el periódico. Algo así de surrealista horrorizó al gran Sergio Pitol en la soviética Georgia en los años setenta, cuando al buscar el baño de un restaurant se encontró con que era un espacio donde los comensales se sentaban a conversar y convivir entre olores infernales, como nos cuenta en su extraordinario libro El viaje.

Lugares donde se administra lo más público de nuestra privacidad, casi nadie entra a los baños públicos por gusto, pero salimos de lo más contentos, aunque ya no nos regalen el peine, la toalla y la boleada de zapatos.

 

*Imagen de portada de David McKelvey

 

Ana García Bergua  Es escritora y ha sido  galardonada  con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. 

 

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Posted: August 26, 2018 at 9:14 pm

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